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Vivo en un vídeo clip

Michael Jackson no ha muerto; lo hizo a una edad indefinida hace casi medio siglo y esta primera muerte fue premonitoria de lo que luego sería su vida: la muerte a través de la cual nacería de verdad a una nueva vida y sería en cierto modo el verdadero padre de sí mismo, fuera cual fuese el resultado siempre incierto de su amor con la mujer que él también era y no tenía nada que ver con el tipo de sexualidad que prefería; fue mujer para ser engendrado y parir en él mismo como una nueva naturaleza casi inaudita. Un Michael Jackson es desde entonces un ser virtual carente de sexo, edad, color, salud e incluso vida, que ha de entregar su existencia a la pira de la virtualidad en la que enciende su máscara, o sea, su persona: la base de todas sus operaciones, el material primario a partir del cual elabora todas sus transformaciones, en especial la que hace de él un ser de otra dimensión, no tanto un artista como a través del arte de la música y el baile que a él lo llena un brillante y espectacular muñeco de cuerda de la nueva era tecnológica subsidiario de la humanidad que es su carne como para un fabricante de hamburguesas también lo sería. Pero no hay nada vulgar en un ser de la virtualidad de Michael Jackson, pues a pesar de ser perseguido por la típica basura que muchos de los tipos virtualmente inconscientes que dominan por mayoría la realidad arrojan a la cola de las estrellas divergentes como su al parecer ineludible carga de destino el único Michael Jackson real, vivo y existente es un cristal frágil, pero irrompible, al que la oscuridad repentina de la muerte le devuelve el valor de la extraordinaria luz que refleja a través de su vida forjada en el reino del mayor espectáculo del mundo del que fue cliente, cobaya y rey, y que abarcó en cuerpo y alma toda su existencia, pues no hubo en él separación entre lo físico y lo psíquico, lo público y lo privado, lo real y lo imaginario. Extraño juego de relevos el que al final tuvo lugar entre la negritud y la blancura o los polos opuestos confundidos y alternándose sin solución de continuidad alguna: una imagen que quiso ser por completo realidad y una realidad que no pudo ser del todo imagen, y la misma naturaleza de fondo lograda a través de la muerte virtual y la vida real de un ex humano que al parecer fue un hombre bueno, quizás un poco más sensible o tal vez un poco más inteligente que el resto, pero un hombre bueno como tantos otros que sin embargo vivió y murió como muy pocos de ellos. Ah, y lo olvidaba: cantaba como un ángel negro, bailaba como un demonio blanco, y aún hace ambas cosas como nadie. Porque Michael Jackson no ha muerto; vive en el mismo vídeo clip en que ha vivido siempre.

La bomba popular

Se han detectado fuertes explosiones de la bomba popular en pleno centro de Teherán. El presidente de la república lo desmiente: "se trata de pequeños movimientos antislámicos promovidos por Occidente perfectamente neutralizables por nuestra revolución", asegura. Mientras se extienden las detonaciones por todo el país, el pueblo teme el empleo de la bomba nuclear por parte del régimen y afirma: "todo se solucionará sin derramamiento de sangre, pero con el fin del gobierno de la opresión y la mentira y el fraude. El presidente ha de elegir: o lo popular o lo nuclear. Y deseamos que no se equivoque de nuevo". Hombres y mujeres, estudiantes y trabajadores, jóvenes y viejos continúan estallando en las calles de la capital de Irán a pesar de que entre sus filas se cuenta un número cada vez mayor de heridos y muertos: "la muerte no nos parará", declaran los manifestantes, ""solamente nos detendrá la vida, la verdad y la libertad". La bomba popular es una explosión de paz y amor y es una paradoja que no se entiende desde las altas instancias del poder: "lo único cierto", destaca su portavoz, ""es que con estas algaradas se pretende la caída de la revolución y el regreso de los reaccionarios, cosa que no sucederá. La revolución islámica se halla por encima de todo y, si hay que utilizar el arma nuclear contra los pérfidos enemigos que engañan a nuestro pueblo, se utilizará con energía y sin miedo". Pero aún nos hallamos en condiciones de revelar que la bomba popular no se ha desactivado a pesar de tales amenazas, la rebelión del pueblo convertido en una perfecta máquina libertadora continúa en marcha: se oyen disparos cada vez más cerca, pero seguimos informando. Es cierto que la prensa forma parte de esta gran máquina y la censura e incluso la eliminación física del periodista se contempla como una de las más peligrosas operaciones con que el sistema puede impedir o al menos estropear su suave y poderoso funcionamiento, pero también el silencio estalla y desde luego no es la explosión más importante que se produce en el país. Porque en Irán, por fin, se vive y, por más que se mate o se muera por culpa de los conservadores o de los reformistas, se vivirá cada vez más. Sí o sí: he ahí la alternativa de la bomba del pueblo. Continúen a la espera de próximas informaciones. Muchas gracias.

La misma política pero al revés

Del mismo modo que el izquierdismo es un derechismo al revés y el socialismo es un capitalismo al contrario, el innombrable (su sola mención acarrea la expulsión de la santa madre iglesia progresista con el consiguiente envío del pecador a los infiernos de la maldita secta reaccionaria) es un machismo a la inversa: de todos modos es difícil entender cómo en democracia puede legislarse desde el sexismo, cómo puede promulgarse una legislación especial en función del sexo --uno, negativo, sospechoso de cometer y acaso disfrutar todas las violencias y crímenes, el cazador, el verdugho, el culpable, el reo, una potencia maligna, el demonio del sexo opuesto y bien que opuesto; otro, positivo, pero que sufre todos los males y desgracias, a veces en silencio, la víctima, la presa, el inocente que necesita de un defensor y un justiciero. Porque la razón de este comportamiento, el error que promueve, el prejuicio del que nace y vive, es pensar que el uno es el fuerte y el otro el débil, y el fuerte es malo y el débil bueno, cuando en realidad es justo al revés -un revés que en esta falsa teoría es el derecho-: el que es malo, es porque es débil, y cuanto más débil peor, sin que la debilidad le sirva por supuesto de defensa --cuando uno está débil lo que debe hacer es pasar de largo, no actuar y aún menos reaccionar: porque no hay un sexo fuerte ni otro débil, ni siquiera hay un sexo. La política es más o menos la misma de siempre aunque al revés: dar toda la fuerza posible, sea bueno o malo hacerlo, a uno de los sexos frente al otro, que será el que en cada ocasión nos sirva y beneficie más y mejor, crear una especie de delegado propio en el enfrentamiento suscitado entre ellos, y lograr por fin con unas maniobras u otras que el gobierno domine al individuo subsumida su personalidad bajo el sexo con el que ha surgido a la vida como identidad que planea y recae de una u otra manera sobre él, positivo o negativo lo mismo da, en todo caso más cargado de significación que él mismo. Ambición de poder y no anhelo de justicia, pero quizá también la mala conciencia de unos legisladores que quizás han pensado más de una vez que la diferencia entre los sexos representa la superioridad de uno sobre otro, la dominación de uno y la subordinación del otro, a pesar de que la realidad lo haya desmentido siempre: evidentemente, el poder es más fuerte que cualquier otra cosa --las mujeres, por ejemplo, desean tanto y de tal modo, son tan dueñas del deseo, su desear es tan suyo y potente, confían de tal modo en él, que son capaces de pasar por lo que sea con tal de conservarlo (la mujer en la historia es la que conserva el deseo y lo mantiene por encima de la ley), de modo que al final hacen siempre lo que quieren, conducen al triunfo a su voluntad: cosa muy distinta, sin embargo, es que sean felices queriendo lo que quieren y eligiendo lo que eligen, pues desgraciadamente a la realidad no la crea lo bastante el deseo, la mujer no es tan realizadora como algunos deseamos).

El régimen de la izquierda

En Europa no hay izquierda, precisamente por ser la que hay demasiado europea; la izquierda que hay está en Lationamérica: la pasión de Europa es la libertad, pero no la igualdad, que entre nosotros es un fuego apagado, un recuerdo cada vez más antiguo y olvidado, un viejo que incluso en un rincón nos incomoda: ¡quiénes fuisteis ayer y quiénes sois en el presente! Un mar de libertad ha caído sobre lo que hace apenas nada era la antorcha que iluminaba a la humanidad. Pero la prueba de fuego de la izquierda es la igualdad, pues entiende que la libertad es siempre más la de quien tiene más poder que la de quien tiene menos --en este sentido no hay igualdad más completa que la impotencia, la falta de deseo, porque, repetimos, cuando el sistema gira en torno al que hace lo que quiere resulta evidente que el que puede más hace más lo que quiere que el que apenas puede: igualar a uno y otro en un punto medio que no represente ni el hambre ni la saciedad es lo que intenta la izquierda. La izquierda lucha por la igualdad -y contra la desigualdad-, a favor de la pobreza -y contra la riqueza-, y, en general, en contra de toda clase de diferencias políticas, económicas, sociales e incluso individuales, a las que quizás agrupa indistintamente en el marco de la diferencia como clase en vez de la identidad como sociedad y como nación. Los ideales u objetivos de la izquierda son, por este motivo, la unidad, la uniformidad y la homogeneidad, y para realizarlos precisa de toda la fuerza del Estado: nadie, sería su lema, más fuerte que el Estado, nadie con más dinero que él, el dinero es el rey pero el rey del rey es el Estado, el Estado patrón, el modelo de la ciudadanía, el origen y el destino de la revolución. El fin no es por supuesto que las riquezas y los privilegios los tenga el Estado, pero no puede ocurrir de otra manera: él asegura que no los haya entre los ciudadanos, unos más y otros menos con las consiguientes pugnas y rivalidades entre ambos -movimientos negativos de un deseo insatisfecho-, mientras llega la sociedad perfecta en la que ya no haya necesidad de un patrón que vele por la conformidad y concordancia entre trabajadores libres e iguales. Naturalmente, en el fondo más activo de la izquierda hay cierta envidia e inquina por lo que difiere a la gran manera -y lástima y pena por lo que lo hace al modo contratrio: el derecho y el revés de una misma herida-, y son estos mismos sentimientos los que funcionan como motores de su actividad política y de su apuesta por los pobres y contra los ricos: en sus manos, unos no dejan de ser nunca lo que son, y otros dejarán de serlo para siempre. En este sentido no hay piedad, la igualdad es la fe, la pasión, la razón y todo: es, en cierto modo, la cruz de la muerte y la salvación, del tormento y la vida, de la negación y el éxtasis. Los pobres lo saben tan bien como los ricos, los iguales del mismo modo que los diferentes. Tampoco ignora la izquierda que es la izquierda del dinero, no de los cielos azules y los verdes campos, y su modelo es un modelo de control, conservación y manejo del mercado. En Latinoamérica la izquierda ha construido su régimen, porque ha optado por la igualdad -y todo lo que esta opción conlleva- o por dejar de ser lo que es. Y es todavía. Un Estado, una sociedad y una nación: el Estado ya existía, la sociedad también, y la nación no ha tenido que inventarla: Lationoamérica empezó con ellas y quizá con ellas acabe. En su seno, mientras tanto, el individuo es un sujeto estatal, social y nacional al mismo tiempo, que desconoce casi por completo cualquier otra dimensión de su naturaleza, la que podríamos considerar propiamente individual o simplemente propia, tal vez europea si no fuera porque también en Europa hay parte de Latinoamérica --como en Latinoamérica parte de Europa, en fin.

El peligro de tener sin fumar a la prensa

Los periódicos, esta atrevida empresa de plebeyos que se hallan dispuestos a todo con tal de seguir siendo lo que son, pues pocos o ninguno se cambiaría por un príncipe y, en cualquier caso, el salto a una escena dominada por las exigencias de una representación oficial trasnochada y caduca lo pagarían caro: la máscara saca y expresa al hombre, pero el hábito lo deshace y abisma en su propia comedia y ya ni él mismo se reconoce nunca más, pues no se puede vestir de etiqueta todos los días sin estropear la personalidad-, no desaparecerán sino el día en que se produzca la desaparición de la política, un oficio que ni siquiera el pueblo desea que se extinga en la noche de los tiempos de este rápido presente, pues a veces se guía todavía por la fantástica luz que a pesar de todo la prensa aporta a un mundo cada vez más real y, por tanto, más difícil y complejo, en algunas ocasiones ciertamente incomprensible y más bien escasamente vivible y habitable: una luz fantástica, artificial, pero que brilla en mitad de las tinieblas como la de un espectáculo diario que sin embargo no pierde por este motivo su poder de cautivar y satisfacer los deseos de seguridad, confort y tranquilidad de la población -aunque a veces no se cumplan más que en la butaca del salón de casa-, aprovechando y a la vez realimentando con este fin una extraña suerte de  seducción feliz o dominación amorosa deseada y querida. El periódico es un arma en la batalla, unas veces con la tendencia a que no se note demasiado a quién sirve para de este modo servir mejor a su general y otras sin que le importe si se nota o no se nota porque en cualquier caso sirve a la verdad que se ha incorporado a las filas y banderas de su ejército: son las dos tendencias clásicas del periodismo, la de la preocupación y la del desparpajo, que se combinan como el guante y la mano entre otras cosas para que no se desencadene la revolución sin volverla a atar al orden, la anarquía al gobierno y el caos al sistema. En el fondo todos los periodistas son en la actualidad iguales y no se puede culpar a ninguno de ellos de esta increíble identidad, pues el papel que representan ha ido creciendo en importancia con el tiempo y, se les llame para defender o para atacar, el hecho indiscutible y cierto es que se les necesita cada vez más en primera línea de combate: de este modo, si en el anonimato y el seudónimo se adivinaba quizá su cuidado e incluso su pudor, en el nombre propio y la firma -incluso con la imagen en el efímero y extenso papel impreso- es su descaro, su confianza y a veces su desafío lo que salta a la vista de todos como una realidad invisible por acostumbrada, pero evidente en su conquistada cotidianidad: la fama les ha asaltado por igual a unos y otros, que apenas se han parado a pensar que por la vanidad entra la ruina, o sea, el enemigo que con sus premios y honores mella su ser y su curiosidad y, a cambio de un equilibrio siempre inestable, les arrebata una particular forma de vivir la vida siempre en danza y una aún más singular convicción de hallarse por encima o incluso de vuelta de casi todas las cosas. Los periódicos sirven de distintos modos al poder que a pesar de dictaduras y democracias se halla inevitablemente en la calle y no es tan teatral como parece, tan sujeto a unas tablas, tan constreñido a un guión siquiera con unas cuantas liberalidades dramáticas, y lo hacen entre críticas y alabanzas -no se puede desechar la idea de que con las primeras lo elevan y con las segundas lo rebajan-, y, sin embargo, es por esta senda en la que se reclaman los hijos naturales de la plebe, como un nuevo y controvertido patriciado ajeno a los viejos intereses de la república, por la que se pueden salvar del desprestigio y rechazo que acompaña a toda servidumbre: una preocupación, no hay duda, a la que habría que enfrentarse con más desparpajo que el que se manifiesta en la pregunta tan frecuente por la muerte de la prensa escrita. Se trata más bien de la cuestión de la vida y la salud, la dignidad y la prosperidad, la libertad y la supervivencia de la empresa y el oficio de periodista: cómo vivir, mientras se produce la revolución que acabe con la política, el periodismo y todo, en unas condiciones mínimamente adecuadas el presente y el futuro de una actividad cuyo más tenaz enemigo no es la crisis periódica -nunca mejor dicho- ni la imposible muerte a manos de los nuevos medios de comunicación, sino la búsqueda -a un precio que exceda de un carlino, pues nunca conviene despilfarrar el resto- del éxito, la gloria y el poder. Vamos, la falta de tabaco o, lo que es peor, tenerlo y que se halle prohibido fumar.

El rey nuclear y los analistas desnuclearizados

Unos analistas opinan que se trata simplemente de un chantaje ya visto con anterioridad -y añadiría uno que, al parecer, exitoso, pues si no, el supuesto chantajista no habría repetido e incluso mejorado el truco-, con lo cual parecen conjurar o al menos rebajar la gravedad de la evidente amenaza contra la paz y la seguridad del mundo, la no remota posibilidad de que la prueba se convierta en un bombazo de verdad, o sea, con cientos e incluso miles de heridos y muertos; otros, que, según declaraciones del interesado más que afectado, con la explosión de una bomba atómica de una potencia quizá similar a la que asoló la población de Hiroshima -precedente que utilizan como si todo fuera lo mismo y, más allá de su poder de destrucción, se pudieran comparar una bomba y otra: claro, las dos son bombas, tienen los mismos componentes y el mismo nombre, y por tanto quizá no hay por qué reparar en la pequeña diferencia de que ni las hacen explotar los mismos ni se explosionan ellas solas-, pretende disuadir a sus malvados vecinos de una posible agresión a su país auspiciada y apoyada sin duda por un poderoso enemigo que no le puede ni ver, acción sumamente improbable que se produzca porque los que le rodean en un sentido figurado o meramente físico y geográfico -desgraciadamente para él y la posibilidad de que sujete a su mente, quizá el único ciudadano o ciudadana que bajo su régimen se encuentra demasiado libre y sin gobierno, no vive en una isla en mitad del océano, sino que se halla obligado a convivir con otros que quizá no piensen lo mismo que él y hasta les disguste cómo es y cómo actúa y este disgusto no acabe de entenderlo ni asimilarlo del todo- no albergan intenciones particularmente hostiles contra él -el que no sean sus amigos no significa que sean sus enemigos, aunque es cierto que si no están en su contra no es porque estén a su favor-, entre otras razones porque no se hallan en posesión de la bomba que él posee y exhibe con temeridad digna de mejor causa y atacarlo sería poco menos que suicidarse de manera indirecta pero segura y fatal; otros más, que con la broma nuclear -pues los analistas coinciden en que, aunque maldita sea la gracia que tiene, estamos ante la siniestra chanza de un jugador de farol que no se atreverá a arrojar las cartas o, por lo menos, las bombas sobre la mesa- busca atraer la atención de la primera, ya que no la única, potencia económica y militar del mundo, pero si por medio de baladronadas y desplantes periódicos consigue que el  extraordinario rival con el que quiere medirse le mire de vez en cuando es más que dudoso que logre en cambio que le escuche y haga caso, pues estas maneras no son desde luego las más indicadas para hacerse apreciar y querer, sino que corre el riesgo de que con estos bruscos modales no sólo el temible y codiciado objeto de su inaudito deseo sino cualquier observador que lo contemple sin un previo y quizá lógico rechazo lo juzgue una especie de criminal que no se merece otro trato que el que le deparase la justicia mundial por poner en peligro a la humanidad con el uso y comercio del armamento nuclear; la mayoría de los analistas, sin embargo, no piensa una cosa tan sencilla como que se trata de un monarca absolutista, apopléjico y nuclearizado que, si no se le paran los pies cuanto antes, es perfectamente capaz de originar una terrible catástrofe en el momento en que se le crucen los cables -que no debe de tenerlos demasiado en su sitio: rasgo no infrecuente ni siquiera entre los mejores dictadores-, porque quizá no le importe nadie más que él mismo y su comportamiento no ha sido nunca como para hacer amigos ni en su casa ni en la de su vecino: su paranoia se hallaría más que justificada, pues es un tipo rodeado de enemigos por todas partes menos por una, o sea, aquélla en la que él no está presente ni ante su imagen. Qué le vamos a hacer si al parecer a ningún analista se le ha ocurrido que lo que no logró el nazi lo logran sujetos de esta calaña que además tienen la enorme ventaja respecto a aquel criminal consentido y desdichado como más o menos es el nuestro de contar con más de uno y de dos que aseguran, con una seriedad digna de una respuesta más contundente por parte del resto, que el nazi es el poderoso americano, el mismo.

La Iglesia ha fracasado

El mundo no sigue un plan que Dios no tiene para él, pero la Iglesia pretende que siga otro que ella tiene en su lugar y en su nombre: el hombre no es el rey de la creación, nada obedece a un propósito o un plan, todo carece de sentido y finalidad, el hombre no es la cima de la evolución, que no es progreso, pero el servicio que la Iglesia presta a este mundo es una oferta sin fecha de caducidad al poder: sometimiento, control y aceptación de la voluntad del señor por parte de los hombres --un sistema basado en la violencia contra uno mismo, contra su deseo, su libertad e incluso su responsabilidad, el solo intento de dirigir uno su vida y responder de la dirección ante sí y ante los demás, una divinización o sacralización del poder como organización dominadora de la tierra superior, distante y ajena a los dominados -a los que no permite más opción que la vida, la rebelión y la muerte-, un entusiasmo desmedido y sin duda exagerado por el ejercicio del poder temporal, soberbio incluso en su pretensión de buena voluntad, la buena voluntad según la cual el pastor ha de gobernar el rebaño y dirigir al hombre por el buen camino, conducirlo al bien, incluso arrastrarlo a la luz si al fin no entiende, no comprende qué es lo mejor para él -lo que siempre le ha estado destinado- y persiste sin remedio en una elección equivocada, su estúpida libertad, su falsa responsabilidad y su insensato deseo, no asimila la amorosa sumisión al de arriba por la propia supervivencia y bienestar del de abajo, el primado de la autoridad sobre todas las cosas, el valor de la disciplina y la obediencia, todo aquello y mucho más que lleva ofreciendo veinte siglos y lo seguirá haciendo veinte más mientras haya demanda de este poder, de esta violencia silenciosa y brutal, íntima y burda, privada y tosca, no por familiar y hermética menos escandalosa, que crea sombras de hombres y mujeres, cuerpos de fuego quemados a los que les nacen definitivamente almas de paja que son puro humo, el humo de un hombre abrasado en su propia llama, asado en su propia salsa y comido en su propia carne, el casto, el íntegro, el puro, el que vive de espaldas a la sexualidad y, desdichadamente para él o al menos para su santa madre iglesia, ha de rendirse de vez en cuando al sexo para servir a los intereses más altos de la reproducción -la heterosexualidad es un mal menor, pero la homosexualidad es directamente una desviación de las leyes de la naturaleza-, el que pasa por la vida sin tocarla ni mancharla, según lo que le mandan los que mandan -ser bueno, humilde y manso-, y espera a la muerte aunque ya no esté en condiciones de esperar o no esperar nada, el leal súbdito, el ciudadano respetable, incluso el rey prudente, el buen republicano largamente anhelado por el poder, este viejo celoso ajado y achacoso que aún blande en su mano el pesado bastón de mando en señal de amenaza y autoridad: hijos míos, perdonad el decimono trato, pero dominaos unos a otros como os domino yo a diferencia de cada uno de vosotros que no es capaz del todo de hacerlo consigo mismo. Al fin y al cabo, ¿qué ha hecho el poder que separa a los hombres en gobernantes y gobernados con las ligeras modificaciones y variantes que introduce la representación propia de la democracia? Sencillamente, servir a la servidora, beneficiar a la gran madre, la auténtica gobernadora de la humanidad, creadora y destructora al mismo tiempo, que prefiere mantenerse a la sombra sin exponerse a sufrir la brillante y peligrosa luz del sol que, en las autoridades de nuestro pobre mundo, cae ridícula y hasta patética, de puro marionetas  que son de las ocultas pero conocidísimas fuerzas que agitan febrilmente los invisibles hilos tras las cortinas de la dorada función. Dos enseñanzas que acaso nunca deseamos recibir han acabado por aprender los hombres: la vida no es más que lucha de poder a poder por la conservación y la supremacía, y la Iglesia madre de la humanidad está equivocada y ha fracasado en todo lo que ha ido más allá de sobrevivir e imponerse. En la vida no tuvo nunca nada que hacer.

El médico o el empleado con carrera

La verdad del médico se encuentra en su relación con el enfermo, es la relación que confirma o deniega su más profunda y genuina identidad: en ella se comprueba si mira por el paciente, por él o por el hospital. En los dos últimos casos, se trata de un médico que ya no lo es de verdad: es, para decirlo con dos palabras con las que todo el mundo se pueda hacer una idea o una imagen, un empresario o un asalariado, el propietario de una clínica o el empleado de otra en las que no se obedece forzosamente a necesidades estrictamente médicas y la actividad propia de la medicina -la curación del enfermo- se halla supeditada a principios y valores que no siempre resultan de fácil comprensión (por supuesto, se puede participar de múltiples maneras en una clínica y ser todo un profesional). Pero, tanto si el médico es patrón como si es marinero, la prosperidad y supervivencia de la empresa económica se vuelve más que dudosa, a no ser que se trate sencillamente de una empresa pública en la que no hay más posibilidad de elegir: en este caso la duda razonable se halla en que el paciente sobreviva y mejore todo lo que puede sobrevivir y mejorar. La medicina es una actividad privada que en el sistemá público goza de una salud que, a pesar de tantos y tan auténticos médicos, a veces se hace de desear (también en el ámbito privado el economicismo, la falta de personal, el exceso de trabajo y, en fin, una gestión basada en la rentabilidad a cualquier precio -cuando lo que renta es lo que funciona: no se sabe de otra manera de ganar-, supone en la práctica la sustitución del médico por el empleado con carrera y la del enfermo por el difunto sin voz para quejarse ni para celebrar la fatal aunque quizás adelantada mutación: pero, si el enfermo se halla solo, terriblemente solo, piense el médico que su soledad no es mucho menor. Uno y otro se necesitan, y se refuerzan mutuamente, como dos náufragos en medio del mar: juntos volverían impensable el viejo y común dicho de que se cura lo que se puede).

Euskadi

Entre los nacionalistas de toda la vida se ha deseado siempre la independencia, pero no se le ha querido a gritos ni se le ha pretendido a tortas: se trataba de un valor implícito. ¿Por qué vocearlo? ¿Acaso se desea o se puede desear otra cosa? ¿O no se concibe la autonomía como una forma tranquila y ordenada de esta voluntad situada siempre al fondo? ¿Se olvida quién se es o se teme no serlo, se desprecia cómo se ha actuado siempre, se ignora quién se es o se busca ser quien no se debe? ¿Qué se ha de gritar, qué se ha de dejar claro, qué se ha de manifestar a todas horas? Pero ¿acaso no se trata precisamente de no gritar aquello que se halla meridianamente claro, aquello que se halla más que manifiesto? Entre los nacionalistas de siempre no se anhela la independencia al precio de la democracia, no se ansía la estalidad o la soberanía o la territorialidad a costa de la libertad, no se ama el poder a cambio de la ciudadanía: no se fuerzan las cosas, se actúa con finura, se detesta la sal gruesa, se ejercita la inteligencia sin desechar la honradez, se seduce, se enamora, se conquista, siempre desde el respeto más escrupuloso a la mayoría de edad de la población, y se sabe bailar, se guarda el compás, no se pierde el oído, se mantiene el ritmo, se camina al son, se acude al baile de la chica y se gana su corazón sin liarse a patadas ni escupitajos con los demás pretendientes de su secreto y su intimidad. Porque se tiene tiempo, porque no se es un histérico que se siente sin aire que llevar a sus pulmones, porque no se es un cretino al que la fuerza se le escapa por la boca, porque se está completamente seguro de lo que se hace y lo que se es, porque se es un tipo que se aguanta sobre sus propios pies, porque se hace lo que se debe hacer sin dejarse arrastrar por unos ni por otros, porque no se tiene prisa y las pausas no se entienden desde el nerviosismo y la dramatización sino desde el propio sentido de la marcha con sus paradas y descansos en un camino que se ha de continuar con la misma forma de andar alegre y confiada, serena y feliz; se trata del protagonismo de hombres hechos y derechos, pacientes y maduros, no imbéciles y atropellados tanto de veinte como de setenta años, cuando aún no se sabe que se va a envejercer o se teme demasiado que se va a morir, el proceso de la vida y la política se acaba o prácticamente no se ha iniciado aún, los cuales no se permiten identificarse con la parte ni el todo ni alzarse sobre un pedestal de poderío, soberbia y caudillaje tras el que se han de agitar los suyos y detenerse los demás, porque se dirigen a todos sin partidismo ni mucho menos totalitarismo. La nación: una construcción de vascos de diferentes maneras de ser, y de ser vasco. La independencia: una cuestión social y no un asunto personal de unos cuantos. La violencia: una manifestación de la prisa y las urgencias del día, de la falta de tiempo y la sensación de muerte acuciante y letal. Euskadi no se crea desde su interior sin ser la tierra de atracción, acogida y absorción del exterior, y no se integra a nadie en su seno si se le priva de la facultad de elegir y aceptar y en consecuencia se le obliga a rechazar. Euskadi: madre de todos los sin tierra, no padre que se apodera de la tierra de todos primero para él y luego para uno de sus hijos. Padre: no el excluidor de los de fuera e incluso de muchos de los de dentro, sino el asimilador de todos sin distinción en la casa de la familia de su mujer la madre. Diferencias: entidades neutras, ni positivas ni negativas, sino precisamente diferentes o lo diferente se inicia por lo diferente mismo. Y, por fin, obligación aplazada e ineludible de la diferencia cuando se reivindica su derecho y su verdad.

Vosotros fuera y todo para nosotros

La batalla por el poder carece de seriedad, políticamente es nula, ni democracia ni libertad ni verdad ni siquiera vergüenza: el malo eres tú y el bueno soy yo, el tuyo es un mal hijo mientras el mío es el bueno, incluso el ciudadano de verdad es el mío, que es el auténtico y cabal, no como el tuyo, que es fatal. Póngase el adjetivo que cada uno quiera: socialista, nacionalista, izquierdista, derechista,  liberal, y manténgase la actitud batalladora. Pero seriedad, ninguna: mentiras, tonterías y artimañas -que no llegan a estrategia, tal es su falta de grandeza- que no son dignas de ser estimadas en su literalidad, que son lo que son y no son más: armas de bajo disparo empleadas por los impotentes para hacerse con el señuelo del poder, cerrar el campo de batalla y alcanzar la paz de los camposantos sobre la eliminación, la exclusión y la negación del rival cuya caracterización es tan ridícula, que solamente los necios que no están en la jugada pueden creérsela como lo necios que son. Pero cuanta más ética, estética y genética, peor: más bobería. Ni siquiera cabe hablar de cerrazón de los batalladores, pues por no ser no son ni cerrados: es, simple y llanamente, el deseo de poder de los que no pueden más, de los que no quieren más rivales, de los que no resisten una batalla más. Paz, paz, paz: o sea, vosotros fuera y todo para nosotros. Y libertad: es decir, la nuestra, que ya no podemos más. Tomarse en serio la política es hacer el tonto: batalla por el poder, dada por cualquiera, que ya es hasta político, y nada más. Es broma: la política, claro, su palabra, su palabreo, en fin. La moraleja de esta historia es la siguiente: leña al político y al pueblo que lo sigue, lo saca y lo copia. Total falta de escrúpulos. Seriedad (qué tendrá el poder, preguntan algunos, para que el político esté tan engolfado a él -el político y toda su corte de afiliados, simpatizantes, militantes y votantes: es decir, la vida diaria, social, económica y cultural-, sin que además le haga ni más alto ni más guapo ni más listo: pues muy sencillo, le hace más bajo, más feo y más tonto, básicamente, o sea, políticamente un simplón. Le ayuda a no pensar, le sirve para ser siempre el mismo, para creerse una vez el amo. Lo que tiene el poder, amigos míos, incluso el hegemónico y el supremo, es que, por más afrodisiaco que resulte, no cura en absoluto la impotencia. En realidad, lo único que hace, hablando en serio, es intentar quitar de enmedio a los que pueden, los que triunfan, los que gozan, los que aman: es todavía entre nosotros una cosa de curas o de eunucos, o sea, de impotentes voluntarios o forzados.)

La traición de nuestros corazones

La vida no tiene sentido, pero gracias a la que le proporciona el arte se llena de vida, de libertad, de juego: descubre por medio de la salvaje inocencia del arte la roja y palpitante carne de que se halla hecha y con la que se nutre con cada profundo mordisco con que se saja y se renueva a sí misma, el pozo de armoniosa y feliz monotonía de todos los días que parecía vacío o de aguas quietas y calmas es un océano embravecido en el que se puede nadar no sin peligro sin atisbar el principio ni el final en unas horas de vacación casi olvidada intercaladas dentro de una dura jornada de obligaciones y compromisos, el hambre callada de acontecimientos y novedades con que se salpica el transcurrir ordinario de la vida se sacia más allá de todo lo esperado porque no tiene más que abrir la boca y gastar de su propio bocado, la dulce pasión adormecida tras la ventana es una inagotable mina de Oviedo que tanto más colma cuanto más se extrae de sus mismas entrañas el gozoso material de vida que la vacía y con cuyo explosivo vaciado se llena a la vez de vigor el atropellado caudal de nuestra sangre, el apetito alimentado a diario según la nueva costumbre alcanzada se abre de nuevo cada mañana a deseos que se creían satisfechos y regulados y no tienen más ley ni más satisfacción que abrirse y ser abiertos en sí mismos, la misma saciedad de una existencia resuelta y acomodada es una medida que se rebasa casi sin quererlo con cada pequeño pero irremediable chispazo que salta mientras se esté en contacto siquiera ocasional con la extravagante vida que llega a las puertas de casa, el afecto mantenido a resguardo del torbellino de sucesos que se levanta en el exterior se desborda sin cálculo como un río que amenaza con destrozar los cauces establecidos y hacer que ya nada vuelva a ser lo mismo que antes, la identidad tras la que se conoce al ciudadano es un edificio que se desploma como un castillo de naipes porque no se corresponde con la construcción ni la ingeniería del habitante que nada más salir a la calle se encuentra con una bomba en su interior envuelto en llamas, la personalidad oculta tras la máscara de cada dís que se identifica como su única y verdadera manifestación de siempre es en el fondo una naturaleza desconocida e indomable que no se casa más que con sus instintos y las verdades y razones con que no se les traiciona ni soborna, el conocimiento se revela de repente como una genuina experiencia de la ganga que se representaba veta y que incluso si no se tratase de una mera fachada ya no sería la única fuente legítima de energía material y moral para la vida, la estabilidad es una figura doméstica que se proyecta sobre un campo secreto de minas en el que las explosiones se suceden una tras otra mientras sus víctimas se echan a volar con cada voladura que estalla bajo sus pies más allá de la tibia y pobre farsa cotidiana, el arte del séptimo día de nuestra semana de seis e iguales se cuela entre las rendijas del artificio al que llamamos realidad como una aventura lanzada a la velocidad de una locomotora al mismo corazón de la ciudad en la que se conduce como la furia prisionera y arrebatada con que se iluminan poco a poco las socorridas y aburridísimas tinieblas, la criatura trasparente y equívoca de la política y la sociedad del lugar se libera de pronto de sus férreas y calidas amarras  sin que perezca por este motivo a la súbita y peligrosa reaparición de la libertad a causa de la cual casi se queda en el aire y sin duda sometida al azar de todos los azares, la realidad y la ficción se parecen definitivamente en que las dos son representaciones que operan con el mineral en bruto de la vida y se distinguen en que mientras una se dice mentirosa y variada la otra se pretende la verdad y aquello como lo natural y uno ante lo cual no queda sino aguantarse, la mentira del arte afecta a la vida en la que pasa que se nace y se muere y alguna verdad ha de tener incluso para nosotros, la mentira de la vida es hacer como que no ocurren los acontecimientos con que se nos mata o se nos alumbra de nuevo y toda su verdad ha de reducirse a cero, el arte es la revolución de la vida que se ha mostrado todavía bulliciosa y caliente en su fondo magmático que parecía apagado, la vida es en cambio la conservación de la energía que ya ha realizado su función de crear una forma para estabilizarse y se ha retirado a una posición que no debería volver a encenderse, pero todo es un disparate, todo lo que se origina ante nuestros ojos es tan disparatado como la vida misma, el sentido común que se quiere aplicar como fiel guía en medio de los encadenamientos fortuitos y casuales que a veces se confunden con una causa interna es una de las herramientas más estrambóticas y absurdas que se puedan utilizar como linterna en la exploración de la oscura y rápida mina de la existencia, el azar se desarrolla en una sola de sus múltiples combinaciones y su papel se halla confirmado hasta el infinito por el sencillo hecho de que su protagonista es el juego para el que las fronteras entre arte y política se difuminan al igual que las que se edifican día tras día entre realidad y ficción, el juego cruel e inocente se observa por doquier y hay que tomárselo en serio porque desde luego no es broma, pero es lo que es y se trata de no emparentarlo con nada parecido a la seriedad, la gravedad y la cicunspección, pues si con algún espíritu se relaciona es con el de la ligereza, la libertad y la superficialidad incluso en la reflexión y el pensamiento, y no es vía para perseguir la unidad, la identidad y la continuidad del ser, pues en él se brinca, varía y difiere, o se juega ahora aquí y luego allí, ahora con uno, luego con otro y después con otro más, todo depende de lo que uno desee y de cómo se presenten las cosas, del azar y de todos los movimientos, cambios y permanencias del día, pero siempre en la perspectiva del goce, la diversión y la vida, es decir, en el horizonte de la diferencia y la multiplicidad, porque ni uno es el único, bueno y verdadero, ni el otro se ha de identificar con él en este sentido, ya que en el juego no hay dios ni demonio que valga, se puede disfrutar y hacer disfrutar a los demás más o menos, pero nadie se puede quedar con los dados y no hay lugar en él ni para el espectador que mira cómo se divierten los jugadores ni para el ganador que hace que sus amigos se pierdan la partida que les pertenece con el mismo derecho a unos y otros, pues la distracción es la causa y el efecto del juego que pone a todos los seres sobre el verde en el que se les enseña quiénes son de verdad y que siempre hay un tercero y, sin embargo, no se rompe ninguna ley que establezca una relación de semejanza, paridad o fidelidad entre uno y otro, ya que todos juegan con todos y no se sabe de ninguna otra manera de ser la humanidad: lo que representa este tercero que se cruza invariablemente en la vida de la pareja no es un triángulo amoroso, sino la ineludible aparición de la diversidad e incluso de la vida que se puede dar en una forma sin número, en una geometría sin dibujo, es decir, la comuna sexual universal que no se puede imaginar ni representar por nada ni por nadie, pues se expresa de mil maneras diferentes, por ejemplo, de dos en dos cada vez pero desde uno que es muchos y juega con todos los que puede a lo largo del tiempo en que se extiende, en paralelo y horizontal, pero también en las mismas condiciones de tres en tres y con todas las variaciones posibles partiendo, sin embargo, de la situación privilegiada aunque equívoca del número dos, que se mantiene cada vez o sucesivamente y no modifica por ello la disparidad de la naturaleza en la que su matemática se inscribe, pero ¿y el mal, el daño?, el daño es no entender a pesar de todas las pruebas en su contra que no hay más vida ni más amor ni más felicidad que la que se genera en la libertad, la diferencia, la pluralidad y el no querer ser amo ni vasallo de nadie: el ansia de poder, el deseo de posesión y la ambición de propiedad como la verdadera limitación que encierra a los seres entre cuatro paredes ciertas y seguras en que sin duda se empequeñecen y esterilizan y, cuando se les arroja fuera, les arrastra a no abandonar jamás el círculo de hierro del dolor, la angustia, la obsesión, el sufrimiento, la pena, la preocupación, la falta e incluso la locura y el crimen, cuando no les deja simplemente colgados del vacío y la nada una vez que se han situado un poco más allá del círculo pero sin romperlo sino conservándolo a sus espaldas como el espacio al que nunca se ha de volver, la dura y confortable geometría en que se resume la frustración de nuestros días y la conservación de nuestras almas, la traición de nuestros corazones y el acomodo de nuestras cabezas, y de cuyo interior neutro y en hueco se borra físicamente el cómico viviente y actuante para el que el mundo se aparece carente de arte y ya nada tiene en él el sabor de lo diferente y genuino, pues en su lugar se ha instalado tras la experiencia terrible y maravillosa del juego y de la realidad y de la farsa el espíritu opuesto de la metafísica y la religión por el cual no se tiene gusto más que por el ideal único y solo de la belleza y el bien o el modelo entero y de una pieza de la verdad y la esencia tras el que se esconde la atracción irresistible por la muerte en la vida y la nada en la muerte, el más allá de un aquí y el siempre de un ahora que ya se dicen cero cuando el arte ya no es el verdadero otro mundo del nuestro y ni siquiera la vida es la otra vida de la que se nos resiste y escapa como una mujer obligada a elegir o puta o santa, o libertina o boba, o actriz o muerta, pero no exactamente de unos muertos a los que solamente los vivos pueden resucitar si los contemplan como unos señores que se hallan llenos de vida y les esperan con las manos abiertas y las páginas cerradas como pliegues de una piel que se estira y se encoge a voluntad del cliente, como el cuerpo a cuyo interior raudo y celérico se incorporan los mortales gracias a la proverbial generosidad y entrega de los difuntos cuyas líneas escritas nunca desaparecen del todo sino que se quedan en suspenso y al albur de los anhelos de vida disparatada aunque auténtica de los que simplemente sobreviven encerrados en un esquema en el que las cosas se hallan demasiado claras unas por un lado y otras por el que se supone su contrario: la realidad y el teatro, lo aventurado y lo cierto, el arte y la vida, el cine y la política, incluso lo vivo y lo muerto, pero se les rompen ante las propias narices en cuanto también ellos desean resucitar de algún modo de sus vidas olvidadas y oscuras y explorarse a sí mismos en sus minas ocultas e inolvidables a causa de un amor nunca perdido por la vida, pues en el cementero del que salen los inmortales subidos a su tren de cine en su recorrido de leyenda hay más vida que en los muertos en vida que tanto para su placer como para su desgracia no se pliegan sin embargo nunca del todo, os lo dice un mirón con una salud de muerte y una vida de película que habla todavía demasiado, demasiado.

La política es una guerra civil

Para hablar mal y pronto, unos quieren engañar y otros ser engañados y no hay pareja mejor: cada pelea termina en un arreglo y cada areglo, en una pelea. La república funciona mientras funciona la relación: con altibajos, sí, es cierto, pero sin rupturas. Un claroscuro no perjudica a la situación, la anima un poco, incluso le hace parecer cierta y real. Unos y otros pueden creer lo que dicen, pensar incluso no sólo que lo suyo, su palabra, su discurso, su oración, no es mentira sino además que existe, pues la necesidad es mucha. Pero no importa la verdad o la existencia de la cosa, su realidad o su ser: el caso es que todos estén contentos, satisfechos, poderosos, cada cual a su modo y manera y en su lugar, pero todos unidos por esta cuerda de cuyos extremos ambos tiran y mantienen tensa y como si dijéramos viva. Lo esencial es engañar y engañarse y no perder la confianza: unos por lo que es evidente y otros por no afrontar más bien sus problemas. Unos quieren poder y otros ser podidos, pero no por uno cualquiera sino nada menos que por el que representa, engaña, finge el poder: ¡ay es nada tener una relación como de tú a tú, y a veces incluso sin el como, con los poderosos, los que lo son o al menos lo parecen| ¿Que es mentira, que incluso es puro inexistir? ¡Qué remedio, en fin, que haya tontos y listos, víctimas y verdugos, gobernados y gobernantes| Pero no es demasiado difícil conservar pese a todo una relación ciega y sorda de esta naturaleza, porque la política es una guerra civil en la que, si bien está prohibido liarse a patadas y puñetazos, es obligado que cada palabra sea un disparo dirigido a provocar en el adversario la muerte civil, una especie de congelación de la sangre en las venas pero sin derramar ni una gota, un pacifismo sanguinario, estúpido y cruel, un verbalismo idiota y atroz, un parlamentarismo necio y asesino para el que el otro, el diferente, es por principio no sólo un enemigo sino sobre todo un apestado que no merece sino el silencio, el rechazo y la exclusión: no, por favor, la muerte, la violenta, qué tremenda confusión, qué  irresponsable error, tan sólo no dirigirle la palabra, es decir, no gastar una bala más con este mono de feria del pim, pam. pum,  todo en blanco, claro, por dios. Aquí, en vez de representantes y representados, bobos y despabilidados, hay dirigentes y ex dirigentes desaparecidos en línea con el desenlace natural y lógico de la democracia convertida en demagogia: la tiranía por lo legal, lo político y lo social. La política es una guerra civil más oscura que la guerra, en fin.

La única lógica de la situación

La familia no es una cosa que se represente sino otra que se es: si se representase, sobraría con un actor; pero, como se es, con un familiar basta: se es lo que se es, pero no se representa ni por medio de la representación se llega a ser lo que no se es con libertad y sin remedio. Pero no se sigue un guión, no se copia un modelo, no se adapta un original, no se ejecuta un programa de comportamiento: las criaturas se conducen con la plena facultad de elegir sus afectos, movimientos y deseos; se van o se quedan en casa, se deciden a amar o no amar a los suyos, se cambian de padre o de hermanos o se afirman en los que les ha tocado: hasta el nombre se elige, la herencia se rechaza, incluso la genética se modifica. Se modifica por medio del coraje de la libertad, pero también se reproduce o mimetiza con el ingenio de la esclavitud y, sin embargo, no existe un plan en la naturaleza y el del arte no es precisamente el de usurpar la verdad porque se trata de una ficción honesta o una mentira honrada que declara que no es lo que representa sino lo que es, o sea, pura representación cuya esencia es mentir sin engañar, mentir diciendo la verdad, mentir sin identificarse con la mentira, mentir sin ser falso, mentir por el placer de mentir y sin la necesidad de convertir la mentira en verdad y la verdad en mentira: extraño actor, ajeno a las luces del teatro, el que se presta a realizar un proyecto según el cual el familiar no es tal si no se somete a representar el papel ideal que se le impone en principio quizá desde fuera y seguramente en el marco en que se inserta la familia. La familia: un ámbito privilegiado para afianzar un poder que se erige sobre la esclavización de las criaturas al patrón, un poder que obliga a renunciar a la libertad a cada uno y adoptar a todos un comportamiento que no les expresa si no quieren ser castigados a las penas del infierno de la confusión, el absurdo y la exclusión del seno de la familia y la sociedad. El poder carece de una finalidad, de una intención, de un propósito: consiste básicamente en producirse, producir su obediencia, su acatamiento, su sumisión, es decir, su tiranía. Pero hay padres e hijos que se ríen y se pelean, se divierten y se discuten, o personajes de una farsa que, con sus bellas figuras, no se la cree nadie jamás. Y, sin embargo, es en ella, la función del poder, donde se puede hallar la única lógica de la situación.

En busca de otra hora y otro destino

El forajido sangriento de las novelas no es exactamente como le pintan los trazos gruesos de las obras que sobre él tratan, él las protagoniza tal vez a su pesar y sin duda sin su consentimiento pero desde luego que no las escribe probablemente porque no es un escritor sino un pintor que aprovecha los ratos libres que le dejan el trabajo y el ocio para dedicarlos a satisfacer sus profundas y extraordinarias ansias de captar la belleza -la de un ave y la de una mujer, pero también la de un hombre que, desnudo, será finalmente su amigo-, de modo que no sigue el modelo ideal aunque oscuro que el público espera que él reproduzca al dedillo -robo y sangre, sangre, sangre- y, en consecuencia, no es copia de ningún tipo anterior a él ni seguramente ejemplo de ningún otro posterior, sino que empieza y termina en sí mismo, su singularidad y su rareza -nacido para vivir entre los buenos, aunque quizá por este motivo abandonado de niño a su suerte con una biblia en las manos que leyó en tres días, acaba junto a los malos, que a diferencia de sus adversarios en esta guerra no declarada a muerte entre unos y otros parecen desde luego lo que son en casi todas las ocasiones en que los pinta el arte reducido a la política de ley y orden de la buena sociedad-, sin que exista posibilidad alguna de cumplir las expectativas que genera su persona, ni como delincuente ni por su supuesto como policía -siquiera de sí mismo- ni como héroe o villano del pueblo: su peripecia nos descubrirá que nadie es quien dice ser sino más bien lo que calla, lo que silencia el discurso, que no resiste el avance de la verdad sin desmoronarse de pronto como un cuento para niños -o, más bien, adultos a los que infantiliza-, pero también nos indicará al mismo tiempo que lo único que vale y tiene valor en la vida es el afecto -y la verdad misma-, quizá porque al final no resulte vano que en el fondo de su espíritu él sea un artista que por lo demás escucha la voz que le habla al hombre por instinto de coger lo que desea, es decir, lo que otro ha cogido y deseado antés que él pero no puede o no sabe mantener en su poder (otro más fuerte vendrá que te hara ver que lo tuyo no es tal), entre otras razones porque la naturaleza no desaparece del todo ni ante la más desarrollada y solida civilización y la guerra del hambre y los apetitos desatados con sus continuos cambios de lugar de las cosas no cesa núnca de veras, tan solo adopta formas más refinadas y quizás hipócritas: la hipocresia consiste básicamente en vivir y hacer como que no pasa nada y todo es siempre lo mismo, pero en este más que accidentado camino de ida hacia el tren del cadalso luego del cual el reo descansara de este confuso infierno cotidiano de canallas buenos y malos entremezclados estallará rota en mil pedazos como una cabeza reventada de disparos. Los buenos aman al prójimo y los malos no quieren ni a su madre, pero el joven primogénito de la familia de rancheros a punto de deshaucio subyugado por las novelas populares rechaza estar algún día en el lugar aparentemente privilegiado del padre -y, como si dijéramos, no ser él mismo sino más bien similar al adulto, incluso idéntico, comprenderlo y sin duda amarlo y perdonarlo de una vez por todas: sin embargo, el hijo volverá a ser engañado de nuevo en lo que parece una constante de todos los que con el tiempo acaban reproduciendo a sus mayores- al que por el momento desprecia no precisamente en silencio, aunque quizá para compensar tampoco desea al final estar en el lugar maravillosamente literário del asesino de leyenda más rápido que el rayo al que admira en secreto. Pero ¿cómo admirar en cambio a padre si en realidad es un pobre hombre sin carácter ni temperamento que deja incendiar su granero, atropellar su dignidad ante la mirada acusadora de su hijo y amenazar la mera supervivencia de los suyos? El hombre es bueno, porque malo no es por supuesto, pues no va a matar a nadie por más que el acreedor con el que ha contraído una deuda que desde luego no es necesario en absoluto que salde viole su propiedad ante sus mismas narices y le coduzca prácticamente a la ruina como si estuviera enfrente de una segunda catástrofe climatológica, las asfixiantes sequías de la política y la economía sumadas a las de la naturaleza: el fenómeno no es nuevo por supuesto, la deuda es un mecanimo puesto en marcha con el fin de apoderarse de aquello cuyo valor excede a su cobro y cuyo cobro no resulta por lo tanto aconsejable. A veces, sin embargo, el problema es tan fácil y sencillo como cobrar lo adeudado, ser indemnizado por las pérdidas morales y reales sufridas a consecuencia de la participación involuntaria e indirecta -un par de reses y tres jornales- en la cínicamente  bella causa de asaltar la diligencia con los salarios de los agotados obreros del ferrocarril -mejor los negros que los chinos, que trabajan a golpes y latigazos-, y esta vez no habrá caso: si el propietario que actúa de banquero es egoísta y miserable y no mira por la justicia sino por el beneficio más alto que le proporcionará adueñarse del rancho al que él mismo lleva a la quiebra al cortale las vías de subsistencia material y financiación económica en una especie de robo legal, pero no por legal menos indecente, en cambio el ladron es generoso y quizás la justicia no sea sino el efecto de un exceso de las facultades y una situación de disponibilidad y riqueza a la que no le falta nada, porque no quiere acumular más de lo que puede gastar, no piensa en guardar para el mañana, no quita de hoy y no tiene un ayer del que temer su vuelta. El honorable y criminal usurero es un hombre del progreso y uno de los cadaveres que va dejando tirados por el camino es el del ranchero empeñado y sin suerte ni coraje que ha de ofrecerse a la ley como mercenario, un sueldo a cambio del cual desempeñar una misión que por su peligro muy pocos desean y él, el gran mentiroso al que nadie respeta porque ni sus mentiras le guardan relación, que tiene que justificar quizás tambien ante su ojos su nuevo empleo en dudosas alegaciones de justicia y honradez -los buenos matan a los malos si es preciso y los malos mueren como debe ser pero antes matarían a todos si pudieran-, asume como el empeño de su vida, la joya esta vez aceptada de su salvación no solo económica sino también moral. tanto colectiva como individual, ante una esposa a la que quiza no atiende como merece, pues le hace trabajar en demasia y sin compensación, y un hijo al que no es capaz de imponerse, ya que arriesga su vida durante una larga y mortal aventura en la que sin embargo el propio hijo le habrá de rescatar más de una vez de las demasiado conocidas garras del fracaso. Pues, la verdad, menudo lugarteniente le ha salido al improvisado policia, casi tan eficaz como el de la banda que asalta ferrocarriles y asola pueblos, aunque naturalmente de una personalidad básica muy distinta: mientras los valores y aciertos del hijo nacen de la rebeldia frente a la débil y atribulada  autoridad del padre al que no entiende, los valores y al fin desaciertos del pistolero de videojuego surgen de la fidelidad a la escueta pero férrea y terrible disciplina del jefe de la banda cuyo espíritu de poeta no percibe, no comprende, pues ni siquiera intuye que su súbita presencia le irrita y molesta, interrumpe su inspiración y espanta al modelo de su arte, cosa que para un creador es, aunque sufrible, quizás imperdonable. Si además habla demasiado, piensa poco, y mata como habla: sin pensar, simplemente por matar y por hablar, sin nececesidad ni sentido -podría decirse, sin economia de medios, rigor ni austeridad-, y apenas el principio que sigue es uno -y soberano- según el cual el que comete un error, el débil, el estúpido, está muerto y es como mejor está, sino más bien otro -doméstico y gregario- según el cual el motor de la evolución es el poder y es al jefe al que la banda en bloque le debe no sólo el presente que tiene sino también el futuro que aún pueda tener, ¿qué final puede razonablemente esperar, qué puede aguardar de su insatisfecho y colérico amo alguien que en el fondo de su fondo más pérdido es tan ingenuo como para sentirse también él en deuda con este sanguinario benefactor de sus inconscientes y míseros días? Un hombre dominado por el odio, poseído por la ignorancia y convertido en puro espíritu de sumisión, o muere cuando ya no sirve o mata cuando aún lo puede hacer, pero en cualquier caso la perplejidad tras una sombra de sospecha apenas esbozada casi con el último aliento le acompañará a la tumba: viva el jefe, tal vez, que el último error nos lo cobra con la vida, quizá la única desobediencia, la postrer libertad, la definitiva tontería, una pálida, asesina y fulgurante luz al fin del oscuro y tenebroso cámino: él es el señor de la muerte y la vida y no hay nadie tan inexcrutable como él. Porque él, ¿quién es realmente él, juez supremo que facilita la ejecución de la justicia divina, pistola en mano, mano de Dios, a la que calca en el desempeño de su duro oficio? Tanto los suyos como lo ajenos le creen una bestia, unos de una manera y otros de otra todos sienten hacia él un miedo cerval,  pero la incógnita casa que le sirve de prisión y alivio durante unas horas, apurada propiedad del que es ya su patético vigilante en la inminente carrera que arrastrará a este último a saborear las mieles de la autoestima y de la muerte, no será objeto de sangrantes burlas y vejaciones ni guardarán ante él un silencio sepulcral sino que recibirá el trato que merecen los hombres más alla de que sean ladrones o propietarios y hayan matado en la vida, pues quizá al final todos en las circunstancias adecuadas son capaces no sólo de desear la muerte sino también de matar salvada por supuesto la repugnancia que el paso del pensamiento a la acción le cause a su conciencia, que si bien distingue que no es lo mismo matar a un hombre que hacerlo con un animal quizá no establece sin embargo tal cesura en una situación de guerra desencadenada en la que resulta más que evidente que está en juego la vida, no sólo la familia, la propiedad y la fama, ya que la dignidad es una buena farsa urdida desde el principio: héroe de guerra, caballero mutilado, honrado ciudadano, buen padre de familia, veraz esposo, defensor de la ley y amante del orden, y le seguirá más allá de la tumba, hasta la imprevista memoria y la fabulosa identidad. Los buenos son corruptos, extorsionadores de sus vecinos, torturadores, asesinos de niños y mujeres, genocidas, abusadores, maltratadores, exterminadores de sus diferentes, y, sobre todo, falsarios, simuladores de unas virtudes de que carecen, embusteros: la causa última de todo lo que hacen es la lucha del bien contra el mal y la avala el altísimo, que ampara a los buenos y castiga a los malos, pero no el ferrocarril y todo lo que él simboliza, el atropello de todos los que difieren casi hasta en la naturaleza, pues son egoístas, salvajes y despiadados -amén de interesados, cínicos y codiciosos- para mayor gloria de los altruistas, civilizados y piadosos que han de recurrir a la legítima defensa para proteger a la sociedad de los indeseables como los pastores de los lobos. ¿Torturas? Es un criminal que mató a mi hermano. ¿Exterminio? Eran renegados, no cristianos de Jesucristo. ¿Sabotajes y extorsiones? Es la ley del mercado, que levanta a unos y derriba a otros. Y, sin embargo, el malo es el verdadero rostro de los buenos, incluso en algunas ocasiones su versión corregida y mejorada, el que les recuerda que han sobrepasado todos los límites y no pueden decir sin faltar a la verdad que son los mismos, pues ya todo son máscaras y las máscaras no sirven, no funcionan, no cubren el rostro que es como una espalda, no tapan las vergüenzas que son como sus ojos, el espejo del bien es la mirada del mal y la deformidad que él refleja no es más que una figura mal vista y peor entendida de la lucha por la vida que no siempre respeta la bella hipocresía imperante: lo real es la imagen de un asesino que no tiene reparos en matar sea a quien sea, pero -lo que es peor- destruye con su sola palabra la mentira que envuelve a los moralistas, lectores de un solo libro, para más desgracia el libro de los libros, y además atiende a la belleza, es un artista que dinamita la moral, de modo que quizá podrían encontrarse y reunirse ambos, homicidas de uno y otro pelaje, hombres de uno y otro lado de la frontera, en este solo punto. Casi, si no fuera porque cuando cruzan por una vez sus monólogos, cuando finalmente dialogan como amistosos enemigos que ya no guardan las formas, cada uno dispara sus balas por su boca y estalla el conflicto aplazado e inevitable que hay entre ellos, llega con el balazo que es cada palabra la muerte de hecho y bien de hecho, porque aún las cosas no empiezan ni terminan en los labios sino que pasan de la lengua a la mano, aún no están cortados los hombres en pedazos y las palabras hieren y curan, el lenguaje es poderoso y vive unido al cuerpo y al devenir de la vida, pues no ha intentado aún un reino propio en el que nacer y morir subido quizá a lo alto de la cabeza o rebajado tal vez a la altura de la nada: los bocazas mueren, pero no por nada, sino por bocazas, cuando callados estarían más guapos o al menos vivirían más tiempo del que viven, la ética y la estética cabalgan tan juntas como la vida y la muerte, la razón y la fuerza, el poder y el deseo. Pero ¿cómo resistirse a una idea tan soberbia como la de ser bueno, una identidad de la que poder sentirse con derecho orgulloso, aunque la cosa no sea completamente redonda y de una pieza sino frágil y quebradiza como una luna de cristal? Porque la verdad es un lenguaje más veloz y mortífero que las balas y, cuando sale de la garganta que lo dispara, el que lo recibe ya está moralmente muerto un poco antes de estarlo realmente, del todo y sin posibilidad de enmienda. Afortunadamente no es el caso de padre, que va a la muerte como el que sabe que el sacrificio de su vida es el precio a pagar por el rescate y la conservación de la de los demás y camina hacia su fin, junto al preso más singular que haya podido conocerse, impulsado por el deseo de salvar a su familia y ser digno del amor de su hijo como un dios valeroso y suicida al que la muerte elevará por encima de su estatura e incluso de su elevación, pues hay mucho de falsedad en su impetuosa e increíble hazaña y tanto de impostura en su valor insensato y mortal. Y, sin embargo, el padre ha dejado de ser nadie a ojos de todos para convertirse por primera vez en alguien respetable que incluso traspasará el umbral de la leyenda para hacer una vez más historia ficción: él es el hombre del tren de las tres y diez a Yuma, él, el pequeño actor de todos los días que ha probado a poner en escena todos los papeles y vestir con todos los ropajes del teatro de la moral sus acciones difíciles de explicar para que al fin no le sirva sino la verdad desnuda: es un tullido sin rastro alguno de heroicidad, mutilado en la retirada de una guerra fratricida por el descuido de uno de sus inferiores, que ha de mantenerlo en secreto con la consiguiente tortura para su alma creada quizá sobre el dolor y la ocultación, cuya revelación le valdrá, de acuerdo, ganarse la ayuda del prójimo más lejano que hubiera podido imaginar, la recompensa por haber realizado con éxito su trabajo y la gloria del héroe muerto en combate tras dura y sincera pelea. Para ser un ranchero impedido era difícil de tumbar -para el pistolero la vida y la muerte es como un juego de actualidad-, pero es que no estaba solo y, aunque no actuaba en banda, sin duda lo hacía a dúo, cosa que nadie diría y nadie deberá decir jamás: no han de quedar testigos de que el asesino pintor de su corazón, fallido un primer intento de escapar de las tinieblas por medio del amor, ha encontrado una salida para su vida podrida mientras poco a poco y como sin querer adquiría la costumbre de actuar con honradez gracias a su quizá único y sin duda más extraño amigo: ni con los buenos ni con los malos, unos por falsos y otros por representar su verdad, sino solo, pasando por mitad de unos y otros, dejándolos atrás, superándolos, cortándolos por enmedio, adelantándolos como quizá lo estuvieron siempre, alejándose tanto de la falsa espiritualidad y moralidad de unos como de la burda materialidad y animalidad de los otros, y persiguiendo la belleza, el conocimiento y la serenidad. ¿Quién es el mejor de todos? ¿Y el peor? Solamente él tiene el poder de aniquilar uno tras otro a los componentes de su banda pagándoles con el mismo miedo y terror que son sus credenciales, pero solamente él es capaz de conducirse a sí mismo a través de una lluvia de balas al tren que teóricamente le dejará a las puertas de la horca: él es, en fin, el único responsable de conservar el gran simulacro a rebosar de tópicos de los héroes del pueblo, aunque también de destruir en sentido contrario el de los buenos y los malos lleno de canallas pintarrajeados como rostros pálidos. Porque el padre ha vuelto y el hijo ocupa por fin el lugar del muerto: ahí os quedáis con vuestra comedia de hoy, el drama de mañana, montada la vida sobre la muerte, la supervivencia de la especie sobre la desaparición del individuo que de este modo asegura la transmisión de sus genes y la reproducción de las condiciones generales de su espacio y su tiempo; ven caballito, ven, escucha mi silbido y cabalguemos definitivamente hacia lo ignorado, lo otro, lo que aún no ha nacido, en busca quizá de otra hora y otro destino.

La vida o el simple hecho de la palabra

No existe el valor de la palabra donde se ha instalado la mentira, que consiste en que la palabra no se corresponde con los hechos, es puro en sí, se agota en sí misma y, sin embargo, la palabra se convierte en mero ejercicio e instrumento del poder, se dice por él y para él, y carece de la potencia en su verbo, su vientre es estéril, su seno liso y hueco. Ya no se sirve a sí misma, sirve al poder, que es mudo y sordo, y no se cree en lo que dice sino en el que tiene y que tiene el poder de utilizarla sin respeto a su contenido y vaciándola de su fuerza, privándola de su virtud y conduciéndola a su nada, que aún es peor que el silencio. Si dice amo no se lo cree nadie, pero tampoco si dice destruyo, en ningún caso tiene consecuencias, no se produce nada de nada, entra por un oído y sale por el otro, no se proyecta de la cabeza a la mano, no recorre el camino del cerebro al brazo, se pierde en el aire, se ahoga en el mar, atonta, no hace pensar más que en la mentira y añorar el silencio: ya no es más que el abuso del que se ha hecho con el poder de hablar y la impotencia de los que la oyen como oyen llover o tronar, el privilegio de uno y el menoscabo de los otros. No se cree en la palabra porque ha extraviado su verdad, su entidad y su fatalidad, el hecho que se sigue de decirla, el hecho en bruto que en sí misma es, y cuanto más se la repite más sufre su capacidad de obrar en la vida y en lo que la vida tiene de simple hecho de la palabra, hasta el punto de que se transforma en una cáscara vacía, un fruto huero, una semilla inerte que ya no funciona en su campo de acción porque se le ha transplantado al pedregal del poder donde todo lo que se dice es mentira, mentira de poder, hecho de nada. En cambio se cree de manera aterrada y terrorífica, o quizá sin sensibilidad de ningún tipo, en la realidad soberana y absoluta del que tiene el poder de hablar y el de silenciar, porque se cree a pies juntillas que hay poder, que hay quizá tiranía democrática, popular y legítima, de la que se puede esperar el bien para unos y el mal para otros y hasta que cambien las tornas. Corear lo que dice el bocón del poder, seguir el juego de la mentira, más allá de todo cansancio y hastío, porque el poder no tiene palabra y sin embargo se le oye hablar y hablar sin cesar, mentir y mentir de cualquier modo, decir y no callar en absoluto que no es mudo sino además verdadero y no se arroja sobre el oyente como un chorro de palabras que estropea los oídos y cierra las bocas: el pueblo eco y vacío, el pueblo tormenta y silencioso, el pueblo en estruendo y rebeldía.

La fiesta del dinero se ha acabado

¿Cuándo se saldrá de la crisis? Pero ¿qué crisis, qué salida? Se ha entrado en otro tiempo, se ha regresado a la edad de los pobres y los ricos que parecía haber pasado, la fiesta del dinero se ha acabado, se ha terminado esta vida de vivir a crédito, el crédito para todos se ha agotado, se ha vuelto historia y hasta prehistoria, se sabe de una vez que se vendió dinero a todo el mundo, a cuantos más mejor se les vendía y casi gratis, se creó de este modo una gran cantidad de pequeños montones de ganancia con los que se levantaba con paciencia una montaña, pero la montañá se derrumbó de pronto como un globo pinchado que se revienta de golpe, de modo que ya no se va a hablar por mí ni por ti ni por el otro, que se ha muerto en mitad de la calle como un rico, los avales ya no se firman a cualquiera, incluso el avalista se halla camino del paro, no se ve el futuro por ningún lado, el porvenir se lo ha tragado la incertidumbre y estas ineludibles certezas de todas las mentiras y los engaños y las trampas que se han utilizado hasta llegar donde hemos llegado, si se mira adelante se percibe un agujero cada vez más profundo y si se mira atrás una plenitud abierta sobre un foso que apenas se supo amenazante entre sus oscuros y cálidos vapores, y nadie se salva, ya no se recupera una vida alzada sobre calzas tan artificiales como fáciles, cada cual se las ha de arreglar por sí solo, el cuento de la buena vida se ha acabado, la vida a préstamo se ha colado por el retrete y con el préstamo quizá el mismo valor de la vida, porque otra ya no se concibe y otros valores todavía menos, se ganó mucho dinero con todos aquellos que se han ido desplomando uno tras otro, se ha jugado con todos y nadie se puede quejar de la larga cuerda que se le ha dado, ni siquiera de que se ha parado el mecanismo del gozo y uno se siente un juguete roto, se ha perdido lo que no se tenía pero también se ha acumulado más dinero del que se podía, no se trata del fin del capitalismo sino de que la locura del dinero se va a volver cuerda y sensata, se le proporcionará a los suyos y no se le concederá a los demás, se enriquecerá a unos, se empobrecerá a otros y nadie se cansará de su extenso reinado, porque por una parte no se tendrá todo y por otra no se tendrá nada o muy poco, pero mientras tanto se trata de pagar y cobrar lo que se debe para no perder los huesos, el esqueleto, las monedas, el viejo amado tintineo nuestro.

Los muertos

Uno diría, si se le permitiese intervenir en esta guerra, que los muertos existen y no existen a la vez, aunque es indudable que se trata de una existencia e inexistencia simultáneas extraordinariamente singulares: se les conoce con nombre y apellidos, a cada uno con los suyos por supuesto, pero sin vida, no como muertos sino dando ellos lo que tantas veces constituye el modelo para los que aún viven y se encuentran en el punto de mira de la muerte --pero desde luego sin que todavía se pueda decir de estos extraños seres que existan y no existan a la vez. Tan sólo viven y, por lo tanto, aún se encuentran sumergidos de lleno en mitad de esta incertidumbre e indeterminación tan típicas de los vivos: sumergidos pero no enterrados como se deben hallar los muertos, aunque a veces no todos lo estén, con lo que su estatus se complica bastante más. Estos segundos muertos existen y no existen y se hallan en la superficie y no bajo tierra y son tan importantes o más que los primeros, los que se podrían llamar muertos normales y corrientes, aquellos a los que no se les da más y más vueltas: no se les olvida pero se les deja descansar en paz, los vivos ya no se agarran a su cadáver con un amor que no les servirá para seguir adelante con sus vidas sino que poco a poco vuelven a vivir de nuevo después de llorar al difunto como se hace en cualquier lugar civilizado. Pero, en fin, uno cree que si se le dejara participar en esta guerra un tanto atrasada que se ha declarado de pronto quizá podría aportar una solución que, aunque no del agrado de todos, acabase por fin con ella: probablemente, diría, Dios existe y no existe a la vez, Dios existe pero sin vida y Dios no existe vivo pero sí muerto, porque con toda franqueza y sinceridad otras formas de existencia no se conocen todavía o apenas se conciben ni se entienden. Lo que es seguro es que, se hallen enterrados o sin enterrar, los muertos existen y no existen a la vez, y una guerra de muertos quizá se puede tolerar pero difícilmente desear en nuestras sociedades abiertas pero con autobuses y cementerios, unos para los que viven y otros para los que se han muerto --vivos y muertos que existen para el mundo, para los hombres, para la tierra: qué más da por ahora que unos se hallan compuestos, otros descompuestos y otros más en proceso de descomposición, si cualquiera de ellos da aún juego --demasiado es jugar.

Señorías elijan: su sangre o la de sus reos

Los políticos quieren ser libres, pero los jueces no quieren ser esclavos: conflicto. Conflicto entre los jueces y los políticos en los intestinos del Estado: ¿quién será libre y quién esclavo? O bien: ¿quién será esclavo de quién? La esclavitud está prohibida y es mala, los políticos no quieren ser juzgados y los jueces quieren seguir siendo jueces incluso sin condenar a todo aquel al que deban: les basta con que les respeten los políticos, como sin duda lo hacen ellos. Si han de salvar al presidente lo salvan, pero que les respeten -aunque no les admiren-, pues ya son mayorcitos y saben hacer su trabajo por sí solos. Pero el temor a la justicia es profundo y está muy arraigado: el poder quiere hacer lo que le dé la gana y no hallarse sometido ni siquiera a la ley que él mismo ha creado. La ley, para los demás, según y como, y la injusticia, para nosotros, aunque no necesariamente para todos: todo depende Para qué la justicia -esta esclavizadora- si en la calle, y en los medios, ya funciona el linchamiento. Alguien sobra aquí y no son desde luego los poderosos. El pueblo no quiere justicia, quiere sangre: los jueces tendrán que elegir entre la suya o la de sus reos. A veces la democracia es en efecto el régimen de la satisfacción de los deseos del pueblo... y de los deseos de autosatisfacción de sus caudillos. Mejor dicho, de sus libertadores. La última y quizá definitiva moral popular dice de este modo: es bueno el que y lo que me beneficia y malo el que y lo que me perjudica. Es bueno el pan y malo pensar. Y votaré a los buenos.

El discurso del avestruz

En realidad no se trata de los que roban, aunque ambicionen por supuesto el botín, sino de los que se hallan dispuestos a matar y morir como por oficio: ¿qué pueden hacer los policías ante individuos que se comportan con semejante determinación? ¿Se habrían de convertir en soldados? Pero ¿y los políticos que les mandan se habrían de transformar en generales? Demasiadas mutaciones para un resultado al fin y al cabo incierto, de manera que más vale conservar el estado tal y como aún se encuentra y que se plantee la batalla en los términos más convencionales de policías y ladrones, políticos y criminales, aguantando las eventuales bajas ocasionadas en el campo propio. ¿Que se matan entre ellos como y cuando les parece? Que se maten si es lo que desean. ¿Que nos matan a nosotros como jamás se lo perdonaremos? Qué se le va a hacer, más muertos produce declarar la guerra, sin duda se trata de elegir el mal menor. ¿Cuántos espías y traidores se podrían encontrar en nuestras filas? ¿Qué sucedería con nuestra democracia si se pusiera en primera línea de fuego a soldados y generales? Ellos son los malos y se dedican a aquellas actividades que nosotros no aprobamos, nosotros somos los buenos y nos encontramos con que se entrometen cada vez más en nuestro territorio, provocación en la que no debemos caer pero a la que hemos de hacer frente como ya se ha indicado: hay que mantener lsas distancias y seguir creando delincuentes, utilizar la policía y las carceles y, mientras tanto, la morgue y tranquilizantes de palabra e incluso de obra para el pueblo. Las armas del estado no son las de estas bandas que desearían se las tratara como lo que no son: un poder paralelo al de la ley y en competencia con él, que debe ser el único. Pero, silencio, que nadie que no se deba enterar se entere: lo que está ocurriendo en nuestras calles, el espectáculo al que el mundo asiste entre atónito y espantado es una guerra privada que se hace en mitad del imperio cada vez más resquebrajado del orden público contra el poder legalmente constituido de la sociedad, al menos de la pacífica y honrada, ya que no de la honorable y violenta. Podemos asegurar sin embargo que los bandidos no se mudarán en políticos, aunque algunos ya lo sean, ni las bandas en partidos, que también en cierto modo, y ganaremos esta guerra encubierta que sin embargo se libra ante los ojos de todos por medio de nuestros recursos infalibles predilectos: el discurso público y la propaganda oficial. Y, por supuesto, la táctica del avestruz: meter como siempre la cabeza debajo de la enorme ala de la administración.

Una banda de cuatreros sin respeto a su propia ley

Todos se mienten pero no siempre se engañan, unos se van con las ganancias y otros no se quedan con las pérdidas: ciertamente, su relación se basa en la confianza de que todos se beneficiarán con el sistema por el que no se perjudicarán sino los otros, pues nadie se queda con las manos vacías si se mueve el dinero y se pasa lo suficientemente rápido de mano en mano, y hasta las pérdidas, cuando se producen, se han de compensar como siempre se ha hecho: con el circulante de los demás que se ha de volver a inyectar a las fauces del sistema. ¿El mayor peligro? Hallarse fuera del negocio, lejos del secreto, donde no se juega con el dinero, no se especula con la riqueza y no se bromea con la pobreza: ante este riesgo verdaderamente mortal se pueden permitir asumir otros riesgos que se poodrían considerar connaturales a este oficio por el que siempre se debe proceder a la acumulación de más y más de aquello que, entre los despistados y para despistar, se llama el vil metal, o sea, aquello con lo que, si acaso no se adquiere el resto, al menos se llena el vacío que con cada nueva entrada se vuelve más pesado y más hondo, más amplio y más grande, más pleno y más sonado, todos con un dineral, pues si no se puede comprar todo aún más fortuna se ha de amasar y, ciertamente, si todo se puede compar con el dólar lo que sucede es que lo que se compra no es sin embargo lo mismo que lo que se podría adquirir a través por ejemplo del regalo. Pero a veces se muestra y se revela el vacío en toda su dimensión, se origina una quiebra de la confianza en que se fundamenta el asunto, se descubre un fraude en la sociedad por el cual uno de los operadores se ha aprovechado del capital de los demás para crear el suyo propio sin poner nada de su parte, ni siquiera el rendimiento de cada cantidad: ¿qué se puede hacer en este caso, cuando el sheriff se apartó hace ya tiempo de la escena dejando el camino abierto a lo que se llama, no sin cierta ironía, el libre funcionamiento del mercado? ¿Se lavará la afrenta, se castigará el deshonor, se reparará la ofensa? ¿O, dicho de otra manera, se devolverá el dinero en esta honorable sociedad de probos y honrados ciudadanos en la que tal vez se ha renunciado al empleo de los más llamativos códigos del hampa? Uno se ha quedado con todo sin aportar nada a cambio y los demás aportándolo todo se han quedado sin nada, es decir, sin un euro ni el beneficio de la décima parte del capital del que se esperaba obtener un ciento por ciento: ¿bobos, necios, simplísimos como apuntan algunos? Primos los que se encuentran mirando con cara de no entener en el fondo nada de un espectáculo con el que se indigan, pero del que no se enteran, sobre todo de que se hallan fuera de juego y posiblemente pagando, además sin saberlo, por él y porque no se pare la rueda y la fiesta no se detenga. ¿Cómo se definiría el capitalismo? Una cuadrilla de cuatreros en la que no siempre se respeta entre ellos la ley, es decir, la ley de que se han dotado los primeros propietarios, los originarios y más originales privatizadores de las cosas: el reparto de riesgos y beneficios, cuyo negocio se funda en la confianza de que el capital se halla y se debe hallar siempre en movimiento, entre manos, o sea, en el aire o el vacío que se debe entender como su regla, su secreto y su truco, el arte de prestidigitación en que se sustenta. Lástima que a veces el mago de las finanzas se haya de valer de los conejos de sus colegas de profesión: un conejo por aquí, otro por allá, y nada de nada al final. Se ha roto la ley de los cuatreros: se trata de quedarse no con nuestro dinero sino con el de los demás.