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Viudas negras y maridos solteros

Células malignas se esparcen por el mundo, no son de aquí ni allí pero en realidad nacen contra la vida en cualquier sitio y siembran la muerte hoy en este lugar y mañana en aquel otro; no se reproducen por sexo ni por amor, pero tienen todo el odio para germinar en cualquier suelo y componer una especie de cuerpo mortífero y letal cuyos efectos se sienten donde bulle la vida; nunca son las mismas, pero siempre son asesinas, y, aunque no obedecen a un centro en concreto, tampoco se limitan a actuar en la periferia: es difícil localizarlas en un solo punto del espacio, pues surgen al calor de la gente y se confunden con ella disfrazándose de células corrientes y anónimas; nada más lejos de la realidad que sean como cualesquiera otras, pues transportan una oculta carga de muerte que las diferencia de las de los simples mortales y sus quehaceres y ocupaciones de cada día, pues las malignas se dedican única y exclusivamente a la extraordinaria tarea de eliminar todo lo que se mueve: obviamente, tras su paso reina no sólo la muerte sino también una inmovilidad aún más dramática y estremecedora entre los sobrevivientes y también entre el público, pues en el vasto e ininterrumpido espectáculo que es en la actualidad el mundo se le dirige un mensaje que, escrito a sangre y fuego, advierte de la llegada del reino del terror y las sombras en el que habrían de prevalecer la inseguridad, la desconfianza y la sospecha. Lástima, quizá, que ignoren que las células sanas se comportan con la tradicional y saludable inconsciencia gracias a la que permanecen ajenas y extrañas al ánimo de muerte, el deseo de venganza y el espíritu de mortificación y castigo que enferma a las que descuidan su amor y arruinan su vida por nada y para nada, salvo para matar un puñado aleatorio de inocentes y llevar una vida de perros. Son viudas negras y maridos solteros que, como células sin núcleo y ramificadas en todas direcciones, se aíslan de la carne caliente y palpitante de los cuerpos sin número para lanzar contra ellos su carga terrorífica: es en este aciago día cuando sacan su billete y toman el metro para realizar allí, en un vagón u otro, su rabioso y sagrado trabajo en el que el único peligro que corren es el de no matar y no morir al mismo tiempo.

El semen de la mujer

Un ser se está apropiando de sí mismo, se está territorializando en su cuerpo, se está apoderando de todo lo que se incorpora a él: mío, mío, mío, se le oye decir --si se introduce en mí, si se crea a partir de mí mismo, mío. Mi feto, mi semen, mi sexo: nadie se encuentra con ningún derecho sobre él en virtud de que se le haya incorporado una parte de él a su ser respectivo -como se observa, las propiedades se confunden, se intercambian, se complican-, por la muy simple razón de que él se ha hecho con todo -todo lo que se relaciona con él-, de modo que fuera de él no se puede hallar ninguna propiedad con fuerza ni por tanto derecho a nada: todo se dice y debe decir suyo o de su única y exclusiva competencia --porque se trata nada más y nada menos que del poder. Un ser se transforma en poder, se vuelve dueño y señor de sí mismo y de todo lo que -distinguiéndose de él- se combina con él y gracias en parte a la combinación se genera en su seno, se torna propietario de la energía y los materiales con que se inicia su funcionamiento y autor de las obras que se producen en su interior gracias a un complejo sistema genético y operativo: en verdad no se trata sino de reconocer y admitir esta voluntad de soberanía en un ser que  además se dijo esclavo y criado de todo aquello que se vinculaba con él --por lo que se ve por la fuerza o la violencia. Un ser se embaraza de otro y se desembaraza de sí mismo por la misma razón que, si se negase a que nadie se metiera dentro de él, nadie se metería de hecho, y si se tratase de salir de su interior se le sacaría sin duda: un ser se comporta con los demás como una madre huera y una amante soltera y, con su conocimiento o sin él, se convierte en puro mecanismo de poder, artilugio de captura e ingenio de dominación, que una vez más y como siempre se fabrica desde el miedo y el temor a los hechos de fuerza a los que al fin se reduce como una antigüalla la revolución.

El verduguismo, con perdón

El héroe progresista, el héroe feminista era un derechista: de no haberlo sido, no hay duda que seguiría siendo un héroe de la más noble causa. Un día salió en defensa de una mujer que no pidió para nada que lo defendiera -al parecer era una indigna que quizá creía valerse por sí sola-, el novio de la chica en cuya riña intervino le propinó un puñetazo que le derribó al suelo, a causa del golpe acudió a un hospital y los médicos que le atendieron no le prestaron -valga la paradoja- demasiada atención -tuvo más suerte con políticos y periodistas, siempre hay elecciones que ganar y noticias que vender-: como consecuencia de llamar demasiado la atención de uno y no hacerlo en la misma medida con los otros, el pobre hombre golpeado mientras abandonaba la escena del crimen -parece ser que el suyo- entró en coma y al cabo de un tiempo salió no sólo -por fortuna- vivito y coleando sino también héroe y estrella. La sociedad no cayó en la cuenta de que no salvó a la muchacha y, quizá por haber estado a punto de perder la vida tras el apurado intento de socorro, lo glorificó aún más: sacrificar la vida por nada, sin obtener ningún resultado, ni la neutralización del agresor ni el agradecimiento de la víctima, no es poca cosa entre nosotros. Un héroe moderno es el que lo intenta pero no lo consigue, de modo que lo podemos encumbrar sin que lo veamos tan diferente a nosotros, fracasados en todas las causas que abrazamos con el agua al cuello y, sin embargo -es la verdad-, tan arrastrados por los suelos como él mismo. El progresismo, el feminismo y el humanismo son causas perdidas cuya belleza es obvia, pero al parecer nuestro abatido héroe no comparte en absoluto nuestra manera de ser, de pensar y de querer: él no desea perder -es de derechas-, sino que el otro, el culpable, pague por todo lo que ha hecho, que -además del sufrimiento pasado- es sobre todo la ofensa recibida, la humillación sufrida, la conciencia dolida y la honra mancillada: y que no vuelven. Él prefiere el ajuste de cuentas y nosotros quizá tampoco esta vez combatamos hasta sus últimas consecuencias el revanchismo y, llamémoslo de este modo, el verduguismo campante. No es fácil, desde luego, cuando en nuestras filas hay tantas víctimas y, lo que es infinitamente peor, tantos resentidos a los que resulta imposible olvidarse de recordar al otro, sea quien sea, lo malo que es -lo responsable de nuestros males y desgracias- y que a veces podemos sin embargo castigarle. Porque, si no lo hacemos, si no lo queremos hacer, qué asco, qué rabia y qué vergüenza de ser humano, ¿verdad?

Una energía fantasma

Los cementerios son espacios que se edifican donde los muertos, o sea, al lado de los vivos; pero a los muertos de los demás no los quiere nadie, se pasean por el mundo como fantasmas que no tienen un lugar en el que descansar en paz: la regla es que cada cual se ocupa de sus propios asuntos y los muertos son evidentemente un engorro con el que ningún extraño se las quiere ver. Si se trata de ser honestos, en cualquier caso la energía nuclear da vida a muchos; pero se diría que sus restos no pertenecen a nadie, serían como muertos de los que no se hubieran beneficiado en vida sus inexistentes deudos --los que los difuntos nunca habrían tenido, de los que se habrían de sentir necesariamente huérfanos, aunque afortunadamente para ellos ya no tendrían ocasión de comprobarlo pues se hallarían tan muertos como improductivos: en una palabra, la energía nuclear no tiene familia en una sociedad en la que sin embargo  la familia se erige un valor capital, y no la tiene al menos cuando se muere y ya no resulta útil a los que se quedan en este mundo de vivos llenos de ingratitud y frío que miran para otro lado: ¿yo? Yo no tengo nada que ver con el difunto; que no se me vincule a él por haber tenido alguna relación en el pasado; el cadáver no es mío: que se busque a sus hijos y, si no se los encuentra, indaguen por el lado de los padres. En definitiva, ya ha servido todo lo que tenía que servir, ya es hora de que alguien se lleve  al muerto lejos de nuestro hogar; no ignoramos por supuesto que en esta vida nada es gratuito y, si hay que pagar, se paga: la construcción de un cementerio de esta clase es una oportunidad que a los pobres no se les puede escapar de nuevo, pues son muchos los trenes a los que por este o aquel prejuicio no se suben y, por poner otro motivo por delante de su evolución, se quedan en la estación sin entender el progreso ni el hecho de que el precio a pagar por él sale de nuestros bolsillos y se escribe en euros y con seis ceros detrás. Todo sea por los restos que, ya se sabe, hay que enterrar con dignidad y cuidado; pues si se dejan por ahí tirados, pueden resultar tan radiactivos como la misma energía. La de los ricos cuyo cementerio se ha de instalar donde los pobres, que son unos tipos a los que siempre se puede encontrar a mano y, si no, cabe buscar un poco más allá: ¿acaso no podríamos hallar un buen terrenito en algún pequeño país miserable del vasto y remoto extranjero? A la energía nuclear no se le conocen familiares ni beneficiarios, de modo que podría definirse como la que nadie usa -una energía fantasma-, de padres prácticamente desconocidos e hijos lógicamente avergonzados, cuyos restos se subastan un tanto sombríamente como si contuvieran una muerte que en cualquier momento se podría escapar del cementerio para asesinar por la espalda a los que se hubieran quedado con la puja. Porque es aún la muerte, y no la vida, la que atemoriza a los hombres incluso si se trata de la extremadamente caliente energía nuclear que los consumidores utilizan con los ojos cerrados y los productores fabrican demasiado en silencio.

La escuela al lado de la casa y de la calle

El autoritarismo no es la solución, pero es el problema al que seguimos agarrados como niños: no lo echaremos de nuestro lado desde luego con la aplicación de una concepción según la cual no hay diferencia entre el profesor y el alumno, porque es falso --tan falso y equivocado como que no la haya entre el patrón y el obrero o el político y el ciudadano y el tratamiento evidentemente interesado de tú a tú entre uno y otro sea distinto a un simulacro levantado con más o menos buena voluntad y sin duda con un fuerte culatazo, porque la hora de la verdad llega siempre y es cuando esta fatalidad reaparece producida por lo más inocente e insospechado cuando el profesor cae en la tentación de decir basta ya, un poco de disciplina, y lo que ha echado a perder con la palabra lo quiere recuperar con la porra: pero la una faltaba a su promesa y la otra sobra a su declaración de intenciones. --de igual modo que aquélla faltaría a su enunciado si la hubiera pronunciado el estudiante: venga, jefe, que usted y yo somos colegas. En consecuencia el restablecimiento de la autoridad no trae consigo sino la rebelión del alumnado, que también dice por su parte: no, yo de sumisión nada de nada, vaya usted a atropellar a quien usted ya sabe. Si quiere que volvamos a este trato, de acuerdo, pero que sea recíproco y no signifique sino que nos respetamos; y si mantenemos el tú, que sirva para que tampoco nos perdamos el respeto, que es un afecto que, como la admiración y el amor, no abole la diferencia sino al contrario: la necesita como el aire que respira, incluso si a veces hay viento en contra --pues tampoco hay que disparar contra los días malos. Toda la afirmación, todo el aprecio, todo el valor que cabe en la distancia es para muchos inaudito, pero no cabe sino en esta medida porque es realmente muy grande y reducir su espacio es disminuirlo y finalmente aplastarlo: cualquier aproximación que anule la desigualdad realmente existente entre dispares perjudica al que está más lejos del centro, sobre todo si ha llegado a creer que no existía una diferencia de jerarquía no sometida a ningún otro principio que el jerárquico entre el centro y la periferia, entre los dirigentes del centro y los dirigidos a sus clases y aulas --porque el edificio, incluso agrietado, continúa en pie. Si somos iguales o hemos de tener las mismas oportunidades, enterremos las viejas diferencias inmóviles y estáticas prestablecidas y veamos quién de verdad difiere: quizá no hay otro sistema de aprendizaje verificable. El colegueo es un parche bajo el que empeora la avería y la palabra del mecánico ya no obra el milagro: originalmente, la autoridad es una conquista de cada uno, no la facultad de imponerse que un espabilado concede a un bobo para que le conserve su poder, su sillón o su trono. Por lo demás, en el negocio de la enseñanza nada es gratuito y, sin embargo, no todo produce los resultados esperados: por ejemplo, la confusión es la falsa solución de una cortina de humo para un orden cuyo problema es que, con claridad, no funciona --porque el engaño no arregla a la verdad, que es una cosa incapaz de imponerse por sí sola sin causar aparentes males mayores, es decir, la necesidad e incluso la oportunidad de generar un sistema que le es completamente distinto. El problema de la escuela no es más que el reflejo del que tenemos en la casa y en la calle: el entendimiento y el ejercicio de la diferencia como fuente de negaciones y conflictos, su suplantación por figuras opuestas dotadas según unos de una inapreciable positividad, el profesor arriba y el alumno abajo incluso si ocupan un mismo plano físico desmentido por otro cultural y simbólico --pero nunca la diferencia como espacio neutral en el que no hay amos ni criados. ¿Acaso cabe mayor amistad que la que tiene lugar entre uno que enseña lo que sabe y otro que aprende lo que ignora y entre uno y otro alumbran la revolución? La escuela no como jaula de carceleros y presos sino como patio de adiestramiento de hombres libres que ejercen funciones distintas de una misma naturaleza colectiva: porque, en realidad, la escuela no hace otra cosa que crear libres o esclavos y hay que elegir entre unos u otros.

Regresarán el poder y la comida

El problema es quién manda y cómo y por qué y para qué lo hace: ¿quién, pues? El que más pueda, el que llegue el primero, el que actúe con más decisión. Y ¿cómo? Ayudando, por ayudar y para ayudar a los demás: evidentemente, toda ayuda es poca y a pesar de tanta como hay cada vez es menos --y cuando no es el hambre es la saciedad, o sea, un hambre distinta y nueva, el deseo en estado puro, en raro movimiento: el terremoto verdaderamente occidental, un seísmo radicalmente catastrófico, revolucionario, que sacude de pronto todas las estructuras y luego las derriba salvando únicamente a los que están fuera, pues los de dentro son aplastados por los extraordinarios cascotes del sistema. Pero no es el caso: en Haití el problema parece ser la restauración del orden, una operación compleja y delicada que requiere restablecer la organización en ruinas, reponer la jerarquía en cueros y recuperar el dominio en llamas. ¿En llamas? Más bien en el suelo: el que lo recoja de ahí abajo dará de comer a la población aterrada a cambio naturalmente de tomar el gobierno, es decir, de subirse allá arriba. ¿Es mucho el precio a pagar por aliviar el hambre? ¿Y por delegar la libertad? Pero la libertad por sí misma, fuera de todo orden, es una cosa más bien propia de bandas dedicadas al pillaje a las que ni siquiera acaparar toda la comida saciaría el apetito: un verdadero peligro, en suma, para el renacimiento de la democracia sobre sus valores tradicionales -construidos a prueba de cataclismos- de la propiedad, el comercio, la ley y el orden, el que representan estos grupos formados a medias entre el azar y la necesidad que han decidido forzosamente buscarse la vida por su propia cuenta y están condenados a desaparecer con la misma velocidad e irrelevancia con que han surgido. Son lo desestructurado, casi inorgánico, meramente funcional, estos elementos apenas reconocidos, generalmentre olvidados y desde luego abandonados a su suerte: vivir en la calle y moverse mucho, que pronto lo dejarán de hacer, porque a pesar de que lo que caracteriza al país no es lo que tenía: un gobierno benéfico, sino lo que no tenía: un devastador terremoto, regresará el poder, volverán los que dan de comer a todos de una manera vergonzantemente egoísta, altruístamente falsa, y todo les vale y sacan partido de todo.

Reivindicando, que es gerundio

Se trata por supuesto de quejarse, porque ¿cómo no hacerlo si se ha sufrido una injusticia y se ha conseguido con el tiempo repararla y evitar que unos cuantos más de los suyos se traumaticen para el resto como él mismo se halló a punto de hacerlo sin remedio? Se trata de la injusticia sufrida por el copión que se lo sabía todo menos aquella pequeña parte del examen en que se le pilló copiando y no se hizo justicia con sus méritos evidentes, pues el profesor se vengó de semejante falta de respeto a una autoridad que por estos medios nunca se ganaría del todo suspendiéndole sin mayores miramientos: ¿se habrá visto alguna vez atropello igual? La prueba de que se trataba sin duda de un claro caso de abuso se halla más que patente en el hecho de que a partir de este glorioso momento se va a poder aprobar al alumno si no se le pilla copiando todo el examen, cosa más que improbable si se le permite justamente copiar en una mínima parte, gracias a que el difamado copión de ayer se ha transformado por su propio y exitoso esfuerzo en uno de los más poderosos dirigentes de una institución a la que ya no se podrá tachar de autoritaria, opresiva, anacrónica y desfasada. Para que luego se diga de los tontos y de una medida estúpida como muy pocas: sí, sí, más bien se trata de la vieja y nunca satisfecha reivindicación de la justicia, la igualdad y la libertad como cada vez se conoce más entre nosotros gracias a iniciativas de parecido calado y fundamento: igualdad entre falsos y verdaderos estudiantes, justicia para los sometidos y los explotados por un poder falaz y culposo que se aprovecha de los más inocentes, y libertad para todos, honestos y deshonestos, nobles y villanos. Un solo y mismo trato, hermanos. 

Los humanotes

Los sosos han triunfado, los fofos reinan: todo en ellos es reacción y, además, reactiva, pues no hay en ellos nada activo, mucho menos sus reacciones, ya que de acciones que haya que considerar como tales carecen --carecen de acciones nacidas en sí mismos que no deban nada a nadie. Pero es que les va la vida en el intento, pues son incapaces de subsistir en un medio que ellos consideran cruel, o sea, fuerte, noble y activo: su fuerza es, evidentemente, el no ellos y no hay nada de particular en que entiendan que ellos o nosotros y el nosotros sea el no ellos --¿quién puede achacarles que para ellos sea una cuestión personal si solamente respiran en un ambiente que ellos llaman humano, o sea, blandengue, mullido y bobo? Es esta parte de la humanidad que no puede convivir con la otra, porque según ella su sola presencia le sume en la inhumanidad, la violencia y el odio, y la pobre no tiene más remedio que luchar, o sea reaccionar débil, vil y reactivamente: en realidad es el instinto de conservación, aunque más sutil, más refinado, más taimado, más culto, el que le lanza a la guerra --una guerra humana desde luego en la que los malos, o sea los inhumanos en cualquiera de sus manifestaciones, son siempre los otros. ¿Quiénes? Para el caso que nos ocupa y quizás en general los bravos --pero, tranquilos, los mansos han tomado cartas en el asunto y avanzan como una enorme quejumbre que no nos acusará sin a la vez salvarnos: nos señalan con el dedo y nos rescatan, incluso contra nuestra voluntad y desde luego en nuestra más fatal inocencia, de nuestra falta de cabeza y de corazón. De modo que no es una cuestión de catalanes o españoles, que es como en la actualidad algunos llaman a los castellanos, sino de todos los humanotes alzados en pacíficas y violentas armas que pueblan -y despueblan- la descuartizada e irrompible piel de toro y para los cuales su conservación pasa inevitablemente por la falta de conservación de los demás: es lógico que nos maten a todos de aburrimiento y, cuando ya no tengan a nadie contra el que reaccionar, o sea contra el que vivir, mueran de no poder aburrir a nadie más porque ya han agotado todas sus fuentes de energía. Será de norte a sur y de este a oeste un país sin toros, o sea sin lobos, pero lleno de ovejas, algún que otro carnero con el que escarmentar de vez en cuando al rebaño y pastores, muchos pastores, pastores por todas partes: pastores laicos que quizás hagan buenos a los religiosos, pues lo que unos no prohibieron lo harán sin duda los otros, a los que también aburrirán por ser los últimos, aunque remotos, parientes de los romanos: los pastores de los cuerpos enzarzados con los de las almas por ver quién domina más y mejor el negocio del aburrimiento. No cabe duda que, unos antes y otros después, todos descansaremos en paz: afortunadamente para ellos, nosotros seremos los últimos, claro.

¿La historia continúa?

Una primera percepción nos llevaría a escribir: "ahora que habíamos dejado de ser cristianos, los otros pretenden que empecemos a ser islámicos" --pero quizá fuera el discurso del miedo. Pero gracias a una segunda escribimos: "ahora que empezábamos a ser científicos, los mismos pretenden que volvamos a ser religiosos". Al parecer la historia continúa, las guerras de religión regresan, las identidades religiosas sobreviven, la poderosa religión vuelve: fantasmas y más fantasmas de aquel viejo y medroso discurso. Pero ¿a quién beneficia una población de cabezas cerradas y corazones huecos? El amor del criado al amo, sí, pero también la necesidad del amo de tener un criado: un anacronismo, en fin --en medio de una época en la que ya todos somos y seremos siempre marcianos.

La política no es necesaria

La nueva humanidad ha triunfado, siempre hay medios para hacerlo --aunque pocos lo dirían: porque ¿quién pagó el rescate? Todo el mundo lo tiene delante de sus narices, pero es como si nadie lo viera: hace falta valor, en cualquier caso. Pero, dentro de lo que cabe por supuesto, todos están contentos y satisfechos: el bien tiene extraños caminos, caminos que justifican el que haya que tomarlos de noche. No siempre el sol es el mejor revelador de los secretos, a veces lo es en cambio la luna. Para salvar la libertad y la vida hay que tratar con quienes las amenazan: los piratas no acaban de nacer hace un instante y, una vez que actúan, sobreviven siempre o casi siempre, pues la buena voluntad les alimenta de continuo --es decir, la sumisión al miedo, el temor a la pérdida. Es demasiado precioso lo que tienen entre manos, lo que agarran por el cuello, aquello con lo que juegan: los rehenes. ¿Quién arriesgaría este tesoro? La muerte es un escándalo, mayor si cabe que la esclavitud, y el camino es la negociación con el mal que la utiliza como arma, no hay duda. Pero el fin es bueno, aunque el medio es un secreto que corre de boca en boca, un mal camino en la noche que conduce a un día feliz para todos: piratas, marineros, políticos, armadores, periodistas, ministros, incluso el presidente y tal vez el rey. El sol de la nueva humanidad y la luna de la vieja. La nueva humanidad, guiada por los mejores deseos, no aguanta un conflicto: aún más, un conflicto provocaría el caos y la revolución, o sea, la revuelta general contra los inhumanos que la gobiernan --porque siempre hay inhumanos entre nosotros, o sea, siempre hay otros enmascarados de humanos: la comunidad ha de estar en guardia. La ley que rige al Estado es el amor, no la guerra: políticamente está todo decidido. La política no es necesaria. 

Llamamos hombre

Llamamos hombre al hijo recién nacido de la propia creencia en la nada que ha descubierto detrás de la demasiado obvia existencia de Dios -el Dios que la ocultaba como la tapadera el vacío- en el que creía con una fe superior a la que podía depositar en su propia vida -vida de una criatura a la que le es imposible responder de sí misma-: por este motivo el hombre vive como si no muriera, como si no hubiera muerte, ni vida, ni nada, pues la nada ya habita en él, en su tierra y en su carne, en su sangre y en su materia, desde el día en que explotara a la existencia tras la pérdida irreparable de la creencia en su Dios y la súbita e irresistible aparición de la nada en la que antaño no creía porque su Creador la velaba y hacía desaparecer tras su aplastante existencia, y ningún esfuerzo mereciera de verdad la pena porque todo está decidido de antemano y el resultado es siempre idéntico e invariable: nada, en el cielo y en la tierra, en los mares y en las estrellas, porque él es aún y para siempre lo que ya no podrá dejar de ser nunca más: el animal que es el que cree y lo que cree que es --el hijo del sentimiento cuyo pensamiento aborta, un no nacido para la razón pero para la reflexión muerto y bien muerto, alguien sin el valor necesario y suficiente para convencerse y creer en el sujeto de su vieja fe: no él sino el uno que elimina el cero, porque él es nadie, o sea, lo que es creer en él y no en el otro, el que respondía de él y por él mismo, y mucho más cuando ya es huérfano y, haga lo que haga, todo es inútil porque es imposible que pueda dar cuenta de sí mismo, cerrar la brecha en la que surge, lo constituye y da fe de él. Una mezcla prácticamente insuperable de desprecio a la vida y miedo a la muerte le ha parido, mejor dicho, una combinación casi perfecta de rechazo a lo que para él no es muy distinto a la muerte y temor a la nada que no le aguarda simplemente más allá de la vida, porque es su propiedad inalienable y más característica, la forma que encierra el fondo oscuro e insobornable de su naturaleza, el espacio íntimo y personal de una vida humana, la nada de nadie. El desprecio a la muerte, porque hay valores más importantes que el de la mera vida, por ejemplo el amor a la libertad y el peligro y el riesgo que afronta el que la ama o, simplemente, el deseo de una vida distinta aunque quizá no nueva, no es de esta civilización, ni de este tiempo cuyo rey es el hombre, o sea, don nadie, y el trono está vacío porque lo ocupa un muerto, pero permanece ahí en pie en los caminos y aún no han nacido los hombres que lo destruirían simplemente a su paso, o sea, los hombres antes de volver a ser definitivamente ellos mismos, plurales y únicos, múltiples y distintos, que desean medirse consigo mismos, comprobar quiénes son, labrar su estatura, conquistar su nombre, levantar su casa, y no deber nada a nadie, porque no son nadie y no les espera nada ni después de la vida ni antes de la muerte: tan sólo su vida y su memoria, su singularidad y su historia, su muerte y su leyenda --y el mundo, un pedazo más o menos soleado de hierba y roca, al que volver a vivir atravesando el círculo al que parecían condenados por medio de una línea de ruptura que los compone de nuevo con una vieja y rara consistencia: los hombres o los también llamados los que nacen y mueren infinidad de veces, los hombres o los que caminan con la casa a cuestas y también podrían ser llamados los que caminan con la casa a cuestas... 

El dinero no puede

El dinero no puede con el juego (y, en general, el gobierno con los jugadores), pero no es el azar el que lo conduce a la impotencia sino el que no mantenga con el azar la relación que en cambio mantiene el jugador: una relación de amor que quizá desprecia y de la que sin duda está en la ausencia y la ignorancia el que apuesta por el dinero. Los que apuestan no son los mismos que los que juegan, ni siquiera son exactamente espectadores: son los que evalúan a los jugadores no tanto por su valor como por su precio y, acaso confundiendo uno y otro, deciden por quién jugarse el dinero, que indistintamente como medio y como fin es para los apostantes lo mismo que el éxito. Pero prescinden casi por completo de lo que es privativo del juego: el azar, la suerte y, por supuesto, el deseo, la capacidad de afirmación e implicación en él y con él --el no tener más capital que el del juego, ni más patrimonio que el de ser un jugador, ni más salario que el de jugar. En otras palabras, el hambre y una saciedad que nadie alcanza sino con un nuevo y más grande apetito, con una nueva y más fuerte necesidad de ponerse a jugar, de vestirse de jugador, de ofrecerse al juego como a la prueba que le revelará quién es realmente él, cuál es su amor, cuál su destino, cuál su felicidad --o su desgracia. Deseo de seguir el juego, de continuar la aventura, de proseguir la suerte --recién descubierto el reino de la casualidad, rendirse a él en cuerpo y alma, y actuar sin malicia, inocentemente, como un jugador, un chaval, un crío. Porque es una fortuna que las cosas sean como son: un puro juego de azar al que hasta los apostantes han de aprender a jugar más allá del cálculo de probabilidades, cuando salta la sorpresa y aparece de pronto la verdadera naturaleza de lo que nos traemos entre manos.

Lo que no se pilla es la honradez

Señores corruptos, o sea, señores políticos: un ciudadano les ruega encarecidamente que, en todo lo que no se trate del poder, no se guíen única y exclusivamente por el poder, sino por otra cosa --aunque quizá no sepan muy bien de qué se trata. Porque ¿de qué otra cosa que no sea el poder se puede hablar en todo caso? ¿Acaso de la libertad? ¿Tal vez de la justicia? ¿Quizá de la verdad? El poder es una realidad que se cierne sobre todas las cosas, de modo que las cosas se han de acomodar e incluso arrastrar detrás de él de ser preciso, pues si se alzasen por sí mismas podrían chocar contra él y provocar la caída del sistema, que no es tan fuerte y resistente como se cree: un golpecito aquí, un poco de verdad más allá, y el pobre se va al suelo mientras las cosas, descontroladas, se echan a rodar amenazando incluso su propia existencia, la libertad frente a la seguridad por poner un ejemplo, no sólo el marco que encuadra una tras otra a la totalidad. Porque ¿qué se puede esperar de una libertad que se encuentra sola y puede por tanto campar a sus anchas? Posiblemente la destrucción, legalmente el crimen y socialmente el caos --además de políticamente la revolución, o sea, la no política, la no corrupción: ¿o acaso no se ha conducido con indudable éxito lo diferente hacia el espectro ciertamente fantástico de la barbarie y el salvajismo, el horror de la mente y el temor del poder a la realidad, el miedo a este preso al que se ha de vigilar muy de cerca porque en cualquier momento se puede dar cuenta de que no vive en libertad a pesar de que se le permite casi todo: por seguir con los ejemplos, hablar sin cese, el sexo sin contemplaciones, aunque también se le advierte de los riesgos de ser él y nadie más que él, o sea, un desconocido que se halla por hacer? Pero no se aproximará el peligro a las inmediaciones del sistema por medio del lenguaje por el lenguaje o el sexo por el sexo, sino al contrario: no puede haber mejores aliados que los que se confunden con el enemigo de tal modo, que se sirven de él sin tener que recurrir al empleo de la pura fuerza como con los amigos. En cualquier caso la última palabra se encuentra en manos de la justicia, porque el poder se halla muy repartido, la corrupción también, y de algún modo se ha de llevar el control del modelo, que al fin y al cabo es de lo que se trata: una libertad que se desata de pronto y una verdad que al fin se asoma más allá del escenario, pero ¿y una justicia que no captura a aquella parte del poder que se salta el control derivado de su propio sistema? Ciertamente, tampoco se puede desear el dinero por sí solo, pues antes que nada se trata de mirar por el poder según el cual todas las cosas se ajustan como se deben ajustar a su principio para el equilibrio y la estabilidad de un conjunto con cuya conservación quizá no se soluciona nada pero, entre simulacro y simulacro, se mantiene el dominio de la situación y un lugar superior y externo a las cosas desde el que gobernarlas, someterlas y ordenarlas al fin esencial del poder, que es él y después lo otro, su sostén particular como objetivo y la sujeción general como resultado, porque en realidad la disminución de verdad, libertad y justicia en el sistema es un dato meramente secundario. De modo que, en un sentido amplio, la corrupción quizá no es más que la extraña necesidad de lo que se podría llamar la militarización de la verdad, la politización de la justicia y la estatalización de la libertad: se coge cada una de estas cosas y se las pone todas juntas al servicio del dinero. ¿Del dinero? Del poder: porque la corrupción es el dinero del poder --se atrapa el dinero y se lo pasa de un lugar a otro hasta que ya no se mueve más, o sea, se queda tan quieto como debiera. Se trata de un éxito más, aunque esta vez quizás inesperado y peligroso, de los aparatos de captura: se trata, en fin, del descontrol que se halla implícito en el dinero. La corrupción o el dinero del poder, el poder del dinero, el dinero del dinero, el poder del poder: la corrupción o se pilla todo lo que se puede --y lo que no se puede es la honradez, la limpieza y la integridad.

La hora de la libertad no es una fiesta

La hora de la libertad es una hora grave, de una tremenda responsabilidad, de una seriedad inmensa, que impone: es, junto a la de la muerte, la hora de todas las horas, la del nacimiento a la vida con todos sus peligros, incertidumbres y amenazas. Una hora dichosa, pero dramática: ¿qué ocurrirá? ¿Será un alumbramiento feliz para la madre y para el hijo? ¿Ya estará el padre a la altura? Y además hay que hallarse preparado para el día siguiente, y para el siguiente. No puede ser un acto sin consecuencias, meramente simbólico y, por otra parte, ficticio: alegría sin lágrimas, risas sin dolor --pero también sufrimiento sin parto, aborto con desesperación. Una frustración más. Un simulacro. La hora de la libertad no es una fiesta, un juego ni una verbena a rebosar de inconscientes que no quieren parir un nuevo ser sufriendo como las mujeres sino conservar al mismo viejo resabiado de siempre protestando que alguien no les permite divertirse como si fueran chiquillos. Es la manera que estos hombres tienen de engendrar lo que ha de nacer y ser su hijo, encargado en una noche de embriagador sentimiento y embriagada razón para los días que quedan: un proceso realmente descorazonador para todo aquél que deseara nacer de verdad a la libertad y morir también de veras para la democracia en la que la libertad sobrevive enclavada en la prohibición, el temor y la sumisión al poder de guardia. Porque después de la embriaguez viene la reseca y uno no está ni para ponerse de pie, que es por donde hay que empezar, desde luego: por ahí y por vestirse los pantalones por los pies, respirar por el hueco de la nariz y no por la herida de la boca y, sobre todo, renunciar al cargo y los oropeles --lo demás es pegar otra patada en el culo al prójimo y gastar el día anterior, importantísimo, en ensayarla. O sea, en repetir una vez más la bronca, el lío y el alboroto.

Los delitos invisibles

No es noticia fresca que la población se halla sometida al chantaje emocional tras el que avanzan los más astutos criminales disfrazados de bellas personas preocupadas por el bien del prójimo: ¿quién se atrevería a resistirse ante semejantes hipócritas ejemplares? La salud de los fumadores, el bienestar de los parados, la libertad de los jóvenes, la igualdad de las mujeres, el futuro de los niños, la dignidad de los consumidores, el socorro de los débiles: con una buena causa a mano se puede lograr una fortuna, iniciar una guerra, ocupar un gobierno y, en fin, hacerse con un nombre y una fama. La población se lo cree porque no puede sustraerse a un chantaje que protagonizan con el corazón los triunfadores: ¿cuándo se ha visto que estos señores sean unos criminales tan maquiavélicos, que sus delitos queden impunes? Y es que se trata de los delitos invisibles, las causas blancas, los fines transparentes, con la particularidad de que el tipo que se entrega a su servicio tiene garantizado el poder: por ejemplo, el dinero. ¿Qué reprochar al que se suma incluso en un principio de buena fe o fe ignorante a este movimiento exitoso imparable? Posiblemente no haya sentimiento, o sea, resentimiento en la que se ha adjudicado últimamente entre nosotros el papel de madre coraje, sino tan sólo un aprovechamiento de las oportunidades que le ofrece el sistema, un cálculo de intereses riguroso y un afán de ganancias no sólo legal y legítimo sino además común, universal y extenso como una mancha de aceite cuya fuente no deja de verter como si se tratara de un río de oro negro sin fin y sin principio. La que fuera esposa y madre de la primera de las hijas del torero de las bragas de esparto se ha hecho un sitio en la sociedad a base de defender a todas horas a la niña: pero ¿cuándo dejará en paz a la chiquilla y concluirá la guerra con que se enriquece a costa del que fue su breve y por fin silencioso marido? Evidentemente, motivos más económicos que sentimentales se lo impiden; pero es que la plaza del pueblo resulta un lugar muy rentable para los medios que se han adueñado de un espacio que ayer fuera de todos y en la actualidad controlan casi exclusivamente -por medio de exclusivas y sin ser exclusivos para nada, para mayor burla y escarnio del festejo-, y la avaricia de unos alimenta la de los otros en una especie de círculo vicioso de la virtud pública empujada por la creación natural o forzada del inevitable conflicto. Quizá no se pueda olvidar, sin embargo, que el dinero y, en general, el poder tiene la capacidad de arrastre suficiente para conducirnos a todos al vacío más ordinario y profundo, porque a pesar de lo que se cree el dinero no está solo sino que más tarde o más temprano se encuentra siempre con él el solitario que lo ha ganado dejándose según él la piel en el camino: al final el poder es la nada, este poder soberano e impotente, cuando ya no se cree ni se puede creer en el noble objetivo del bien de la niña. ¿Qué pasará en el inmediato futuro? Aparentemente nada, o sea, lo mismo que en el presente; pero quizá se abra un agujero que acabe tragándose a la cándida, pícara y desdichada cieguita de nuestra población sujeta a la pantalla. La pobre carece del dinero y el poder necesarios para mantenerse flotando continuamente sobre el vacío como una poderosa e imponente atracción de feria y, sin tales cantidades de materia y energía, nadie se puede permitir el lujo de prohibir esta o aquella libertad a unos u otros en nombre del más alto propósito de la conservación de la gran familia del circo de las buenas personas, altruistas y desinteresadas, con sus cuerpos huecos y sus mentes planas. Vivimos en medio de la espectacular economía de la miseria.

Divino de los pobres

Si juzgó a Pinochet, ¿cómo no juzgar a Franco, que al fin y al cabo es de entre todos los dictadores el suyo o al menos el más cercano? Esta es la prueba de la verdad de Marte, el dios que somete a juicio a la guerra, pues ninguna guerra le es ajena ni extraña: ¿cómo lo iba a ser la suya propia? Este es el flanco por el que desfallecería su ética y su estética y por el que podía atacarle con éxito su conciencia, el único juez ante el que responde. O casi el único: Júpiter le ha llamado al orden. Marte, hijo mío, tu intención es buena; pero te has excedido en tus funciones, te has pasado de la raya, para ser más preciso: la competencia en ciertos asuntos es exclusivamente mía, qué te crees; yo los juzgo o los dejo de juzgar según me plazca. El placer, o sea, el poder es mío: tú, hijo mío, no olvides que eres un subalterno. Puedes dormir con la conciencia tranquila, incluso con la fama satisfecha; porque aunque algunos sostengan con hiriente chulería que los verdaderamente malos son los perdedores -es su temor a la derrota, la desconfianza en sus propias fuerzas y, en suma, su pobreza en todos los sentidos la que, sin eximentes de ningún tipo, les arrastra al crimen-, en verdad los malos son los vencedores a causa de una evidente cuestión de poderío: el poder de los otros, sin duda nuestros enemigos, no es bueno, hijo mío; tú bien lo aprendiste, Marte, de pequeño. De modo que deja de fastidiar a tu padre y no hagas más el niño, que ya no eres un jovencito y, por más años que cumplas, no ocuparás el lugar más elevado: Júpiter es el rey del Olimpo. Reflexiona y seguirás siendo uno de sus virreyes. Eres libre, yo te absuelvo; pero prueba de tu propia medicina y no cometas de nuevo los mismos errores: ¡eres capaz de intentar resarcirte a ti mismo ahora que, además de vengador justiciero, eres reivindicativa víctima! Pero no olvides que lo que ha hecho Júpiter contigo es salvarte y recuerda que, como hombre, no eres tan humano como tus amigos: quizá más, sin duda más; pero poderoso, institucional y, en cierto modo, divino. Divino de los pobres, pero divino al fin y al cabo. Aún más lo serías si comprendieras que los ricos también lloran, chico, y no sólo por este motivo han de estar sometidos para bien o para mal a nuestro gobierno.

Los integristas: sin faldas y a lo loco

Los chicos con los chicos y las chicas con las chicas: ellas con faldas y, además, largas; y ellos con pantalones, no por supuesto cortos. El pantalón hace al hombre y la falda a la mujer, pero ambas prendas han de ser igualmente extensas: las piernas desnudas, incluso las de los varones, con sus nalgas y pantorrillas al aire, son de una intensidad malvada, endemoniada --quizá, sobre todo, por infantil. En realidad los hombres y las mujeres son unos animales vestidos, tapados, cubiertos por un velo de autoridad, sumisión y silencio que no sólo afecta al cuerpo sino, a través de esta estúpida y perversa afección, al nacimiento del alma en su seno, es decir, al efecto del encarcelamiento del cuerpo que crece abombado hacia el interior de faldas y pantalones: o sea, el espíritu que hace de un chico un hombre y de una chica una mujer, y les hace internos, ocultos, secretos como la enfermedad, el miedo, la angustia o el abandono. El espíritu es, claro, el de la ropa en cuestión, uno para los chicos y otro para las chicas y, para los dos, fundamentalmente el mismo: taparse, por Dios, taparse. ¿Qué ocurrirá el día en que ellas quieran vestir la minifalda y algunos de ellos también? El tiempo de la desnudez avanza: ¿lo pararán los simples y los malvados? Los integristas son unos tipos que van sin faldas, pero igualmente a lo loco --y los únicos que les apoyan son las integristas que caminan detrás de ellos animándoles a que sigan desbrozando la misma senda cerrada y obtusa: dos más dos suman cuatro; quien no dijo cuatro, latigazo, zas. La semejanza entre unos y otras va más allá de los pantalones y las faldas: está íntegramente situada en la más malvada de las simplezas y la más simple de las maldades --los pobrecitos todavía no han visto nada.

Vergüenza de que la crítica política sea la sexual

¿A quién le importa el César y si jode y con quién lo hace? Al Papa y sus hijos laicos y republicanos: pues bien, jode y con quien le place, no como los que ni siquiera pueden querer follar porque el sexo es malo y, si aún lo quieren y aún lo hacen, han de hacerlo a escondidas y como si no lo hicieran ni lo quisieran, pues no hay que querer el mal, o sea, siempre habrán de negarlo y desmentirlo --pues son, efectivamente, unos negados de su santo padre. Pero, claro, hacen el amor con sus esposas y en nombre de la perpetuación de la especie o incluso de la salud y conservación de la pareja, pero jamás por buscar el placer o arrebatados por la pasión y el deseo: de dos en dos, por los dos o por un tercero que está por venir, pero nunca de seis en seis y porque les sale del cuerpo del que follar es el alma. El César es político, pero para el Papa la política es el sexo: quién jode, cómo y con quién, por qué y para qué lo hace. No hay nada como la negación del sexo, pero si no hay más remedio que follar hay que controlarlo como si su practicante fuera un malvado: o sea, hay que fastidiar al follador, hay que joder al mundo, porque el mundo está lleno de cuerpos que hacen lo que les sale y les gusta y lo aman. El Papa y cualquiera de sus hijos políticos y naturales montan su poder sobre el sexo y siempre con la idea de joder al prójimo en lo que el prójimo tiene precisamente de intocable y es sin embargo atacado como si fuera realmente vulnerable: un ataque en el que nadie cree y que no importa a nadie, pues es como pelearse con el aire. Si a estas alturas el hijo rivaliza con el padre, ¡qué le vamos a hacer! Realmente es su problema, aunque los demás tengamos que asistir a la anacrónica pelea sorprendidos e incluso estupefactos: ¡el César folla, fijaos, y los hombres y mujeres del siglo XXI hacen el amor sin preocuparse de los montajes papales y similares sobre el sexo! Lástima que los políticos sean todavía de otra era y por el poder sean capaces de no salir aún de la Edad Media, la Moderna ni la Contemporánea: ¿acaso ignoran que hay vida, y poder, después de después de Cristo? Pues bien, todavía hacen la política de los negados y los hipócritas sexuales: una vergüenza que la crítica política sea la sexual incluso en un caso en que no hay César ni nada.

La creación de la verdad

A veces la creación de la verdad conduce lejos: arrastra a la comisión de un crimen, pero nadie puede tachar al creador de falso y mentiroso. No sólo ha buscado la verdad, sino que por si acaso no la encontraba la ha fabricado con entera libertad y ha sido el primero en dar la noticia de lo que todos creen es ajeno a la voluntad periodística e incluso no creado por mano alguna. Pero el asesino ha enseñado al mundo que la verdad es una creación televisiva por la que a veces hay que mancharse de sangre las manos: quizá no es un precio a pagar tan elevado por demostrar que la verdad no es obra de los dioses sino que pertenece a los hombres en exclusiva. Nunca como en esta ocasión el periodismo ha sido el portavoz de la verdad sin ayuda de fuera, pues no ha necesitado más que sus solos y propios medios: él lo ha hecho todo, el acontecimiento y la noticia, y al menos por una vez ha podido prescindir de todos los personajes que contribuyen junto a él a la creación de las verdades de la gente: desciende el descenso del paro, el hijo de la tonadillera enamora a las mujeres, la crisis remite, Europa es una, las tropas españolas desplegadas en el extranjero hacen el amor en vez de la guerra... Disculpen por favor la humorada, pero es que hemos bajado al infierno de este trágico suceso por el cual el periodista es a la vez el continente y el contenido de nuestro noticiero: nadie como él ha llegado a ser tan uno con la verdad. Y la verdad tan idéntica a él mismo: tanto, que es quizá el primer ejemplo auténtico y real de periodismo independiente y dueño de sí mismo.

Tan raro como un hombre libre

El personaje oculta al hombre, que en el fondo es un niño con un gran público a su alrededor: unos le aman y otros le odian, pero no deja indiferente a nadie. Seguramente con él el fascismo y el comunismo, por enlazar ambos extremos, serían otra cosa; pero para unos es lo otro y para otros es lo uno: en lo que ambos bandos estarían de acuerdo es en aplicarle la supuesta descalificación de anarquista: una doctrina que le cuadra tanto como al cristo y al buda las suyas propias. Pero el personaje tampoco nos lega un movimiento, el dragonismo o cosa parecida, sino que sigue el de todos los hombres que son y han sido libres: diferentes, imprevisibles, únicos, sorprendentes. Y solitarios, lejanos, forasteros, pero con una casa abierta en cada lugar en que reina la libertad, que es una república sin presidentes ni ciudadanos, generales ni soldados, porque es el reino sin corona de los guerreros que la conquistan y, una vez conquistada, la vuelven a conquistar, porque siempre está un poco más allá, exactamente un poco más afuera. Hombres que no son dueños más que de sus zapatos, hombres que carecen de posaderas, hombres que viajan sin moverse, piensen, señores, piensen: hombres que son quienes son o no son nada y, encima, escriben, porque si no escribieran -si no leyeran- morirían de la peor muerte conocida, de la muerte en vida. Pero Dragó vive y vivirá por largos años -una mala manera de medir la vida-, y cuando por fin nos deje no será ya otro como lo hubiera sido de dejar de escribir mientras vivía, sino que será una vez más el mismo de siempre más allá del amor que le profesa el pueblo, la provación que causa entre los esclavos -tanto jefes como subordinados- y las polémicas que suscita entre quienes no saben con quién pelean. Porque ¿quién es Dragó? ¿Un fantasma? ¿Un héroe? ¿Un villano? ¿O acaso un fenómeno? Dragó es la encarnación de la fe, el entusiasmo, la pasión y el deseo: mejor dicho, Dragó es el que cree, el que afirma, el que ama. Dragó es un hombre libre que es un hombre porque es libre y es libre porque es un hombre. Qué tiempos los nuestros en los que un hombre libre es tan raro... y tan normal un borrego.