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Ante la ley del aborto

El semen de la mujer

Un ser se está apropiando de sí mismo, se está territorializando en su cuerpo, se está apoderando de todo lo que se incorpora a él: mío, mío, mío, se le oye decir --si se introduce en mí, si se crea a partir de mí mismo, mío. Mi feto, mi semen, mi sexo: nadie se encuentra con ningún derecho sobre él en virtud de que se le haya incorporado una parte de él a su ser respectivo -como se observa, las propiedades se confunden, se intercambian, se complican-, por la muy simple razón de que él se ha hecho con todo -todo lo que se relaciona con él-, de modo que fuera de él no se puede hallar ninguna propiedad con fuerza ni por tanto derecho a nada: todo se dice y debe decir suyo o de su única y exclusiva competencia --porque se trata nada más y nada menos que del poder. Un ser se transforma en poder, se vuelve dueño y señor de sí mismo y de todo lo que -distinguiéndose de él- se combina con él y gracias en parte a la combinación se genera en su seno, se torna propietario de la energía y los materiales con que se inicia su funcionamiento y autor de las obras que se producen en su interior gracias a un complejo sistema genético y operativo: en verdad no se trata sino de reconocer y admitir esta voluntad de soberanía en un ser que  además se dijo esclavo y criado de todo aquello que se vinculaba con él --por lo que se ve por la fuerza o la violencia. Un ser se embaraza de otro y se desembaraza de sí mismo por la misma razón que, si se negase a que nadie se metiera dentro de él, nadie se metería de hecho, y si se tratase de salir de su interior se le sacaría sin duda: un ser se comporta con los demás como una madre huera y una amante soltera y, con su conocimiento o sin él, se convierte en puro mecanismo de poder, artilugio de captura e ingenio de dominación, que una vez más y como siempre se fabrica desde el miedo y el temor a los hechos de fuerza a los que al fin se reduce como una antigüalla la revolución.