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Noticia de última hora: un mortal quiere morir

Un mortal quiere morir, no importa por qué ni cómo: ¿acaso no es raro entre nosotros los que no lo queremos, nosotros los inmortales, los que morimos cuando lo quiere nadie, ya que no nosotros, los que queremos vivir eternamente, los que vivimos sin desear una muerte que no es nuestra precisamente porque no está en nuestro deseo? La muerte es la última propiedad privada que hemos de reivindicar, pero nuestra vida no es aún nuestra del todo: todavía somos sus arrendatarios, porque el amo es la superioridad y hemos de morir cuando tan extraña y ambigua instancia lo decida, aunque nos autorice a vivir a veces como queremos mientras no intentemos el desafío de tomar las grandes decisiones de la vida. Querer morir es querernos a nosotros, desear hasta el último de nuestros actos, amar lo que es más nuestro y reintegrarlo por medio de este amor a nosotros mismos: nosotros somos hombres, no dioses, hijos de los mortales, mortalidad pura. Los inmortales son otros y, como tales, querrán naturalmente lo que es suyo: la muerte de los demás no es cosa de su incumbencia, porque los demás somos nosotros y solamente a nosotros nos incumbe querer la muerte, lo fijo, lo seguro, lo propio: quizá no tenemos otro derecho o todos los demás nos son en el fondo ajenos y sin base. ¿Qué sería de la muerte sin nosotros? Pero ¿qué sería de nosotros sin morirnos? Pues bien, ya es hora de que nos enteremos de quiénes somos y nos dejemos de planes que no existen, proyectos y programas de otras voluntades ficticias e irreales verdaderamente inexistentes, pues en verdad lo nuestro es demasiado y no por esta razón hemos de abandonarnos, creernos hijos de los inmortales, sucidarnos en vida, matarnos sin muerte y sin nada. Muera quien muera, la muerte es un acto intranscendente, ordinario e incluso banal que afecta por su propia naturaleza a los mortales, que son los únicos que sabemos respiran y viven. Un hombre quiere morir, quiere ser mortal, quiere ser hombre: sin duda tiene miedo y lo vence, lo supera, lo pasa. No es más que lo que es, y no es menos. Suicídese en paz, descanse en nuestros más altos pensamientos.

Él hubiera hecho lo mismo

A pesar de todo, exteriormente, todo está igual, siempre es lo mismo: rutina, normalidad. La cosa es la que es y no cambia, no varía: ahí fuera no hay nada que nos pueda alterar, porque, aún más, el afuera no existe o, si lo hace por casualidad, es incapaz de modificar nuestra sustancia, no sólo nuestra apariencia sino también nuestra entidad. Veinte en copas, no hay quien nos mueva de aquí, que no es un lugar físico sino metafísico, una filosofía de vida, un ser y un estar, o lo intemporal --pero entiéndase: no lo inhumano, sino lo próximo a lo divino, lo apegado y tendente a lo esencial, lo que es y no puede dejar de ser por más que al lado diluvie o arda el sol y reviente la tierra, ay Dios. La muerte es un accidente que no trastoca nuestro caminar, mejor dicho, nuestra quietud, nuestra firmeza, nuestro relax, o sea, nuestro plan invariable y fundamental. Inmovilidad, amigos, y el que no aguante, un valium. Somos un árbol al que no parte el rayo y, si lo parte, es igual: seguimos en pie como si nada, sabemos incluso que en realidad nuestras hojas y ramas son verdes y frondosas como de chavales, cuando aún jóvenes éramos recios y estábamos bien formados gracias a la naturaleza y la religión, la moral y la genética, y nuestras raíces dan la vuelta a la tierra para arraigar más allá, quizá en el más allá mismo. Un muerto en la calle ya no es una prueba más para nuestra sensibilidad, pues no es el primero ni será el último: que la fiesta, quizá sombría, tal vez luctuosa, continúe. Una fiesta de las nuestras, moderada, formal, incluso circunspecta, pues nuestras emociones las guardamos en el alma, para nosotros, no para los demás. ¿Qué saben ellos de nuestra sobriedad, nuestra entereza y nuestra austeridad? Los de fuera existen, bien lo sabemos, pero tampoco son capaces de entender nada, es decir, de afectar nuestra mente y nuestro corazón: la humildad y la modestia viajan con nosotros y no alardeamos de ellas ni de servirles de vehículo de una idea de la santidad que nosotros por supuesto no alcanzamos. Somos para sí, pero sin molestar y aunque nos molesten, quizá sin querer, sin duda sin comprender, los otros, vivos y muertos, sujetos y objetos de nuestra piedad y nuestra compasión. El difunto hubiera hecho lo mismo que nosotros, pues era uno de los nuestros: hubiera rezado, incluso mientras jugaba la partida de siempre -pues el único que aquí no juega a las cartas es Dios-, y seguido igual. Igual. Él mismo era un firme y decidido partidario de la continuidad, la estabilidad y la regularidad: no hay entre nosotros dos días distintos ni siquiera en el juego, al que una muy precisa ley gobierna y regula hasta la más pequeña nimiedad. Nada de sorpresas, rey y caballo de lo que pinta son las cuarenta, rey y caballo de lo despintado las veinte hasta las sesenta y ni una más: todo está contado, previsto, valorado, resuelto, y hasta las matemáticas nos asisten. Las cuarenta, en fin. La suerte ha caído de nuestro lado, pero es porque nos ha cogido, si no trabajando, al menos practicando una sana diversión, un ocio decente y honrado, un juego quizá de villanos que en nuestras manos no está sin embargo sometido al azar. Todo depende de nosotros, de ser fieles a nuestra identidad y no dejarnos arrastrar por los acontecimientos, caprichos de signo distinto pero igualmente incapaces de mellar nuestro ser y nuestro obrar, no salir corriendo a la calle a ver qué ha pasado y gritar acaso que no vuelva a pasar. Pues siempre pasa lo mismo, pero nosotros como si nada, tal cual: ni una mueca, ni un gesto, ni una lágrima -otros ni una sonrisa-, sino imperturbables como una lección dada a la misma fatalidad en homenaje póstumo y señero al que ya no está. Estamos sobre el destino, pase lo que pase somos los que son, ni reaccionar, actuar como siempre, casi ni hablar: sí, no, tal vez no. Rotundidad, nada de acasos, incertidumbres y dudas. Determinación, autodeterminación. Dirán que interiormente estamos vacíos -nosotros que somos pura interioridad-, cuando no consumidos y secos, pero es que el mundo no puede con nosotros y este hecho es el único capital. Con nosotros no puede la muerte, ni siquiera la vida, esta distracción de aquí al lado que incluso para bien es para mal, para movernos y hacer con nosotros lo que otros quieran, ir unas veces por aquí y otras por allí, como veletas dominadas por el viento. Ahí radica la clave de esta historia antigua: dominados, sojuzgados, oprimidos, no por Dios sino por los hombres. A contar --¿de quién son las diez de últimas? Vivimos, trabajamos y jugamos con el alma en carne viva llenos de dolor, sufrimiento y pasión y, mientras nos decimos muy adentro que qué cristo, señor, y que hemos de soportar esta pesada cruz quizá de salvación hasta en lo más grato y placentero de la vida, nos hacemos la pregunta que no debemos evitar: ¿la revancha, tal vez, o nos vamos a casa a almorzar?

El fanático de la acción o acción total

El mundo es ya el gran escenario de una película de aventuras peligrosas e incluso fatales a cuya filmación todos estamos invitados, pues a todos nos reserva su generoso autor un papel importante en este enorme set al que hemos sido arrastrados, porque es una realidad y no una ficción de sangre y fuego rodada por un fanático de la acción tal y como hoy día la entendemos cada vez más: bombas, tiros y metralla en medio de la paz y en confusión del asesinato con la guerra y del asesinato masivo con la guerra moderna. La muerte, y no simplemente la victoria sobre el enemigo, es la última escena del rodaje y quizá el argumento básico de todo el film, que también puede buscar desencadenar la guerra definitiva como vehículo para alcanzar su fin, sin duda el final de todos y la victoria última y extrema de la nada y la destrucción porque sí, o sea, porque no: el odio y el desprecio de los hijos de la rabia, la ira, la venganza y el amor al Único, al Puro, al Verdadero. Todo le sirve al director de de esta película de género verdaderamente negro, porque si no le vale la verdad lo hace en cambio la mentira y ya inicia su rodaje retorciéndole el cuello al más pintado: la guerra no es más que el acto de matar, la paz una manera de morir y nada más, y el mundo el inmenso plató en que un director bestial y criminal de tan excelso escenifica su visión personal de las cosas junto a un puñado de actores que son realmente unos monstruos al servicio de la matanza purificadora y la sangría redentora de la humanidad. Él filma en Bombay o en Hawai en dieciocho localizaciones diferentes a la vez, porque su presupuesto es millonario, algunos dicen que bajo bandera pirata, una película política y de mensaje con la que pretende transformar el mundo, y de hecho lo hace, en el sentido en que en él crea, bajo un falso amor a la muerte, la nada y, como confunde una y otra, no cesa de rodar escenas de sangre y visceras que él identifica con la antesala de secuencias donde acabará por brillar el más puro y luminoso vacío, la luz cegadora y deslumbrante de lo que no hay, una vida sin vida como una película sin movimiento que no será posible contemplar e incluso disfrutar sino después del éxito universal y absoluto de la de acción total, o sea, sanguinaria. ¿Qué hacer? ¿Salir corriendo del cine? ¿Pero a dónde ir si en todas partes, en Londres, en París, en Nueva York, Bangkok, Berlín o Rabat, puede haber una copia esperándonos? Es una peli de miedo, desde luego, pero cerrar la sala no es tampoco la solución. Quizá haya que entender que el mundo ya no es un lugar para turistas, sino para aventureros, y actuar simplemente con valor, no interpretando el papel de víctima ni el de verdugo. Porque, en cualquier caso, nada es también la vida en la sumisión y fidelidad y sin la libertad.

Los días de la televisión en blanco y negro han terminado

Aunque cabe la posibilidad de que acabe siendo blanco, incluso de que en el fondo lo sea del todo, Obama no es negro: por tanto, el triunfo de Obama no es el de lo negro, lo puro, lo pleno, lo que es idéntico a sí mismo contra o sobre una realidad también entera y de una pieza que, aunque de signo contrario, en el fondo sería similar a la que él representa: una roca que aplasta al agua, atrapa al fuego y arrincona al aire, porque ninguno de estos elementos es de piedra. El triunfo de Obama es el de lo mezclado, lo compuesto, lo fragmentario, lo que difiere de sí y sobre todo tipo de simplezas, redondeces y totalidades. En realidad, Obama representa una nueva totalidad, una insólita redondez y una inaudita simpleza: la de lo heterogéneo, múltiple y diverso, que ignora la oposición de los distintos, supera la negación de lo otro por lo uno y practica la afirmación de lo que no es único y sin matices, una síntesis que primero fragua en su alma carente de negras revanchas pero también de blancas humillaciones con la que luego enciende el horno de su patria de más y mejores diferencias de las que aparecen comúnmente pintadas. Los que son de un solo retal, los íntegros, los compactos, los netos, deben situarse a la altura de los tiempos y saber partirse, romperse y recomponerse en una figura aún no del todo conocida, en una identidad que aún nos extraña a nosotros los modernos: lo no idéntico, lo no uno, lo no absoluto, lo que encuentra en sí una pluralidad hasta el momento contrapuesta y enfrentada y la combina y juega de una manera renovada y poderosa, sin problemas internos ni soluciones exteriores basadas en la exclusión de lo diferente ni por supuesto en la reconciliación de lo que aún serían ya para siempre contrarios: ni la conversión de lo otro en enemigo jurado ni el mantenimiento de lo uno y lo otro por mor de una última y exangüe amistad. El primer jefe del siglo XXI surgido tras las Torres Gemelas y las Bombas Inteligentes, que no culpa al blanco ni siquiera al negro porque es todos los colores y una singular paleta de artista que actúa en el terreno poco propicio pero necesario de la política, requiere de unos ciudadanos que afronten los desafíos planteados por una nueva entereza: entender, o sea, que los días de la televisión en blanco y negro han terminado.

La estatua con alma o personalidad

Tanto los suyos como los ajenos se lo dicen incluso en silencio o con otras palabras: ¿por qué no te callas? La reina debe ser muda, sorda y ciega, pero además de que no se deba saber qué ve, oye y dice, lo que se debe conocer de ella entre el pueblo es que no hace nada de lo que ni siquiera se debiera suponer: ¿por qué? Porque la reina ni existe ni debe existir más que en su casa: en palacio se puede entregar con entera libertad y absoluta franqueza a criticar la homosexualidad, el aborto y la eutanasia, pero en la calle debe ser una esfinge sin vida y, por tanto, sin pasiones. Mejor dicho, dominada por la única y poderosísima pasión de hacerse la ciega, muda y sorda, porque a diferencia de lo que quizá sucede con su figura se cree que en el fondo la reina es humana y esta sospecha no se puede erradicar del todo: debajo de un personaje público debe de haber una persona privada que a veces no se conduce como quisiera el autor de la obra ni tampoco como quisiera el público que asiste al espectáculo --es como si de pronto la materia se animara y le creciese un alma prohibida o cuando menos desaconsejada: la reina debería actuar al dictado del maestro de ceremonias de la representación, porque si se libera del papel que le toca jugar la función corre el gravísimo riesgo de desmoronarse, o sea, de mostrar su carácter teatral y su condición ficticia, como una mentira bien organizada de la que se levantara súbitamente algún viento de vida de consecuencias imprevisibles pero en cualquier caso caóticas y destructivas. La estatua se halla viva, oh maravilla, y es de carne y hueso como cualquiera, el arte al que obedece no es desde luego moderno ni mucho menos revolucionario, pero hay una larga tradición en la que se inserta: uno en público y otro en privado que, cuando coinciden a la hora de manifestarse cada cual a su modo y manera, se produce la divergencia y el descoyuntamiento porque la imagen es opaca y la realidad transparente, la máscara oculta el rostro y hasta lo desfigura, lo trasciende según el modelo aún vigente de la inexpresividad y la representación y hasta lo falsea a través del procedimiento del hueco y vaciado, pero el rostro en el fondo se niega a morir porque él también sigue la ley según la cual todo ser quiere persistir en sí mismo y no se puede dudar de ningún modo que el cuerpo es a pesar de todo un ser de capital importancia para cada uno: vestido, incluso disfrazado, pero con tendencia casi irresistible a desnudarse y exhibir su piel, su máscara natural y la base de su identidad política y, en cuanto tal, artística y vital: no el espureo vacío al que le fuerzan los demás, sino el inconfundible gesto propio. El caso es que la reina tiene nombre y apellidos y fuera de esta materialidad no existe, no hay reina por ninguna parte por la que se mire: ella se llama Sofía, es católica, apostólica y romana, y a menudo parece que no es es la que es o que no es siquiera, o sea, que es una estatua en un pedestal y en el fondo su existencia la de un agradecido material en el que se puede moldear lo que se quiera, generalmente el símbolo por medio del cual no se dijera ni sí ni no sino todo lo contrario --leve arcilla, blanda arena, oscura cal. Pero el personaje se ha rebelado contra la obra o al menos contra los ambiguos derroteros actuales que ha ido adquiriendo la vieja teatralidad para situarse a la cabeza de los mismos de siempre y ni siquiera en la cola de los otros de nunca jamás y enseñar, a la vez, su persona para desvelar que en esta caduca farsa que aún nos traemos entre manos el conjunto de intimidad y generalidad es por lo menos una estatua con alma o, como si dijéramos, con personalidad. Pero en realidad la reina es una privilegiada a la que el conocimiento de su vida no le importa realmente a nadie: el ser humano, pues, se halla a salvo. Larga vida al Medioevo revestido de ultramodernidad y esquizofrenia.

El cementerio o una cuestión de orden

Los muertos deben reposar en el cementerio, la tranquilidad de sus familiares lo demanda, pues no pueden andar por ahí tirados en cunetas y descampados como si les fuera indiferente deambular perdidos sin regresar al anochecer a casa, es cierto que en esta tierra redonda e ilimitada como muy pocas hemos llegado demasiado lejos y ya es hora de que las aguas vuelvan a su cauce, volvamos por tanto nosotros los primeros allá hasta donde sea necesario en el tiempo, los alrededores de los pueblos están demasiado animados incluso para ánimas que no son las nuestras, los muertos salen por la noche a perturbar el sueño de los vivos, sus fantasmas apenas dejan descansar a los mortales, no hay paz en los hogares porque el caos aún dura y la ley no ha resuelto todavía la cuestión del poder de la guerra, la revolución es cosa que una vez más hacen como siempre los cadáveres, unos tipos que caen donde pueden y no saben alzarse y acudir donde debieran, estar quietos y mudos como y donde les corresponde, no unos en el norte y otros en el sur, danzando una parte en aquel baile de huesos y la otra en aquel otro de calaveras, ambos igualmente ruidosos, humorísticos y fantásticos, los vivos quieren tenerlos a mano, al lado mismo de sus casas, donde puedan hablar con ellos cada día después de asignar a cada uno su propio espacio, una propiedad como de un par de metros cuadrados nos aguarda a todos al final del camino, incluso a las almas que ascienden a los cielos, no sólo a los espectros a los que no les queda más que el barro, el orden finalmente manda, las cosas han de estar cada cual en su sitio, hay un lugar para los vivos y otro para los muertos, de hecho el que no vuelve con la noche al nicho en que descansa es sospechoso, adquiere el dudoso estatus de desaparecido y vuela entre unos y otros como un pájaro de otros cielos y tierras, el cementerio es la casa de todos los muertos como la casa es el lugar en que debieran haber fallecido nuestros antepasados a ser posible de viejos o naturalmente, qué mejor tumba que el campo abierto y la luz de las estrellas sobre el blanco osario.

No tener que pensar por tener ideas

No se critica a los políticos por ser de derechas o de izquierdas, es una clasificación que se considera lógica y natural; si acaso se les critica por carecer de esta cosa a la que se llama ideología y es tan curiosa como no tener que pensar por causa de tener más o menos ideas: de la libertad, de la justicia, de la verdad... En cambio se reprocha a los periodistas el que tengan unas ideas u otras, las de la derecha o las de la izquierda, como si se hallasen al margen de la sociedad y no surgiesen del mismo nicho que el resto: la simpatía e incluso la militancia en unos partidos o partes del sistema de poder establecido de representación de la totalidad. Pero ¿por qué habrían de ser diferentes a los políticos con los que se relacionan a diario?  En efecto, los periodistas han de ser distintos a los que se dejan arrastrar por las ideas de unos y otros, diferencia que también resultaría muy deseable en los políticos, porque, siendo con todo derecho de derechas o de izquierdas, su deber -del que no se debería hallar exenta la población en general- es ser independientes, veraces y honestos: de derechas o de izquierdas pero ellos. La lucha de la libertad de expresión es ante todo y sobre todo la lucha contra la servidumbre, la falsedad y la corrupción que, si se alzasen con el éxito, arrojarían al pueblo en brazos de la tiranía y la opresión. Si el periodista, de derechas o de izquierdas, renuncia a pensar por sí mismo incluso si se equivoca, ya no es un periodista de verdad: se trata sin más de una especie de político antidemocrático y antilberal. De derechas o de izquierdas pero autoritario y servil, partidista y manipulador, sectario y violento (si este conjunto tan a menudo de prejuicios e ignorancia asegurada al que se denomina ideología te impide emplear tu propia cabeza, no tienes más obligación que la de echarla al cubo de la basura: quizá no se haya hecho del todo para evitar pensar).

Hemos de salvar el dinero, hemos de salvarnos todos

Lo importante no es la economía, lo importante es el poder: ¿y quién es el poder? El poder es el dinero, pero el dinero lo somos todos como todos somos, como el dinero, el poder: ¿acaso no estamos en democracia? ¿No son democráticos nuestros estados? ¿Y que cosa más democrática que el dinero, que todo el mundo tiene y todo el mundo quiere tener más, tanto -a veces incluso todo-, que el sistema fracasa para volver a fracasar, que es su manera de ocupar el espacio y dominar el territorio sobreponiéndole su organización? El dinero es poco o mucho, lo tienen los ricos y también los pobres, pero es él y en cierto modo todos somos adinerados en una medida que ya poco importa, pues pasa de unos a otros y es verdaderamente popular: está en su naturaleza que triunfe y fracase y en el fondo sea indiferente lo que haga, porque él es no sólo el centro de todas las batallas sino la batalla en sí y no hay otro como él, al menos no tan universal y sistemático y con tanto poder, tan profundo y amplio, extenso y arraigado. Uno puede un día sufrir un crack y otro disfrutar un boom, pero siempre en el bolsillo, que al fin y al cabo es donde duele, donde importa e interesa: una forma elástica y flexible desfondable pero sin fondo que, vuelto del revés, es igual otra vez y con idénticas propiedades. ¿Cómo no salir al rescate de un elemento tan frágil, volátil y cambiante, pero con tanto peso, tantos dispositivos a su servicio y tantos seres dependiendo de él? El dinero es tan bueno y positivo, que hay quien quiere aprovechar la crisis para saquear las grandes fortunas, como las grandes fortunas quieren labrarse con millones de sablazos pequeños sin preocuparles la crisis que puedan provocar, porque el dinero ya no sólo es el yate y el caviar sino también el coche, la vivienda e incluso el pan: el dinero no es dios, porque dios ya no es nadie, sino que lo somos todos o, dicho de otro modo, lo es el hombre transformado en la medida, el protagonista y la atención del sistema mundial --el productor, el consumidor y la mercancia: o dios y hombre a la vez, pero mujer, hombre y niño al mismo tiempo. Hemos de salvar el dinero, porque hemos de salvarnos todos, o sea, el sistema, el poder, el mundo y la humanidad. En estas condiciones de identidad en que uno y otro son confundibles el mismo sistema es capaz de salvarse por sí solo, pero no lo hace sin derrumbarse primero, pues porta en sí la ruina y la caída como también el esplendor y la elevación: no puede ser de otro modo cuando uno -aunque muy dentro del tiempo- es el sujeto de todo. Puede subir o bajar, volar o arrastrarse, pero es el valor oculto y verdadero, el señor sobre el que no hay más que hipocresía: la cultura, la amistad, la religión, el amor, la ciencia..., y vuelve y vuelve a circular creando, además, el circuito por el que a veces deambula el hombre. El hombre, que no es más que la máscara del dinero, su rostro global

Más bestia que feliz y más infeliz que bestia

La patria es, sencillamente, la que uno elige --si es la que le ha visto nacer u otra resulta absolutamente indiferente: por este motivo tan simple, fundar la elección en el origen, la lengua, la raza, la cultura, el pueblo, el linaje o la nación, es mostrar quizá que en el núcleo de la libertad está actuando el esclavo --el que quiere elegir de una vez por todas para dejar de elegir una vez y siempre: y es que quizá existe también una patria del esclavo --pero sin olvidar que siempre hay alguien que está intentando crear su tiranía y requiere esclavos que elijan, que le elijan, y no libres capaces de rebelarse, llegado el caso, contras las tiranías de la tierra y sus pretensiones de determinación, ley y naturaleza como dadas de una vez por todas y para siempre. Porque la patria puede ser la de uno, pero uno no ser libre en absoluto: incluso su casa no es más que el lugar que uno quiere y donde le quieren a uno, y hasta una tienda de campaña puede serlo siempre que por supuesto esté llena de calor. La pregunta a hacerse es la siguiente: ¿le quieren, de verdad, a uno? ¿Quiere uno, de verdad, la libertad? ¿O más bien lo que desea es la esclavitud, la tiranía: la suya, las suyas, la que le constituye a él o con las que constituye a los demás? Pero el libre no extraña más pérdida que la de la libertad, que es la pérdida de su casa: ni la nacionalidad, ni la identidad, ni la originalidad, ni la territorialidad, ni siquiera la superioridad. Tan sólo la libertad: una elección muy precisa, casi matemáica, que sin duda conlleva un rechazo hondo, constante e instintivo a monarcas y súbditos, esclavos y tiranos, amos y criados --todos los que desean encadenar a los demás y todos los que desean encadenarse a sí mismos bajo cualquier pretexto del que siempre emerge la esclavitud a unas supuestas fuerzas y virtudes naturales cuyo objeto es privarle de sí, desposeerle de sí mismo y no tener problemas, ser más bestia que feliz y más infeliz que bestia.

Tomado por el libertador y el justiciero

La maldad es la esclavitud y no hay nada más que contar: el malo es el esclavizado por él mismo, esclavo de la necesidad o del deseo, el que vive bajo el poder de sus afectos, sometido a su afección, que le triunfa, le contagia su poder, dominado y por extensión dominante, del que puede decirse, y él lo sabe, que no está a su mejor altura, ni en su mejor momento, y su fin es justo y de justicia, pues mientras ha vivido ha hecho todo lo que ha querido: ha robado, matado, violado, incluso a veces ha sido visto con simpatía y hasta tomado por un héroe, un libertador y un justiciero. Porque él es el malo y, si puede engañar a todos, no puede hacer lo mismo en cambio con él propio: lo que les toca a todos, a él le ha tocado serlo él solo, en su espacio y en su tiempo. Mañana lo será otro, pero, mientras sea posible ser más alto o más bajo, desplazarse por este lugar sin arriba ni abajo porque unas veces estará encima y otras debajo en un territorio que no es más que él, su cuerpo, o quien sea, lo será como él, en la misma bajura, bajo el mismo poder. Porque el malo es el poderoso al que le proporciona su fuerza la maldad bajo la que cae y la que lo eleva a poder: una maldad que la puede provocar cualquier cosa, porque la esclavitud es extraordinariamente económica. El malo es tan potente como la esclavitud, la esclavitud como la enfermedad, y la enfermedad como el dolor, el sufrimiento y la muerte que sea capaz de originar. El bueno puede caer enfermo, dolido, esclavo, incluso muerto, pero no es su forma de activar sus potencias, no asciende de este modo al poder que también podría ser el suyo, la situación no le afecta de igual manera, la resiste, y aguanta: la lucha continúa, el carácter no cambia, las mutaciones ya han ocurrido. Es noble, es libre, es fuerte, es sano: mejor estar sobre sí, en la medida que sea posible, en este poder e incluso sin vida que vivo y transido de poder bajo su ser, que es idéntico al de todos pero con la singularidad de que, en él, es el que manda de modo único y absoluto como si por encima  de él no existiera nada, un cuerpo en sí mismo, sangre vuelta alma, uno bajo su piel y no otro sobre su nervio. Porque el malo ha hecho de la esclavitud a su voluntad o sus pasiones un modo de vivir y de poder, una manera de ser que quizá no son maneras.

¿Volverá la guerra fría?

Los días de la autoridad han terminado, la ley yace en el suelo golpeada por unos y por otros como una pelota de goma o una cabeza de corcho que no sintiera nada: ha sonado la hora que nunca dejó de sonar de la fuerza, la decisión y el deseo, que no siempre caminan necesariamente de la mano de la astucia, la audacia y la valentía, porque en esta hora hasta la muerte será como el comer, el trabajar o el dormir. No habrá paz pero tampoco guerra: paz, porque no hay uno que pueda imponerse a los demás, y guerra, porque hay muchos que pueden eliminar a los otros. La guerra volverá a ser lo que es y lo parecerá de nuevo: un conflicto en el que la muerte es una eventualidad de una vida arriesgada y peligrosa corrida al azar de los acontecimientos a cada cual más incontrolable e incluso intempestivo. La paz será local, al igual que las guerras, que serán breves, intensas y calientes: la guerra fría descansó en un equívoco, la confusión de la guerra con el crimen provocado por el odio, una excrecencia de la política, este reino de los indecentes, que servía a la sumisión de la población y del mundo por el miedo. Y habrá crímenes: individuales y colectivos, generales y particulares, que obedecerán a la política y de los que la política debería responder una vez al menos: no hay que olvidar que el reino de los indecentes es también el de los criminales, pero tampoco que la sombra del holocausto fue quizá la mayor indecencia de los políticos y al parecer pretende volver a cubrir el cielo y suplantar en él sus días y sus noches, sus tormentas y sus brillos. ¿Soportará una vez más el mundo este falso y desdichado juego de la política, una actividad a la que a pesar de todo hace posible la guerra y su hambre de victoria y su saciedad de muerte? Porque los políticos han cambiado no sólo la guerra sino también la política y, en estas condiciones, es tan sólo el terrorista el que les da su cabal medida, y en cierto modo es también él su prueba de fuego: de criminal a criminal o de guerrero a guerrero. En realidad la guerra es tan distinta a todo, que no hay un modelo al que remitirla, porque es el original del que surgen las mil copias diferentes que no la encierran en el molde de una serie de fenómenos idénticos por las que la reconoceríamos de una vez por todas.

Un oficio más viejo que el de la prostitución

La esclava, la mujer esclava y dependiente, ni te ama ni te admira ni te respeta: te miente, te engaña y te traiciona siempre --no te es fiel, porque no tiene a nadie a quien serlo: ella es su única fe, la razón absoluta del simulacro que es ella misma, lo único que existe y debe existir y por los medios que sea, que son siempre el mismo, uno cualquiera y ningún otro: el poder es lo primero y lo primero en el poder es poder vivir y, en el poder vivir, vivir de otro cuando uno no puede o no quiere de lo suyo, para lo que es absolutamente imprescindible apoderarse de él, ganar su confianza, su estima y su descuido. Pero ¿quién es la esclava? No la que tú hiciste a la fuerza, pues en este caso ya sabes lo que te espera (vigilar tus espaldas, controlar tu miedo, velar su odio y cuidar su rabia), sino la que es o la que lo parece, que en ambos casos es la misma: la que es y parece lo contrario, una mujer libre e independiente que ama lo que elige y lo que desprecia lo rechaza porque no le vale para su vida, no le sirve de nada, pues detestando lo que elige y aceptando lo que rechaza no sería ella misma sino negada, invertida y trastornada: andaría de cabeza, pensaría con los pies y no daría la cara --tampoco resultaría difícil adelantar cuál sería su futura figura, mejor dicho, su última desvirtuación, su desnaturalización extrema: sin duda habría de arreglárselas con muy poco y ser muy lista, muy osada, capaz de hacer ver blanco lo negro y lo blanco coloreado. La esclava ofrece sumisión a cambio de nada: soy tu esclava, te obedeceré y haré todo lo que tú me ordenes, incluso lo que desees, y serás mi señor (que no lo eres, sino el tirano esclavizado de sí mismo del que me aprovecharé), pero ya sabes que soy honesta, no te confundas, si tú eres un señor yo debo ser una señora, tú mi rey y yo tu reina, la única si el señor de este modo lo prefiere, porque tú eres el único señor que para mí existe, ya que señor no hay más que uno y todo lo demás es nada: ellas unas desgraciadas prostitutas y ellos sus desdichados clientes, y toda su riqueza una indecencia y una ruina. Mi beneficio es tu servicio, la felicidad que te proporcionaré es mi única recompensa, tu placer y tu gozo mi regalo, tu satisfacción la mía: sin ti no soy nada, pero contigo llego a ser la que soy, la misma. Seré dichosa en tu atención y tu cuidado, tus días serán largos y los míos plenos y además, en cierto modo, soy lo más económico que un hombre puede hallar en este mundo de mujeres sin moral y hombres sin suerte y hasta un ejemplo para las más desafortunadas de entre las hembras de machos sin idea. ¿Por qué hay esclavos? La esclavitud es un oficio (más viejo incluso que el de la prostitución) sacado prácticamente de la nada y caracterizado por ser una copia de lo que no es original en absoluto: asemejar, representar, simular una libertad que en realidad no sigue una pauta y una identidad que en verdad no tiene un modelo. Ser libre, desear lo que elegimos y rechazar lo que no queremos: ser quienes somos (declaración de principios: la libertad en la mujer no es para el hombre un problema, sino al contrario: es no ya la mejor sino la única solución. Los problemas entre el hombre y la mujer son más bien los del acoplamiento).

En el nacionalolimpismo

El cuerpo es una máquina que genera fuerza, actividad, energía. Los atletas son los maquinistas que lo conducen al límite, un territorio fijo que siempre varía. Las diferencias son mínimas, pero las mínimas son absolutas y parecerían indicar que todo en el cuerpo puede ser ilimitado y hasta infinito. No lo es sin duda, porque está sometido no sólo a la finitud que es la ley del tiempo, sino también a la limitación que lo es del espacio. El cuerpo es como el sol que, cuando quema todo su combustible, muere de frío y, aún más, no puede alimentarse siempre aunque siempre pudiera quemarse, pues su fuente de alimentación cesa cuando cesa su sed y quizá no sepamos nunca si fue antes el apetito o la saciedad. Pero todos somos griegos cada cuatro años, mientras el resto del tiempo reina el nacionalolimpismo -una especie de falsa conciencia universal- que no desaparece ni siquiera en los juegos del cuerpo y su generación de vida. Porque somos griegos pero menos, e incluso los orientales lo son, como nosotros, de otra manera: sin inocencia, como hoy día cuando al más allá que reemplazó al monte divino lo reemplaza a su vez aún no el mundo sino la nadería bajo la nada revelada y desnuda. Porque lo olímpico, el espíritu olímpico que incorpora el cuerpo a la vida, no es más que la amistad en la rivalidad, la admiración en la lucha, el amor en la guerra y el respeto, toneladas de respeto hacia uno mismo: una inconsciencia como afirmación, una humanidad múltiple y distinta unida por lo activo. 

El curandero de la política y asesino de la salud

El país ya no es lo que era, el curandero que lo trató con tan mala fortuna está entre rejas: los europeos no han entendido la inmensa labor positiva que intentó realizar entre dificultades e incomprensiones sin cuento precisamente por medio de la destrucción de lo diverso, o sea, de lo enfermo que amenazaba la salud de su nación. La destrucción al servicio de la creación, la matanza al servicio de la curación del mal gracias a la cual el buen asesino devolvería a la patria lo que gran parte del mundo sueña aún para la suya: la limpieza étnica, la pureza racial, la integridad moral, la unidad espiritual e incluso la superioridad cultural, por no hablar de la grandeza política, la fuerza económica y el respeto social. En otras palabras, el valor de lo uno y bueno a partir del exterminio de lo que recibe el antivalor de lo malo y otro: ¿quién no lo ha deseado alguna vez para su tierra? Claro que nuestro curandero a la sombra pretendió hacer realidad sus deseos y fracasó por culpa de los entrometidos europeos de ambos lados del océano: unos tipos que han olvidado el apego a la sangre, el amor a sus raíces y el afecto a los suyos. Pero no todo estuvo perdido sin embargo: el  brillante político pudo durante un cierto tiempo de oscuridades entregarse a su vocacion más íntima y privada, la curación del hombre, el bien del cuerpo a través del alma. El asesinato fue perfecto, pues ya no hubo de tratar con extraños: todos los que acudían a su consulta eran clientes voluntarios. Una vez más aniquiló en sus clientes uno por uno la razón, la ciencia, la reflexión y el conocimiento, siguiendo esta vez una inteligente vía indirecta que, aunque más larga y trabajada, quizá hubiera resultado más segura y exitosa de haber contado con el imprescindible reconociminto de los extranjeros. Porque, como un inocente o, mejor dicho, un inocentón más, el curandero de la política y asesino de la salud está preso y no muerto como cierta justicia quizá tan plebeya como patricia habría asegurado, sin duda porque sus secuaces aún tienen poder y sus combatientes aún tendrán que librar la última batalla que por supuesto no quieren: sin duda habrá que tratar aún con magos que sacan de la chisteria un blanco y suculento conejo mientras unos les pillan en la trampa y otros, los tontos, les aplauden, como aún le están aplaudieno a nuestro salvador matarife, el numerito.

Lenguas extranjeras españolas

Pero ¿a quién se le ocurre que la lengua común de los catalanes es el castellano? ¿Dónde no se entiende que la lengua común catalana es el catalán? El castellano es la lengua impropia que se habla entre los catalanes que aún no son auténticos catalanes, porque no se han descastellanizado como están obligados a hacer: la lengua común de los españoles es el español, pero ¿desde cuándo hay españoles entre los catalanes que se precian de serlo? La propiedad del español es la españolidad, pero ¿cómo se puede pretender que la del catalán no sea la catalanidad? ¿Acaso el catalán no es español si se niega a hablar una lengua ajena a él? Porque el castellano es la lengua ajena del catalán que se sabe catalán y que solamente si se le admite hablar en catalán en su comunidad estaría dispuesto a decirse español en las comunidades ajenas: de este modo, paradoja de paradojas, el catalán se declara español si los españoles reconocen que la lengua propia y común a todos los catalanes es el catalán. Cataluña es España si se acepta que el catalán es para los catalanes y el castellano para el resto de los españoles; pero, si no se acepta, el resultado tampoco difiere mucho: entre los catalanes se habla el catalán, no el español que se habla entre los españoles o si un catalán se encuentra con un español fuera de su comunidad natural (política y lingüística). La comunidad del catalán es Cataluña, la del español España: el español no es más que el castellano y fuera de Castilla no se puede hallar ningún español, es decir, ningún castellano. Pero la manera de ser español en Cataluña es ser catalán, hablar en catalán, decirse catalán: en otras palabras, no ser castellano, no hablar en castellano, no decirse castellano. Castilla ya no es la región o nacionalidad o provincia o país común a España, sino tan sólo su única comunidad junto a otras tan únicas como ella: su lengua propia es el castellano, que se habla en Cataluña como se podría hablar el inglés o el francés sin que por este motivo dejara de ser una lengua extranjera, incluso una lengua franca (y simbólicamente quizá franquista, imperial, obligatoria). En definitiva, la lengua común a los catalanes es el catalán y en Cataluña el castellano es una lengua de fuera que se hablará allí mientras se hable. Y la lengua común a todos los españoles no es más que la lengua común a todos los castellanos, que en realidad son los que no tienen otra lengua por más que se encuentren con una zona de influencia quizá cada vez más reducida para la suya: el pasado de la lengua castellana se halla en España y el futuro en el mundo, pero en Cataluña no se encuentra ni el presente. En Cataluña ya no hay una lengua nacional sino otra y no es una cuestión de lenguas, sino de naciones: no hay una lengua interior a España porque no hay un territorio, un sujeto, al que se le atribuya. Es el momento de las lenguas de dentro posibilitado por las nuevas interioridades que se están abriendo en nombre de la diferencia y las pluralidades.

Nosotros y ellos también en Europa

El no de Irlanda: la herencia imborrable de la Iglesia, el caballo de Troya de Estados Unidos, el último reino de la Edad Media, la imposible república de Europa, el paraíso fiscal del capitalismo, la cuna del tradicionalismo y la tumba de la revolución -la inversión de los términos-, la democracia del miedo a los otros y la falta de valor de los unos, el comercio con la mercancia sagrada de la patria, el canto de la tribalidad, la libertad de Dios y la esclavitud de los hombres, el independentismo de los retrógrados, el soberanismo de los conservadores, el nacionalismo de los puritanos, el moralismo de los hipócritas, el esencialismo de los vanos, el materialismo de los espiritualistas, el economicismo de los moralistas, el caldo de cultivo del fascismo, la tentación del populismo y el elitismo, la demagogia y la oligarquía, nosotros, el antirrenacimiento, la antieuropa, la antiirlanda, y los otros, los extranjeros, los malvados, los peligrosos, ellos. El no de Irlanda o Irlanda frente a una Europa de mentira, ante una Subeuropa, contra una Europa más nacional que europea.

¿Una o varias hordas?

¿Una o varias hordas? Los bárbaros de España crean una horda, pero los creadores no son lo mismo que las criaturas: al contrario, son sus príncipes, es decir, los principales, los mejores en el periodismo, la política, la sociedad, el deporte, la economía e incluso la cultura. Ellos construyen la estúpida, atroz y satisfecha horda, que pocos daños ha ocasionado para el inmenso potencial de destrozo que encierra --quizá porque no ha logrado extenderse con igual o semejante fuerza a toda la península: en algunos lugares la horda obedece a otros principales, que quieren también la suya propia, una que en vez de nacional sea nacionalista, y la quieren tan reconocida como la tiene Madrid, que es oficial en todo el mundo. Los bárbaros del centro frente a los de la periferia, hordas contra hordas de la nación de naciones de la patria. Porque todos somos iguales o al menos lo son ellos, que no es poca cosa: los creadores son en todas partes lo mismo, tan humanos, humildes y sencillos como cualquiera, sin parecer siquiera los dioses constructores del populacho, sino tan sólo sus seguidores, ciertamente unos más de la horda, sus cabezas visibles, sus oscuros corazones, sus oídos atentos y sus ojos despiertos. ¿Qué ven los jefes? El poder y la gloria, pero lo que no ven sus subordinados es que el poder de su respectiva horda no es más que el de sus jefes convertidos en dioses: el bien de España que celebran entre incontables monerías no es más que el de sus artífices, que ya no miran por diferenciar al pueblo de  todas sus degeneraciones sino por identificarse con él para continuar generándose en la cima de la populachería. Qué finos son los príncipes y qué buenos los súbditos si les obedecen y no van más allá de lo necesario, si respetan sus templos y palacios y acaso amenazan a los de sus rivales si es lo que conviene: amor de la horda a sus conductores y de los bárbaros que la construyen hacia la horda que los lleva en cabeza. Pero ¿una o varias hodas? La cuestión, ay, queda abierta, pero en todos los sitios son también iguales las criaturas: en el fondo unas sentimentales incontroladas capaces de todo y cualquier cosa.  

Prohibido escupir en el campo de batalla

Es absolutamente impensable que los periodistas informen realmente de nada, por la muy simple razón de que desconocen la información que no está al alcance de cualquiera y, si acaso la conocen por estar en el secreto, la guardan y velan: son, digamos, informaciones de guerra sustituidas por la propaganda, silenciadas si perjudican al amigo y publicadas si lo hacen con el enemigo. Pero ni siquiera es seguro que todo lo que perjudique al adversario sea informativo en vez de meramente propagandístico: es, simplemente y sin duda, un ataque al rival en la lucha por la conquista del poder. Lucha política, económica, social y cultural, librada en los terrenos del periodismo, el mismo poder que los otros. Los mismos periodistas pueden ser cesados al instante si no cumplen correctamente su función, que consiste básicamente en saber qué decir y qué callar, qué silenciar y qué publicar, porque la guerra deja cadáveres con vida. No es que la información no sea veraz, es que no hay información y, ciertamente, toda operación de guerra es auténtica: ¿debería ser sin embargo ilegítima? ¿Habría que aplicarle el principio de la guerra justa y el empleo adecuado de la fuerza? La opinión no delinque y la información es secreta: la una, sea la que sea, ya no es peligrosa y no pesa sobre su emisión pública la censura, y la otra existe fuera de la opinión publicada y su lugar lo ocupa la obligada y legal propaganda política de guerra, el amigo y el enemigo, incluso el demócrata y el fascista, ejemplo clásico de propaganda pura y dura. A veces el atacado pide ayuda porque al parecer el atacante ha causado un daño al que no ha podido hacer frente él solo, pues tal vez no ha sido capaz de soportarlo con la entereza y la ejemplaridad con que otros de sus colegas de batallas lo han hecho en otras y más sangrientas lides, y el juez al que la solicita, que también está en guerra, le proporciona el auxilio requerido: usted ha traspasado la frontera, le dice al atacante, una cosa es la información y otra muy distinta la opinión, al menos según la teoría, y usted ha mezclado ambas de muy mala manera --mi sentencia crea un precedente: prohibido escupir en el campo de batalla. La justicia contra los escupitajos en la guerra, no absolutamente contra todos sino especialmente contra algunos: los que van cargados, con sus calumnias e injurias, contra el hombre honrado y verdadero, limpio y cabal donde los haya, que vive en paz con todos y tiene que salvarguardar su prestigio. En suma, no escupirás a un caballero de la política: sal fina, amigos de la prensa, que los pobrecitos ofendidos pueden volver a reclamar de la supuesta autoridad civil competente ataques sutiles, silenciosos y correctos, sobre todo por parte del enemigo. Ha vuelto la guerra de espadachines al país de la tranca. 

El depredador revestido de benefactor

El caudillismo se halla en el fondo de la política, el caciquismo en el de la democracia: naturalmente, ambos son ilegales y delictivos, pero se ejercen desde el poder y, en cierto modo, son poder, son lo que se mueve por debajo de la ley. El poder es lo que se ejerce realmente: con él se consigue que uno y los suyos vivan a expensas de los otros, y se consigue por medio del miedo aunque no a través del valor, porque el poder lo proporciona la política y la democracia, las coartadas más fabulosas que se hayan inventado para ejercer el poder en nombre del pueblo, pero privándole incluso del recurso a la ley como en toda dictadura que se precie. La ley es la de unos pocos, como el poder no lo es de muchos más, cosa que se observa claramente cuando se caen las caretas y en lugar de la representación aparece de pronto la realidad. El poder no se somete a la ley si no es para beneficiarse a cambio, pero a veces no obedece a este mecanismo porque el poder quiere todo el poder y no se resiste si no se lo impide otro poder, otra fuerza, bien directamente, bien legalmente. Pero lo que la ley no puede ocultar es la existencia del poder y que se trata de su obra y a veces la descuida porque, como decimos, se halla demasiado limitado por su presencia: darle poder a la ley es difícil y complicado para el poder mismo y, sin embargo, a veces no hay más remedio que hacerlo y es ella precisamente la que se muestra puro y duro poder, forma severa e implacable casi como la ilegalidad que se comete desde el uso del poder y a menudo impunemente. Pero cuando se atraviesa la raya es el mismo poder basado en la representación política democrática el que ha de reaccionar y plantear como excepción a la norma lo que sin duda lo es, pero devolviendo al primer plano de la escena lo que se llama un tanto exageradamente el imperio de la ley, una figura que se supone vela y rige por encima del poder mismo: si en la naturaleza se descubre una ley, cuando no simplemente se la inventa, apoyándose quizá en los largos períodos de tiempo que el físico contempla, en la sociedad resulta más arriesgado y es desde luego más visible y evidente el hecho en bruto de que la ley es el poder, a pesar de los diferentes tipos de ejercicio que conocemos. Pero por encima de todos ellos casi se puede afirmar que el poder es, sencillamente, el depredador revestido de benefactor y, en este aspecto, importa tanto la dictadura como la democracia, la política como la milicia y sus asociados, pues se trata de disfrutar de él: conocer sus sensaciones, emplear su secreto, descubrir sus placeres, buscar su efecto. Ser el poder, todo el poder, un poder realmente excesivo cuando lo pretenden tantos.

Todos excéntricos pero centrados

La izquierda y la derecha españolas de acuerdo, milagro en la patria común a todos: Madrid abastecido, los huelguistas detenidos a las afueras de la capital del Reino. Reina en la villa el orden, la libertad y el concierto: no hay Oposición, pero ¿quién la necesita desde que el Gobierno ejecuta su política? El centro geográfico y el político son idénticos y les pertenece con igual derecho a unos y otros, derechistas e izquierdosos, pero todos centrados en el deslizamiento hacia un mismo punto arbitrario y sin duda excéntrico. La huelga es un derecho recnocido legalmente y su ejercicio también, pero prácticamente limitado: la huelga de los transportistas no debe colapsar el tráfico de la nación, representado en el de la capital de todos, porque existe un tráfico superior a los demás, una circulación general, altruista y colectiva, un movimiento universal y desinteresado, y una huelga del transporte bien entendida y mejor practicada no ha de cortar más que su propio tráfico y, en definitiva, el camión no debe salir de su cochera. De este modo el ejercicio de un derecho no entrará jamás en colisión con el ejercicio de otro, porque la jerarquía está clara y, además, la carretera es para todos y no sólo para unos cuantos que esta vez no son, de toda la población, únicamente los automovilistas: el colapso es un problema que los médicos y cirujanos deben evitar, sobre todo después de que -vacilaciones de la presidencia de Gobierno ocupada por un tipo que ha de cargarse de razones para cargarse la huelga- sus jefes lo hayan permitido, cuando no propiciado por su falta de previsión de conflictos y riesgos de un futuro que ya es presente y aún no pasa. Todo tiene sus límites, en efecto, salvo al fin la estabilidad del Gobierno y la movilidad de la Nación con los camioneros como Dios manda, o sea, si no están en huelga circulando y si lo están parados y en su casa.