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Los delitos invisibles

No es noticia fresca que la población se halla sometida al chantaje emocional tras el que avanzan los más astutos criminales disfrazados de bellas personas preocupadas por el bien del prójimo: ¿quién se atrevería a resistirse ante semejantes hipócritas ejemplares? La salud de los fumadores, el bienestar de los parados, la libertad de los jóvenes, la igualdad de las mujeres, el futuro de los niños, la dignidad de los consumidores, el socorro de los débiles: con una buena causa a mano se puede lograr una fortuna, iniciar una guerra, ocupar un gobierno y, en fin, hacerse con un nombre y una fama. La población se lo cree porque no puede sustraerse a un chantaje que protagonizan con el corazón los triunfadores: ¿cuándo se ha visto que estos señores sean unos criminales tan maquiavélicos, que sus delitos queden impunes? Y es que se trata de los delitos invisibles, las causas blancas, los fines transparentes, con la particularidad de que el tipo que se entrega a su servicio tiene garantizado el poder: por ejemplo, el dinero. ¿Qué reprochar al que se suma incluso en un principio de buena fe o fe ignorante a este movimiento exitoso imparable? Posiblemente no haya sentimiento, o sea, resentimiento en la que se ha adjudicado últimamente entre nosotros el papel de madre coraje, sino tan sólo un aprovechamiento de las oportunidades que le ofrece el sistema, un cálculo de intereses riguroso y un afán de ganancias no sólo legal y legítimo sino además común, universal y extenso como una mancha de aceite cuya fuente no deja de verter como si se tratara de un río de oro negro sin fin y sin principio. La que fuera esposa y madre de la primera de las hijas del torero de las bragas de esparto se ha hecho un sitio en la sociedad a base de defender a todas horas a la niña: pero ¿cuándo dejará en paz a la chiquilla y concluirá la guerra con que se enriquece a costa del que fue su breve y por fin silencioso marido? Evidentemente, motivos más económicos que sentimentales se lo impiden; pero es que la plaza del pueblo resulta un lugar muy rentable para los medios que se han adueñado de un espacio que ayer fuera de todos y en la actualidad controlan casi exclusivamente -por medio de exclusivas y sin ser exclusivos para nada, para mayor burla y escarnio del festejo-, y la avaricia de unos alimenta la de los otros en una especie de círculo vicioso de la virtud pública empujada por la creación natural o forzada del inevitable conflicto. Quizá no se pueda olvidar, sin embargo, que el dinero y, en general, el poder tiene la capacidad de arrastre suficiente para conducirnos a todos al vacío más ordinario y profundo, porque a pesar de lo que se cree el dinero no está solo sino que más tarde o más temprano se encuentra siempre con él el solitario que lo ha ganado dejándose según él la piel en el camino: al final el poder es la nada, este poder soberano e impotente, cuando ya no se cree ni se puede creer en el noble objetivo del bien de la niña. ¿Qué pasará en el inmediato futuro? Aparentemente nada, o sea, lo mismo que en el presente; pero quizá se abra un agujero que acabe tragándose a la cándida, pícara y desdichada cieguita de nuestra población sujeta a la pantalla. La pobre carece del dinero y el poder necesarios para mantenerse flotando continuamente sobre el vacío como una poderosa e imponente atracción de feria y, sin tales cantidades de materia y energía, nadie se puede permitir el lujo de prohibir esta o aquella libertad a unos u otros en nombre del más alto propósito de la conservación de la gran familia del circo de las buenas personas, altruistas y desinteresadas, con sus cuerpos huecos y sus mentes planas. Vivimos en medio de la espectacular economía de la miseria.

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