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Todo el poder al patroncito

No hay duda, la solución es la restitución de lo que se ha hurtado de un modo u otro a su legítimo propietario: es decir, dar todo el poder al patrón, que es el que se juega los cuartos y además se los juega con unos trabajadores que, a poco poder que arrancan al amo, se suben a la parra como si fueran los verdaderos dueños de la empresa. Pero ¿quién es el amo? Se trata de recordar quién es quién y el lugar en el que se halla cada uno en el interior de la fábrica: el patrón es el que se ocupa de contratar y despedir y el trabajador el que no se tiene que preocupar del despido ni del contrato ni de nada referente al empleo ni siquiera en el caso de que se trate del suyo, porque se halla privado de la pequeña pero trascendental partícula reflexiva y no es más que el paciente de un sistema por el cual el agente de todas aquellas operaciones que sin duda afectarán a su vida se halla en otra parte, pues es en otra parte donde se halla el sujeto sin el cual es cierto que no habría trabajadores despedidos pero tampoco contratados y desde luego no se produciría el proceso económico: el trabajador ni se despide ni se contrata y, lo que es más grave, ni contrata ni despide a nadie en un mundo, aparentemente el suyo al menos en  la parte que le toca, que se caracteriza por el poder de uno sobre otro y no sobre sí mismo. En realidad el trabajador es un objeto que todavía se halla demasiado animado como para no parecerlo, pero incluso como sujeto en el ámbito de la economía la mayoría de las atribuciones que se le reconocen no se encuentra en sus manos, de modo que se podría hablar de un sujeto fantástico y un objeto cada vez más desanimado pero más real y cierto, ajeno a todas aquellas facultades que se le atribuyen y él no tiene más remedio que relacionar con la burla, la mentira y el engaño, este lenguaje quizás inapropiado al que sin embargo se traducen necesariamente las buenas intenciones y los buenos deseos al menos cuando las cosas vienen mal dadas. El valor de la empresa se restablece restableciendo los derechos del patrón y los deberes del trabajador, porque de esta manera se implican y realizan mutuamente el deber del patronazgo de uno y el derecho al trabajo del otro: un derecho que efectúa el patrón cada vez que se contrata a un obrero y un deber que no se lo discute el trabajador ni cuando lo despide sin indemnización o con una indemnización muy baja. Todo el sistema se restablece restableciendo el poder que le pertenece al patrón como doble o copia del modelo del patrón por el que se rige la nación en su conjunto: el obrero ha de vivir para trabajar, que es trabajar para la empresa a la que se dedica las veinticuatro horas del día el patrón, la noble y grande empresa de la riqueza de la nación. ¿Cuál es en medio de este oscuro panorama  nuestra singular y quizá poco apreciada fortuna? La preexistencia de un buen obrero y un buen patrón y de una bondad que se define en un caso por la acción de servir y en otro por la de ordenar y decidir en el lugar de todos: el paternalismo y el servilismo han vuelto cuando aún no se habían ido del todo. Pero ¿y si un día aparecen de imprevisto los malvados y se apoderan de las viejas leyes resurrectas del trabajo? Mientras tanto, mientras todo llega y todo pasa, el trabajador bien sujeto a la empresa se transforma en aquel objeto de un contrato que en el fondo siempre ha sido y el empresario libre de toda sujeción al obrero en el sujeto de una acción desconocida un tanto parecida al atraco que nunca en la vida se le ocurrió que fuera, ni siquiera cuando quizá contempla sin remedio que el problema al que se enfrenta es que todo lo instituido se cae a pedazos con tal fuerza y de tal modo, que si se dedica a levantarlo de nuevo desde los cimientos como se le ofrece con halago no servirá sino a la conservación de una montaña de cascotes y ruinas sin ningún porvenir. ¿Quién se tiene que liberar, y liberar del poder, incluso del poder sobre los demás que se le entrega sin empacho a cambio de asumir el que se ejerce sobre él? Evidentemente, no sólo el trabajador: también y aún más el empresario. El empresario rey, el empresario amo. Demasiado poder, demasiada carga sobre sus espaldas, para el que solo se ocupa del legítimo beneficio de su empresa.

Recortes sí, pero revolucionarios

Los novios, que ya se podían casar ante el cura, el juez y el alcalde, lo pueden hacer por fin ante el notario: ¿se tratará de la famosa libertad de elección de intermediario? Nos hallamos sin duda ante una libertad conservadora, porque gracias a ella se logra efectivamente conservar el matrimonio ante un tercero y aun corregirlo y mejorarlo: pero ¿por qué no arbitrar una medida tan sencilla como permitir que los novios se casen ellos solos ante sí mismos y los suyos, que son sin duda los de uno y otro lado? Al fin y al cabo son los novios los que se la juegan, de modo que si la respuesta está en sus manos no se ve por qué la pregunta habría de mantenerse en manos extrañas: se podría objetar que esta medida oculta la perversa intención de propinar un golpe de gracia al sistema, pero no se puede negar que posee una importante lógica interna en absoluto contradictoria con la política de recortes y ajustes necesaria para superar las severas dificultades económicas que se observan entre los notarios, además de las políticas que abruman en silencio a los curas, los alcaldes y los jueces. Pero ¿acaso no se puede ajustar y recortar de otra manera? Recortes sí, pero revolucionarios, porque con los actuales continuarán el derroche y el despilfarro: ¿para qué se necesitan tres si dos son los obligados? Si los que se casan son una pareja, ¿por qué introducir en medio un tercero? No se puede sostener desde luego que los novios sean cada vez más niños, pues se casan sin duda sin demasiada fe en los contenidos de los ritos y las leyes y, en este sentido, ya están suficientemente maduros para presentarse ante la figura fría y gris del notario, entre otras razones porque tampoco se han detenido mucho a pensarlo: ¿abonar un precio a un extraño por que les formule una pregunta que, además, en la práctica totalidad de los casos se contesta sola? ¿Quién y por qué mantiene aún la propiedad intelectual de las más simples y comunes fórmulas? Se trataría de dar una vuelta de tuerca a la austeridad, panacea mundial contra la crisis, de modo que la supresión de los intermerdiarios constituyera la clave de su seguro éxito: ¿resistencias? Lógicamente se esperan todas y, sin embargo, no hay nada de raro en que mientras los novios no se enteren de que les sobra el cura, el juez y el alcalde, los notarios se froten las manos y sonrían de vez en cuando: ¡con lo fácil que es la revolución y estos todavía se siguen secularizando! Aún cren los muy desdichados que la libertad consiste en elegir entre varias opciones, cada vez más desde luego, en vez de optar por tomar la libertad en sus manos y prohibirse que bajo ninguna circunstancia se desplace hacia manos ajenas a las suyas.  

Un tipo servicial

Si nadie es más que lo que representa, Fraga es el Estado por encima de la dictadura y la democracia, la libertad y la servidumbre, incluso la monarquía y la república: Fraga es el servicio al Estado y el beneficio a su servidor, que pase lo que pase nunca será abandonado a su suerte, porque también gracias a tipos como él el Estado llega a ser siempre el señor de la vida. Fraga es el hombre siempre dispuesto a ayudar, colaborar, contribuir y apoyar, pero necesita un amo con el que hacerlo: el amo es el Estado y, como Estado hay siempre, siempre habrá criado. El Estado es el amo del que ser criado toda la vida: en la capital y en la provincia, en el centro y en la periferia, en el país y en el extranjero. Fraga no es tanto el orden cuanto el orden de su señor, que es el señor de su vida: lo que le da sentido, porque ayudando a su señor es como logra ayudarse a sí mismo, incluso entenderse a sí. La vida de Fraga, sin el señor por el que la ordena y hasta la vive, es el caos y quizá alguna cosa peor que la muerte, de modo que hay que imponer el orden como sea: la calle es mía, porque la casa es de mi señor y mi señor no quiere bárbaros a su puerta, pero también es posible que yo no dijera nunca tal frase, porque es propio de mi condición temer acabar sus días en la maldita calle en que los iniciara. El servicio de Fraga es ordenar la vida al Estado, someterla a él, sea dictadura o democracia, incluso monarquía o república, porque fuera del Estado el hombre es un animal, y el beneficio ya lo hemos mencionado: ser un buen hombre, un tipo servicial, un servidor fiel y honrado. La lucha de Fraga contra la anarquía es su propia lucha por por persistir en su ser, por ser él mismo, toda vez que halla su vida tan amenazada por la anarquía como la del propio Estado: por este motivo acusarle de cometer barbaridades en su servicio al Estado es tan absurdo y ridículo como considerarle simplemente un fascista o un demócrata, lo mismo un centralista que un autonomista, tanto un españolista como un galleguista. Fraga es por supuesto todas estas cosas en la medida en que el Estado también lo es, pero ninguna lo agota como ninguna agota al Estado gracias al cual Fraga es el que es: Fraga, hombre de Estado, del que el hombre es. Fraga comunista, republicano, confederal. Fraga, el buen vasallo que hay cuando hay un buen señor. Un señor Estado.

Iguales ante su ley

El enunciado según el cual todos somos iguales ante la ley quizá se habría de modificar y cambiar por otro que, más acorde con la realidad, dijera que todos somos iguales ante su ley, porque la ley es la de alguien -la ley del papa, la ley del rey- y solamente en este sentido se puede hablar de alguien que es de verdad igual ante la ley y realiza el enunciado: pero ¿acaso el enunciado no se realiza en sí mismo? ¿Acaso no indica en el fondo que es ante la ley ante la que no cabe andarse con diferencias, porque es precisamente la ley la que diferencia a unos de otros? Todos somos iguales ante la ley, pero la ley es la diferencia y la diferencia es la de alguien: quién sea este alguien no es tan difícil de colegir si pensamos que no se distingue tanto por sí mismo como por no hacerlo de la ley ante la que es igual siendo distinto a sí y todas las diferencias que pudiera expresar en cuanto que es él, diferencias que en ningún caso son legales porque la única diferencia es la ley y se halla más que capacitada para saltárselas todas, tomar unas y dejar otras, quitar estas y poner aquellas, justamente porque es la ley y la ley es indiferente a todo excepto a sí misma. Sí misma, o sea, la ley de alguien ante el cual o somos iguales a él o no somos nadie, con la paradoja añadida de que él en sí mismo no es nadie a su vez, porque todo su ser se reduce a un definitivo diferir de sí: de este modo la diferencia es suya y no hay más diferencia que él, o él es la diferencia establecida ante la que no se puede diferir porque diferir es continuar el juego de las diferencias sin ley que establezca cuál es la que sirve como identidad a todas, o la ley es él y nosotros los que no hemos de diferir de él porque nuestra diferencia es opuesta a la ley de la identidad que establece a través de él cuáles son las diferencias iguales y cuáles las distintas a la única que es igual a sí misma, o todos somos iguales ante su ley y lo que no podemos es ser distintos a esta diferencia que al modo de la identidad se establece por ley a la que ni siquiera él puede ser igual, porque en realidad no es igual más que a la suya. Él, el gran indiferente, el invariablemente diferido, el supremo diferidor de todo, gracias al cual todo lo que difiere, que es todo, se mantiene firmemente en el aire como una promesa o como una amenaza, pero sin forma ni sentido, puro bloqueo logrado a partir de una vida entregada al más puro servicio a la causa: la vida del papa, la vida del rey, una mera ficha en el gran tablero de la causa rígida y dura de la dominación mundial a la que sin duda le ha de llegar su hora, la hora en la que ya no sea imprescindible y el resto de fichas la sustituya y entierre quizá sin los debidos reconocimientos y honores.

De perros y ratas

La guerra no lo justifica todo, la guerra es simplemente la guerra, la guerra no siempre mata: la guerra resuelve las diferencias por la fuerza, pero no necesariamente por la muerte, y mientras unos ganan y mandan otros pierden y obedecen. ¿O acaso se trata de matar? Hay que defender de los criminales a la guerra, como también de los que la idealizan y exaltan: la guerra es destrucción que no purifica nada, y no hay coraje, no hay lealtad, no hay audancia que transforme esta realidad: en el sufrimiento no hay más valor que el sufrimiento, no hay en él ningún valor añadido. La sangre no nos salva, ni la nuestra ni la de nuestros enemigos, sino que nos mancha las manos, pero ¿qué política las tiene limpias? ¿Acaso no habría que defender de los criminales a la política, mucho más si son sangrientos? ¿O en la política no se encuentra como en su casa el matarife? En la política y en la guerra sobrevive y hasta progresa el mismo criminal de siempre, el que tiene sobre su falta de conciencia no solo el cadaver de la libertad sino el cadáver mismo, y parece que ni la una ni la otra están en condiciones de desembarazarse tan fácilmente de él: ¿acaso no se comportan ambas como el territorio preferido de los perros y las ratas? Nuestro rico y excéntrico dictador fue un perro en la paz y una rata en la guerra, como perros trató a sus súbditos y como ratas a sus rebeldes, y de este modo labró su carrera siguiendo una larga tradición que después de él quizá aún perdura: perros y ratas que poder matar para poder mantenerse en el mando. ¿Acaso se mata otra cosa en el mundo? Casi diríamos que si no hubiera perros ni ratas no habría muertes en la política ni en la guerra e ignoraríamos las oscuras virtudes del raticida incluso con los canes, pero ni siquiera la sangre fría de la política es capaz de regular lo que por supuesto la sangre caliente de la guerra es incapaz de hacer: cabe destacar, sin embargo, que resulta más fácil someter a la ley a los derrotados que a los gobernantes, aunque no sea este nuestro caso quizá porque todo depende de que, aunque se trate del mismo asesino, no tenga siempre el mismo poder. Pero la paradoja a la que asistimos es que por una vez el raticida lo aplicaron las ratas sobre el perro, que murió como vivió, aunque sin rendirse: la muerte es el final de la muerte que fue el comienzo, pero a pesar de todo la muerte no es bélica ni política. Es, quizá, el asesinato de un asesino desatado por un mismo proceder en la paz y en la guerra. Quizás a partir de ahora se produzca la revolución tan celebrada después de una lucha tan digna y tan valiente.

Nuevos demócratas de toda la vida

De las capuchas a las corbatas, ahora que estas se están pasando de moda, porque hay toda una revolución en marcha que avanza sobre la política: pero bienvenidos sean los que dejan de eliminar al que difiere, aunque lo hagan con varias décadas de retraso, en un momento tan difícil para ellos que el cese no resulta especialmente meritorio y al modo de la política a la española: unos nuevos demócratas de toda la vida se suman a la escena, a pesar de tratarse de una escena en franca decadencia que sin embargo ellos agitarán unos pocos años. A veces no hay más remedio que ponerse a la cola y pasar por taquilla. Pero ahora el futuro es democratizarse y no hay propaganda que pueda ocultar este proceso: porque las ideas, los deseos y las palabras de unos no son los de todos y, aunque un día lograsen el respaldo de una mayoría, seguirían sin serlo, pues se trata únicamente de las palabras, los deseos y las ideas de quienes pretenden hablar, desear y pensar por todos, ahora que precisamente la representación es un asunto de parte y como cuestión de conjunto está quebrada. Durante un tiempo la animarán sin duda con su vieja y caduca pretensión de totalidad, el único espejismo posible y aún vigente de su salvación, y lo sepan o no lo sepan la servirán de algún modo entre las sonrisas de muchos y quizás las carcajadas de algunos, pero nada más y nada menos:  cuando se es el último de la fila no hay modo de ir más atrás. Naturalmente, nadie les va a pedir que den el salto de no querer representar a nadie como hasta ahora a no querer representar ni siquiera a una parte de los que junto a sus nuevos colegas de la política representarán, porque sería un salto de gigante del pasado más largo al futuro más inminente, pero empezar a diferir de sí mismos es un paso inevitable que habrán de dar más pronto que tarde porque no se puede querer representar a todos y buscar en la democracia la mayoría suficiente para que una política tan totalmente representativa y particularmente democrática tenga éxito: con desarme o sin desarme, ser siempre los mismos, frente a los cuales los que difieren no son más que un estorbo que apartar a un lado esta vez más por medio de la persuasión que de la fuerza, es parte del falso sueño de anteayer y de la auténtica pesadilla de ayer mismo. Pero ahora que cesan las armas ha llegado la hora de cambiar de rollo o, mejor dicho, de dejarlo: los buenos no tienen por qué ser buenos por ser de dentro, pero desde luego los malos no son los de fuera. No estamos para una representación total, ahora que hasta el mero actuar por otro se viene abajo.

Incendios y quemaduras

Ahora resulta que King-Khan es un ligón, no una bestia, y todo el mérito ha de recaer sobre la bella, el único ser capaz de descubrir en él la sed de amor que arrebata su alma. Pero el mundo no le entiende, el mundo le juzga y le condena, incluso le condena tras juzgarlo inocente: el gorila que abusa de su fuerza con las bellas es tan temible como odioso. Ni siquiera le salva el oculto deseo de la amada, porque el feo es un depredador sexual en toda regla y la bella sexualmente no es nada: puede dejarse desear, sí, puede consentir el amor, pero desear y amar activamente le están prohibidos y en la sexualidad es y ha de ser pasiva a todos los efectos, una vasija que recibe una lluvia de fuego, el objeto de todas las pasiones y el sujeto de ninguna, si acaso tan solo de los incendios y las quemaduras propios y ajenos. Sus labios pueden decir ámame, pero debe callar yo amo: no hay Queen-Kong ni puede haberlo en nuestros cuentos de amor y violencia, de sexo y sangre, que son todo un género, quizás el único, entre nosotros. Y, sin embargo, el cuerpo de la bestia está lleno de amor y el espíritu de la bella no es de piedra sino de carne que comprende el amor de todos los seres y los ama: la sexualidad que comunica a ambos en un abrazo incomparable es un secreto que queda entre ambos, pero al desvelarse afecta a todos aunque ya no es lo que era. Parece ser que había dos ligones y una historia muy particular entre ellos, pero el cuento ha retrocedido a sus primeros párrafos y el público no avanza: el amor es una cosa de la que ha de hablarse profusamente, pero hacerse ya es otra historia, y hablar de él es hablar de todo menos de él mismo, porque él no tiene tanto que decir más allá de la intimidad en que habla no siempre con palabras. King-Khan sigue muerto allá arriba, en la cima del edificio más alto de la ciudad, y de la bella ya nadie supo nunca nada más: la tumba guarda el secreto de la sexualidad y la muerte, en unos tiempos en los que, cuanto menos entendemos, más vociferamos nuestra ignorancia.

El gobierno de los mejores amos

Ellos se lo guisan y nosotros nos lo tragamos, porque todavía hay un nosotros y un ellos que si se eligen de abajo hacia arriba se comunican de arriba hacia abajo. La democracia es un sistema que ha de servir a que se cumpla el moderno designio de que el pueblo elija a sus amos que, por este solo hecho, se creen los amos del mundo: a veces también se lo cree el pueblo y los vuelve a elegir sin parar a pensárselo, pero si entre una elección y otra se produce una percepción distinta acerca de su excelencia se lo piensa sin detenerse en nada y los cambia por otros, porque en la democracia hay amos de sobra y se elige siempre a los mejores. La democracia es el gobierno de los amos más grandes, porque el pueblo no se merece menos: nosotros los elegimos y ellos se lo montan. ¿Quién se puede quejar de los tragos que ellos nos hacen pasar de vez en cuando? La sumisión voluntaria es la postura más coherente y menos problemática entre el electorado, porque si se pierde la fe en que nos gobernamos a nosotros mismos a través de las excelencias de que nos hemos dotado se pierde la virtud de la república: si hemos elegido a quienes hemos elegido, no nos queda otra que fastidiarnos, porque si elegimos a otros nos habremos de fastidiar igualmente. Nosotros hemos elegido, elegimos y sin duda elegiremos: el sistema se basa en nuestra elección, nosotros somos la base de una pirámide en cuyo vértice se halla el faraón que nosotros colocamos. Nosotros, los que siempre elevamos a un faraón, el único que se encuentra a nuestra altura, porque él es el nuestro como nosotros somos los suyos, realidad que a veces se olvida quizá porque entre unos y otros se levanta una montaña de arena y piedra. El verdadero pueblo elegido no es el elegido por dios sino el que elige a sus dioses, porque en el gran espectáculo de la democracia es como se dan a su divina voluntad los candidatos a ejercer el verdadero poder del pueblo, la suprema cracia.

Nuevo cristianismo pagano

El Papa no es una estrella del rock porque es humilde, pero hay que admitir al menos que es un rockero como sus miles de fans llegados a su fiesta de todos los rincones del mundo: hay que ver el espectáculo que le montan, él arriba y en el centro, encarnación de la palabra, y abajo y enfrente del majestuoso escenario los suyos en silencio, aguardando al señor de la voz cuya emisión demora y, por fin, aplica: ¡Madrid!, para estallar de pronto en el grito atronador y unánime que resuena en la bóveda del cielo concentrando en sí todo el fervor y el éxtasis: ¡Benedicto! ¡Qué marcha, Dios mío, qué movida! Hasta ahora, el grupo del Papa interpretaba como nadie en el planeta la grave melodía de la pasión, el sufrimiento y la muerte y, a través de estas sencillas pero precisas notas, la justificación de la vida y la liberación del alma: castigar el cuerpo, aunque no con los desgarrados sonidos rockeros, para salvar al hombre de la maldita música del mundo. En cambio la música cristiana es profunda, trascendente, densa y hasta pesada: no es desde luego muy dada a las grandes efusiones de la carne, sino que todo es más bien recogido, íntimo, secreto, como corresponde a la silenciosa existencia del espíritu. Puede ser gloriosa, porque el tema lo requiere e incluso lo facilita, pero ¿alegre? La alegría del grupo papal es la alegría en la esperanza de la vida futura plantada en medio del dolor que redime de este mísero presente en la vida en la tierra, pero es una alegría secundaria e inconsecuente que en sí misma no es nada, carece de sentido y es negativa y pagana, como celebrar un banquete en mitad del hambre de los pueblos: cristiana, en cambio, es tan limpia y pura como beber una copa de agua, aunque de agua bendita que obra el milagro de curar los males del ánimo más decaído. Y es en este punto donde salta la sorpresa, porque un Benedicto entregado a la fiesta, la celebración y el gozo con la ligereza y superficialidad que caracterizan inevitablemente a estos acontecimientos, no es verdaderamente de este mundo y, sin embargo, ahí está con sus chicos haciendo de un tema tan serio como Dios la letra y música de un espectáculo tan intrascendente o, si lo preferimos, inmanente como el resto en una especie de nuevo cristianismo pagano. Porque hay que ver qué amores, qué placeres, qué juegos.

¿Un loco, un criminal, un idiota?

¿Un loco, un criminal, un idiota? Posiblemente todas estas cosas y ninguna, pero sobre todo un activista de la unidad política, religiosa y cultural de Europa lograda a sangre y fuego; un antidemócrata que hace de la violencia y el terror los medios con que imponer su programa político de homogeneización y uniformización social europea a base de exterminar todo lo que difiere, porque es lo que le contraría, amenaza y revuelve: un acto de autodefensa de la civilización occidental cristiana en peligro de muerte a pesar de su superioridad moral y material sobre el resto --porque lo que según él corre un gravísimo riesgo de desaparición es el mismo Dios, el propio Hombre: el temor del rey, el pánico del obispo, el miedo del filósofo, reunidos en un solo hombre decidido a afrontar la amenaza como en los viejos tiempos. La aniquilación del diferente, ya sea de otra doctrina religiosa como de otra doctrina política: los que arruinan la identidad de Europa y los que permiten su ruina, los invasores de fuera y los traidores de dentro, unidos por un mismo odio y designio destructor de la sociedad. ¿Quién odia a quién, señores? Para él -¿él?- la muerte que suministra a los otros es una acción atroz pero necesaria de amor a los suyos: ahora bien, a pesar de lo que crea los suyos son cada vez menos, unos pocos matan como él y otros más hablan, porque unos hablan y otros actúan, quizá porque hace falta menos valor para el lenguaje que para la acción de la muerte programada en uno y otra. Europa es para este héroe trágico de lo uno, bueno y verdadero, la Europa pequeña y cerrada de los cristianos y los derechistas determinados a hacer todo lo que sea preciso por más terrible y apocalíptico que resulte: todo nos suena demasiado familiar, la violencia forzosa, el terror obligado, la identidad impuesta, la vida debida y ordenada. Los muertos son los malos, los matadores los buenos. Aquellos son las bajas de guerra de un hombre -porque es un hombre- que está aún en guerra contra un enemigo que no solo es el suyo. Posdata: respetad a quienes los cuerdos dañamos incluso cuando pretendemos sanarlos, porque no son los locos los que matan. Los que lo hacen militan en las filas de una política que no es capaz de solucionar con energía sus viejos problemas: entre otros, el de enterrar dignamente el pasado y, con él, todo tipo de anacronismos. Nuestro solitario y violento fascista, que no es desde luego de los tipos para los cuales la democracia consiste simplemente en unas elecciones para la dictadura, es un sólido resto del ayer en un hoy que aún no anuncia su mañana.

El reino del como si nada

La representación se mantiene en pie, no porque lo consiga por sí misma, sino porque la sujetan en el aire como una obra que se cae por el peso de la dramaturgia que ella misma invoca unos pocos brazos que no son precisamente los de los obreros: son los de quienes se dedican a trabajar y vivir de ella por más que los espectadores que abonan su butaca y pagan los salarios de la compañía se sientan cada vez menos identificados con la comedia que les representan a menudo sin mirarles a la cara y de la que solicitan y esperan algunos cambios. Cambios políticos, pero que tal y como están las cosas se juzgan poco menos que revolucionarios: elegir el cuadro de actores, participar de alguna manera en la elaboración del guión, renovar los temas dramáticos, modernizar la escena e incluso asesurarse de que la función que se anuncia es finalmente la que se representa no parecen en principio gran cosa pero cuando se trata de la vieja y cerrada representación de una democracia atenazada por el miedo a la libertad, la prima a la estabilidad y el gobierno y desde luego el amor a la autoridad y el poder, todo lo que no es lo mismo se vuelve lo otro y todo lo que se vuelve lo otro es una bomba que incluso si en un primer momento se comporta pacíficamente quizá porque su detonador aún no ha sido activado por nadie con el paso del tiempo resultará sin duda violenta y de un estallido terrible y quiá cruento, porque es lo que tienen las bombas y también las diferencias, que la violencia se halla en su misma naturaleza y cualquier petición -por no decir protesta- es solo aparentemente inocua: se empieza con pitos en vez de aplausos al elenco artístico y se termina quemando el teatro, por no recordar cómo se va dejando de entender poco a poco la necesidad y relevancia del arte irreemplazable de la representación y de su magia incontestable. ¿O acaso no es mágico que por arte de lo mismo la violencia de las leyes desaparezca y prácticamente no se la conozca entre nosotros porque la violencia si es legal no es violencia y todo papelito que se apruebe se considere de concecuencias a veces incomprensibles pero siempre inapelables y benéficas? Tampoco se ignora desde luego que la violencia verbal de los actores es puramente simbólica y si el público se la cree y luego la reproduce en la calle como si no fuera ficticia e inofensiva como un juego de chiquillos ya tiene al menos dos problemas: la ignorancia que no exime del cumplimiento de la ley dramática y la pena a la que se hace acreedor por ser tan fanático de lo que se pone en escena, que apenas distingue la realidad de la ficción e incluso de la farsa. Pero los responsables teatrales de la trama no se hacen responsables de nada de lo que ocurra fuera del teatro, una vez más y quizá esta vez de manera terminante y definitiva cierran las orejas a las críticas que recibe por parte de los asistentes la actuación, el argumento y el desarrollo de la obra, pues sugieren con cierto sentido de la libertad que a quien no le guste o no sepa apreciarla como se debe no vaya a verla o aprenda a reconocer sus innegables valores pero al menos permita que el que aún ocupa su lugar en el patio de butacas pueda seguirla entera y hasta el final aunque quizá sin pitos ni aplausos, en un silencio debido pero también entre respetuoso, temeroso y estupefacto ante tanto aplomo como el que se despliega en ella, y por supuesto y ante todo no se interponga en el camino de los actores hacia las tablas cuando no directamente hacia el estrellato. La cuestión ya no es por tanto si la farsa es una farsa, pues se representa la libertad y la soberanía del pueblo que no se sostienen ni con la ayuda de los artilugios más modernos y avanzados, de modo que difícilmente sostendrían la pieza de la que quizá sirven de pretexto y excusa, sino que se mantiene en pie por la única virtud de la fuerza empleada en apuntalarla cuando todas sus razones se han mostrado fingidas o adulteradas y no valen ni un poco de lo que la estructura a la que deberían dar sentido y contenido vale, porque la cuestión es efectivamente que la estructura existe, el teatro es real, y aunque la veamos en su desnudo esqueleto aún se encuentra ahí y actúa, pues quizá su verdadera función es la de ocupar el espacio y conservarse en él, sin derrumbarse de pronto y dar con los huesos en el suelo, como una representación que por fin se produce como una representación en sí y por sí que ya no necesita a nadie ni nada para producirse realmente: al fin y al cabo la política es una comedia que se representa en función de sí misma y ya cualquier apelación a los valores de la sociedad o el individuo cae en un vacío que ya no tiene la capacidad de disimular ni cubrir, pues el teatro es un agujero que se ofrece como pura y dura teatralidad únicamente preocupada en resguardar su lugar y su momento y, dentro del agujero, ya casi resulta indiferente que los políticos se hagan los fuertes o realmente lo sean, porque en cualquier caso el objetivo inconfesado que persiguen es evitar que el alma se les caiga a los pies para poder continuar actuando como si nada ocurriese, de modo que a pesar de que si el pueblo se la toma en serio la democracia revienta como un traje que se queda estrecho por el ejercicio de una política de sastrería no demasiado sincera ni elevada, la democracia misma se convierte en este reino del como si nada. Y es que a poco que se agiten las aguas la democracia derriba a la democracia, el argumento a la obra, la trama a la comedia y, en fin, la comedia al teatro: pues todo se origina entre actores, entre farsantes, entre hipócritas. Sin embargo, conviene señalar que no es que los políticos mientan, de lo que más bien se trata es de que no son quienes son sino en la medida en que no son los mismos que vemos en público sino otros de los que apenas se saben sus conversaciones privadas y reuniones secretas y no se parecen a ellos mismos sino en que difieren y son diferentes a la identidad que nos enseña una representación que la primera persona en cuyo lugar se coloca es la persona de ellos. En cierto modo se podría adelantar la hipótesis de que la representación a la que de pronto acceden como los espectadores desde el patio de butacas hasta el escenario en que se ejecuta la obra es la locura de los políticos no sólo ante la incomprensión y muchas veces estupefacción del público: ellos mismos se encuentran a veces un tanto perplejos y confundidos, cuando no realmente cambiados, como aquellos que sin duda les aprecian y quieren.

Modelo unisex de la política

El pepino español es inocente como todo fruto humilde, modesto y comestible: no se sabe que haya iniciado nunca una guerra, aunque su nombre aún salpique más de una crónica periodística; lo que ocurre es que al doméstico y pacífico pepino le delatan sus oscuros orígenes nacionales, el Sur de lo que llamamos Europa y sin duda es Europa al menos de boquilla es más promiscuo que el Norte y tiende a protagonizar mezclas que fuera de sus fronteras se juzgan perniciosas cuando no letales; el pepino tiene sin duda entre el electorado un componente relativamente honesto y puro, pues a menudo se le asocia con el símbolo del miembro sexual masculino que da mucho que hablar y ha de tomarse con preservativo -con la salvedad de que si a uno le conviene el póntelo, pónselo, con el otro es preferible el quítaselo, quítaselo, se sobreentiende que la cáscara o el pellejo-; la bacteria dañina con que se acaba de mezclar inconscientemente el pepino es o al menos debe ser como su nombre indica latina -la ecoli, procedente probablemente de la cola-, pues los alemanes tienen fama de ser muy ordenados y limpios con sus cosas y si se encuentran de pronto con alguna impureza en su casa la queman sin necesidad de pensarse dos veces si se trata de pepinos, de pepinillos o de pepes; Alemania no ha lanzado ningún pepinazo ni siquiera de alerta contra nadie, aún menos contra su tradicional aliado y sin embargo rival España, que en cualquier caso se lo devolvería enviándole un puñado de rosas a la nerviosa y querida Cornelia, pues en el fondo Zapatero es estoico como Séneca aunque no tiene huerto ni cultiva bonsáis -ni realmente nada- como el célebre moralista cordobés y Felipe el socialista sevillano que a su edad se anda todavía con problemas con la ética; Mariano, ya se sabe, no es inocente, pues no echa una mano al gobierno a la hora de tragarse la indigesta pepinada y deja solo a su cabeza visible con la copiosa ensalada que el pobre se trae entre manos de hace tiempo; Mariano es gallego y -para seguir con los tópicos nacionales- si nos lo encontramos en el rellano no sabremos si sube o baja las escaleras, aunque pensemos no sin cierta inocencia que se halla parado y a la espera de descubrir si los parados verdaderos suben o bajan para obrar en consecuencia; en general le pasa al pepino lo que por lo que se ve le pasa a la política, que no es de derechas ni de izquierdas sino que es lo que hay y punto, de modo que si la corrupción le alcanza ni los de un lado ni los de otro se lo comen y se culpan entre sí del misterioso pepinicidio como si no hubieran sido pillados todos con las manos en la masa; la suerte del pepino ya está echada, si no se vuelve loco y acaba pudriéndose en una triste y aséptica residencia de la edad intempestiva terminará sirviendo para hablar de cualquier cosa que no tiene nada que ver con su salud ni con sus enfermedades; pudiera ser al fin y al cabo que el pepino andaluz tuviera la fama y la soja hamburguesa -o cualquier ingrediente de la hamburguesa propiamente dicha- cardara la lana, pero a estas alturas de la historia ya no se puede pensar en la verdad de las cosas sino más bien en la guerra y su propaganda, pues entre los europeos es todavía frecuente que la nacionalidad condene a unos y salve a otros sin necesidad de juicio ni aún menos de justicia; la Merkel, claro ejemplo del modelo unisex impuesto a la política, no quiere problemas a la hora de ir a atender su alegre puesto de verduras al mercado o mandar a su esposo a que lo haga y se faje con su selecta clientela, pero seguro que pasado el tiempo se disculpa y no le importará nada a nadie, porque todo el mundo creerá única y exclusivamente en la fuerza soberana del pepino como hasta ahora ha hecho sin mayores problemas: para qué necesita a la razón al fin y al cabo el que lo tiene más hermoso y grande que el resto si además aún cuenta con un buen puñado de tópicos y refranes con el que se halla más que dispuesto a tirar Europa adelante y sin miedo ni vergüenza.

Natural la muerte

Como anunció una televisión pública española, Bin Laden ha fallecido: añadiríamos nosotros en la misma línea que el trágico suceso se ha producido de muerte natural, al menos natural en la vida de Bin Laden. A Obama le ha tocado ser el partero de esta muerte natural de su casi homónimo Osama, que últimamente se hallaba un tanto desvanecido, en efecto: ¿estaba vivo y, si lo estaba, cuánto? Porque su vida era naturalmente la administración de la lotería de la muerte, pero parecía haber abandonado tan ardua y rutinaria tarea, con lo cual el fallecido no debía de hallarse especialmente vivo todo este tiempo: ¿se mantenía artificialmente con vida, pues no podía consagrarse como quizá aún deseaba a sortear la muerte natural del otro como cuando su salud, aunque dramática, era pujante y poderosa? En realidad estaba fuera del negocio hacía años y simplemente se conservaba como una firma, sin duda la más prestigiosa y destacada, de estas casas de apuestas de la destrucción y la nada en nombre de la vida más íntegra y plena, que desde luego resulta mucho más artificial que cualquier otra, pero es indudable que para cuando sucedió su desvanecimiento último y definitivo ya se había entregado a ensayar la muerte natural propia y ajena: en realidad este trabajo es muy duro, darle el boleto a otro exige tal renuncia a uno mismo, que es como si se sacrificase la vida detrás de la ventanilla del juego siempre poco reconocido de la vida y la muerte. Si además el abnegado y siniestro lotero tiene a cambio la suerte de repartir el premio más grande que ningún colega haya repartido nunca en nación alguna, su nombre y hasta su fama ya no le pertenecerán tanto a él como al mundo y no podrá sino esconderse del gran ojo público en algún lugar perdido en que quizá se crea vivo como hacía tiempo, quizá cuando aún no estaba en el oficio y su vida era tan real como su muerte. Pero todo cambió tras dedicarse a jornada completa a jugar con la violencia y celebrar el sorteo en que premió a su particular manera al menos a tres mil agraciados que ni siquiera sabían que se hallaban en el bombo de su más absoluta desgracia, pues la paradoja del recurso a prácticas tan extremas es que el oficiante se vuelve el personaje de un drama que tiene muy poco que ver con la naturaleza: la violencia es, en efecto, la partera de la historia de otro hombre aparentemente igual pero en realidad muy distinto al que la naturaleza trae a la vida y deja que nazca y muera todas las veces que quiera antes de abocarlo a la muerte sin remisión por viejo. Pero Bin Laden no ha muerto por tales causas, pues su vida tampoco era muy natural que se diga sino que más bien lo natural era en él la vida violenta y hace ya diez años que se hallaba muerto a estos efectos, precisamente porque ya no administraba con la alegría de antaño la muerte de la que por fin le ha tocado a él su lote: la muerte no es más que un símbolo, tanto la de Osama el muerto como la del matador Obama, personajes que se asemejan en que ambos viven una segunda naturaleza elegida por ellos, pero se diferencian en que el primero de los dos vivía forzosamente privado de ella y como muerto desde que la llevara a su máximo apogeo. ¡Dónde estará Bin Laden y qué se creía el pobre! Ayer se lo hubo de comer la tierra y esta desaparición era hasta cierto punto el símbolo de su éxito como el último as que se guardaba en la manga, pero hoy se lo comen los peces y este fin es ya un símbolo que le es completamente ajeno y adverso. De los peces quizá se pudo salvar, pero de hacer nada más que sobrevir es más que dudoso: de hecho, no se dedicó a hacer otra cosa. Pero de mantenerse con vida, aunque su vida apenas fuera una marca, que era lo único que ya se esperaba de él, no pudo hacer finalmente su símbolo. Este es de los que aún se hallan vivos porque él no pudo matarlos y le dieron caza en su insospechada y confortable guarida. El único triunfo que aún podría esgrimir es que la partida siempre se desarrolló en el terreno por él elegido: fuera de la ley y del derecho. Algunos parece que no se han enterado, pero el mundo se halla en guerra y él aquella noche no esperaba desde luego a la policía, aunque el resultado de esta intempestiva visita hubiera sido el mismo que el de la que finalmente tuvo, pues se habría muerto de risa -más por su familiaridad con la muerte que por su sentido del humor y la alegría-: su máximo honor es sin embargo la continuación de una guerra, la suya, de la que no ha hecho más que perder una batalla, seguramente la que ya daba por perdida y más pronto que tarde. Cabe añadir que se ha tratado, no hay duda, de una muerte póstuma tan celebrada como en el fondo desconocida.

El fin del mundo ni en vivo ni en directo

Se quiera o no se quiera y se entienda por humanidad lo que se entienda, hay que reconocer que existe una energía verdaderamente humana en el mundo; se llama energía nuclear y, quizá como no podía ser de otra manera, se trata de una producción de vida a costa del precio en alza de la muerte: la civilización es lo que tiene, se añade muerte a la muerte como en la antiguedad no se conociera. La tierra se mueve, porque la divinidad ya no la sujeta, y los planes de emergencia nuclear se activan: los pueblos se evacúan, un país se encierra en casa, mientras el mundo contiene la respiración, pues no se ve tan afectado por la nube tóxica. El cielo, aunque vacío, es todavía demasiado grande y tampoco se le conoce al dedillo: en esta ignorancia y desmesura se sustenta aún la loca confianza de los hombres, lo que en el pasado se denominaba fe ante la vida. El día que le toque la radiación se pierde en el aire y el que se la encuentre no notará al principio nada, se hallará tan inconsciente como es norma y hasta podrá vivir con pasión y alegría lo que le quede: ¡qué riesgos no se asumen cuando de prosperar se trata! El hombre no controla su propia energía, la que se ha dado a sí mismo para progresar sin depender por completo de la del sol, la tierra y el agua, de la que es hijo; pero en el mismo hueco abierto a la naturaleza que se tragó a Dios en su día se ha introducido como el rey que reina pero no gobierna, porque en el fondo se trata de conservar la organización del reino o iniciar la aventura de plantearse la misma posibilidad de un nuevo gobierno terráqueo: la tradición de autonomía e independencia humana se ha revelado como una ilusión tan bella como peligrosa y es posible que quien no obstante se empleó con tanta energía a lo largo del tiempo se vaya al final al infierno hundido en el agujero del que se apoderó tras hallarlo vacío y en el que por una vez se sintió soberano y hasta cierto punto seguro. Pero el agujero se asentaba sobre todo un mundo, la tierra se mueve y el mar se levanta como si se tratara de un conjunto que opera extrañamente unido; ahí afuera se encuentra este pequeño rincón del universo y en él el agujero no es más que una figura del tamaño y la forma de una tumba al efecto, una interioridad que se complace en su propio sueño y no se despierta tras la fisión de la construcción en que aún se adormece: la humanidad es una sombra de la divinidad que entre los hombres se le llegó a imponer incluso al sol, y en esta historia quizá se viaje ya a la deriva sobre una balsa maravillosamente azul y cálida que en su incensante y continuo fluir se mantiene imperturbable y tan indiferente como acogedora. Las fugas y, en general, la libertad con que se comporta esta energía verdaderamente humana a poco que pueda es especialmente catastrófica, pero ¿se podrá olvidar que la tierra no es particularmente humana y que quizá la humanidad no se halla en posesión de sus más orgullosas creaciones pues está en su naturaleza que se escapen al control de sus dueños? El fin del mundo se producirá mucho antes de que se convierta en una bola silenciosa y fría, porque el tiempo difiere entre el momento en que se produce el acontecimiento y el que se consuma: es el ejemplo que nos proporciona a diario la muerte y también la vida, pues se ama un día y otro se crea como un día se enferma y se muere otro. La destrucción es, como todo, un suceso que se produce en diferido; casi se podría decir que no ocurre jamás ni en vivo ni en directo.

Cualquiera es cualquiera pero no un miserias

El anónimo es un procedimiento que se ha utilizado siempre que no quedaba más remedio, porque si se daba la cara y empleaba el nombre se corría el grave riesgo de perder y arruinar ambos: grandes obras se le deben a un poder que castigaba la libertad de expresión de los hombres que se hallaban por diversas razones en su mismo espacio; pero desde luego no era un procedimiento que se deseara: aún más, se podría decir que su uso tenía como objetivo burlar la tiranía en la que no poseen nombre ni rostro más que los que se le someten, pues los demás son amorfos, indiferentes y ciegos, y destacan por servir al tirano del que se benefician a cambio. ¿Acaso es poco beneficio ganarse la propia figura? Se dice que el pueblo es servil en estos casos, pero la verdad es que se encuentra desfigurado, mientras que los siervos de la dictadura son de otra naturaleza: se trata simplemente de los que la edifican y sostienen por medio de un trabajo continuado y terrible gracias al cual alcanzan una humanidad, unas señas y unos rasgos por los que se elevan sobre los demás, que no obstante el poder siempre se la ofrece al resto. El resto es precisamente el pueblo, y se compone de tipos anónimos y descarados de entre los cuales surge de vez en cuando uno que actúa sin enseñar el rostro ni decir el nombre a diferencia de como se comporta en casa, un par de elementos que no se le piden en la calle sino para registrarlo en la lista indeseable de la siempre temida y posible rebeldía. Identifíquese o se le caerá la cara que no tiene, pero a partir de este momento tendrá sin duda y no precisamente porque se le distinga como uno de nosotros. El ocultarse era la manera obligada de actuar cuando no se podía salir a cara descubierta porque era una libertad que se reprimía desde un poder para el que no había más que esclavitud o muerte y en cierto modo el mismo poder creaba a través de la represión el anónimo que se oponía al documento público con nombre y apellidos. El carecer a todos los efectos de nombre y rostro era el precio a pagar por realizar una obra auténtica y sincera que se bastaba por sí sola y no se podría haber ejecutado con la historia del autor por delante, de modo que este podía ser cualquiera y gracias a la incertidumbre que se generaba de este modo se revertía al poder la sensación de temor y peligro que el poder situaba en el mismo origen del anónimo: lo que no se firma es libre como un papel al viento, puede ser de mejor o peor calidad pero no se puede dudar de esta condición, pero incluso una obra que no aparece con la firma debajo y por tanto no se puede atribuir a nadie pudiéndosela atribuir a todos se le adeuda a un poder que tiene sobre su conciencia la biografía de los hombres, el nombre en su haber y el anónimo en su debe, pero con igual fuerza uno que otro. ¿Los anónimos actuales? Desde luego que no es posible relacionar este fenómeno en auge con la idea moderna y en absoluto pretendida por el poder de que el nombre de un autor no significa gran cosa respecto a la autoría de la obra, pues esta misma se le podría haber ocurrido a cualquiera y pudo haber sido realizada ya en el pasado o incluso hallarse realizándose en el presente en un lugar distinto y desconocido, pero lo que está claro es que ni la identidad de los hombres ni su ausencia se ciñen ya a las condiciones de un poder que domina los nombres y al menos provoca los anónimos: en la actualidad los unos son una ingenuidad, mientras los otros no dejan de constituir una vergüenza.

El que no es esclavo es porque no quiere.

Cuando por lo social se menoscaba lo individual, o por lo general lo particular, y se interviene en nombre de lo público en el espacio privado con prohibiciones, restricciones y censuras sin cuento, se entra en un devenir o una deriva contra cada uno y contra todos de la que no se beneficia sino el grupo que ocupa el poder y lo emplea fundamentalmente para su mantenimiento por medio de la división, el enfrentamiento, la sumisión y el temor de la ciudadanía a las consecuencias de la determinación de su voluntad tomada a partir de este momento como causa de rebeldía: el individuo se lo tiene que pensar dos veces antes de actuar, porque la libertad se castiga. Se produce la reposición de la vieja escena de los buenos y los malos ciudadanos: los buenos son los que acatan al gobierno y sus leyes, los malos los que no lo hacen, de modo que la virtud ciudadana se halla una vez más en la defensa a ultranza de las autoridades, su inteligencia, justificación y en último caso excusa, pues el centro de gravedad se ha desplazado casi imperceptiblemente de la libertad a la autoridad. La libertad privada es una cosa de la que se vuelve a ocupar la autoridad pública en aras de la prosperidad e incluso la mera supervivencia de la sociedad, como en otras ocasiones se hizo en pro de la nación, la monarquía e incluso la democracia, pues la honestidad se repliega ante la necesidad del poder de proceder a su conservación a toda costa: el que no gobierna en libertad lo hará en su ausencia, porque aunque gobernar no sepa es lo que desea con todas sus fuerzas y energías. La política se torna o, mejor dicho, se recrea como la forma por excelencia de forzar, autorizar y reprimir al pueblo o al menos a aquella parte de él que se encarga de conservar la autonomía e integridad del conjunto, pues la parte a la que se hace pasar por la del pueblo consciente y responsable no es sino el segmento dependiente y vicario de un gobierno del todo que, acuciado por dificultades y problemas para cuya solución no se halla preparado, se preocupa sobre todo de sí mismo por medio de ganar todo el tiempo posible antes de sufrir la inminente caída, aunque también se podría gobernar de esta manera por un tiempo indefinido, pues un gobierno que se centra en lo social necesita tener autoridad para imponerse frente a otro que lo hace en lo individual y se concentra más bien en la libertad: en resumidas cuentas, se trata de mandar y nada más, con la resolución de hacerse obedecer sea como sea por supuesto. Todos los controles se refuerzan, pues ya se ha operado la transformación que no se asegurará sino a través de la creación de una población acobardada y dispuesta a asumir de buen grado los dictados de un gobierno que se convierte poco a poco de demócrata en autoritario montando sobre el arma de la dialéctica, esta herramienta cuyo beneficio siempre se le ha de brindar generosamente al pueblo: este beneficio, este resultado se llama en síntesis sumisión voluntaria, libre esclavitud, obediencia deseada. Y sin embargo el gobierno, el mando, el poder que se alza sobre la voluntad de los individuos en nombre de la comunidad, es decir, de la existencia de todos ellos en tanto que generalidad en la que se transciende la particularidad de cada uno, es demasiado particular: ¿acaso no pretende, tratándose de un grupo pequeño y cerrado sumido en sus propias contradicciones internas, representar la totalidad en la que se diluye cada una de las partes? Nadie se ha dado cuenta, quizá ni siquiera los que se hallan en él, pero el tiempo del gobierno universal ya se ha iniciado: se trata de un puñado de individuos provisto de las mejores intenciones y los peores resultados gracias a los cuales la vida de la humanidad se hallaría en sus manos y aún se le habría de agradecer que no hubiera que morir por él. Morir ni matar desde luego: si acaso un poco de lío, de bronca,  de revuelo o, en fin, de malos humos y cortos vuelos. El que no es esclavo es porque no quiere.

Regular o no regular: ¿he ahí la cuestión?

La ley no puede impedir la locura, puede sancionarla pero no abortarla, de modo que la solución a la crisis de la economía no puede pasar por ponerla a esta última una camisa de fuerza: este es quizá un buen castigo, pero sin duda un falso remedio. Es precisa alguna otra medida para parecer un revolucionario y esta medida distinta no puede proceder de una psiquiatría más humana y moderna. Por otra parte, tampoco la locura puede controlarse a sí misma y hacerlo desde fuera ya hemos dicho que es en el mejor de los casos un esfuerzo bienintencionado, pero absurdo y vano: téngase en cuenta además que esta locura de la economía pasa por ser el motor de la sociedad, la riqueza y la prosperidad, prueba más que evidente, involuntaria pero evidente, de su demencia e insania. Y, sin embargo, es el motor, no cabe duda: un motor acelerado y loco que arrastra al vacío al vehículo, al conductor y al peatón al mismo tiempo, con la diferencia de que cuando no alcanza velocidades muy altas los destrozos que origina están dentro de los límites de unos riesgos razonables y asumibles al menos para la dirección general de tráfico. El bienestar de los muchos bien vale el precio del atropello de los pocos, pero si el motor funciona revolucionado -la revolución popular económica- a velocidades muy elevadas la situación económica cambia y el atropello de los más unido al bienestar de los menos genera el estallido de la crisis: qué porrazo el nuestro y qué motorazo el suyo. ¿Quién parará en seco sus revoluciones, quién devolverá el número de accidentes a unas cifras aceptables, de modo que todo vuelva a su ser y recupere su estado normal, sensato y cuerdo, además de feliz y afortunado? Pues no hay alternativa, no hay tal estado, nadie está tan loco, tan fuera de lugar, para plantearse siquiera el cambio de una máquina por otra, un cambio no programado, azaroso e incierto, y una máquina nueva o al menos diferente que hay que inventar y producir con su necesaria e imprescindible carga de lucidez y atrevimiento y su inevitable secuela de ensayos, pruebas y errores. Hay que elegir, no va a quedar más remedio: lo podríamos formular como la elección entre una locura u otra, es decir, la antieconomía -tradúzcase con precisión el término- o la economía que conocemos y sus grados y niveles mínimos y máximos de demencia que nadie en su sano juicio puede pretender regular. Regular o no regular no es la alternativa sino la última ilusión y el postrer servicio a una causa perdida que no deja de arrastrarse por los suelos como la verdadera divinidad de la tierra. Cuando el cielo es el dinero y este cae de pronto sobre las cabezas de los que al fin y al cabo, a pesar del adineramiento que han sufrido y gozado hace un momento, no son más que unos simples mortales, la tierra es un desierto en el que no sobreviven ni las ratas: estas han sido los primeros en precipitarse como un solo rebaño al agujero.

El pan y el apanarrado

Un rey sin vasalllos no es nada, lo mismo que un amo sin criados o un dictador a quien nadie obedece porque nadie lo quiere: el pueblo puede renunciar a la libertad a cambio de asegurarse el pan, pero si un tirano cree que gobierna por su cara bonita es que está loco, o sea, es un faraón fuera de lugar. El orden podría definirse como el pan a cambio de la libertad, la libertad que pierde uno y el pan que le da otro a cambio, y la revolución como la vuelta del pan y la libertad a las propias manos, la riqueza o la pobreza, la ruina o el esplendor, pero sin deber nada a nadie, sin un panadero ni un carnicero de los que dependa la vida y la muerte: es demasiado poner en manos de otro, incluso en una sociedad con una larga tradición en este sentido --con la diferencia de que en esta ocasión, precisamente en esta, el gobernante, independientemente de que lance contra el pueblo hambriento y revolucionario a sus pistoleros, es un tontaína de los pies a la cabeza: creer que el pueblo ama al que manda o prefiere el orden a la revolución no es para recibir otro calificativo, que no otra descalificación. El pueblo quiere pan y a veces, por el pan, pierde la libertad: no obstante, no entrega nunca del todo el corazón. El pueblo no es un apanarrado, el gobernante no lo debe ser, pues únicamente a él le estalla una revolución cuya hora parece africana y el reloj que la marca, aunque no es europeo, es global también. ¿Cómo llamar a esta revolución si es posible llamarla de algún modo? ¿Nacionalista, socialista, islamista? Pero ¿quién está en mejores condiciones para liquidar la revolución popular, ocupar su lugar y hasta tomar su nombre? Y, por otra parte, ¿cómo atemorizar al mundo hasta alejarlo cada vez más de la revolución del pan y la libertad? En otras palabras, ¿cómo salir de la revolución? ¿Necesita la revolución una salida de orden? Son los órdenes, llamémosles como queramos, los que separan el pan y la libertad, pero quizás la revolución tiene el suyo propio del cual el nacionalismo, el socialismo, el islamismo y demás ismos son sus usurpadores, ladrones y homicidas: ¿qué orden es, pues, el revolucionario? Pan y libertad, libertad y poder: y desetiquetando.

Playas de la libertad

Los tunecinos no hacen turismo, abandonan las playas -si alguna vez las pisaron-, salen a las calles y hacen la revolución: ¿la socialista? ¿La islamista? ¿Tal vez la bolivariana? No teman las potencias: no es caso de volver a una dictadura por temor a caer en otra, o de mantener la que cae por pánico irresistible a la que no llega. Pero por una vez la revolución no es la gran prostituta de la política y hasta puede ser sinónimo -por fin, tras tantas promesas y obligaciones incumplidas- de la libertad, la justicia y la paz: tal vez las que reinan en los países de origen de los turistas que abarrotan las playas tunecinas. ¿Qué ha sido de nuestros sorprendidos compatriotas? La revolución les ha pillado en bañador y han perdido un baño y ya no puede haber duda sobre un par de cosas: por una parte, el turismo no era político y, por otra, la dictadura era evidentemente turística --a pesar de que no constara en ninguna agencia de vacaciones europea: un filón nunca explorado por sus publicistas, prueba evidente de la falta de imaginación de una actividad creadora que a veces reclama el tratamiento de arte, el arte publicitario, más dado a a la ocultación que a la exaltación de ciertos exotismos. Apúntense a realizar un tour por el palacio del dictador presidente y las mansiones de los jerarcas del régimen, porque no todo va a ser sol y playa sino que también la cultura ha de tener su propio espacio: una de las ventajas, y no la más desdeñable, de tour tan genuinamente revolucionario es que si les alcanza de pronto la revolución en un país tranquilo y seguro donde manda el orden los turistas poseerán la cultura suficiente para comprender lo que está pasando. Que la libertad, la justicia y la paz están de turismo en otras tierras y que incluso el orden es una barbarie, la seguridad un crimen y la tranquilidad un cementerio: todo estaba preparado para los turistas y, de pronto, hay vida ciudadana, vida quizá digna de ser copiada en las autoritarias democracias occidentales sacudidas por la crisis y un amor nunca muerto del todo por los dictadores a la tunecina, o sea, los dictadores enmascarados, los nuestros. Parafraseando a uno de nuestros más célebres dirigentes mundiales: Fulano es un hijo de perra, pero es nuestro hijo, mientras que Mengano es el hijo de perra del vecino. Y hay que elegir entre Fulano o Mengano. Pero los tunecinos han machacado esta falsa disyuntiva y nos han colocado frente a la auténtica: la civilización desnuda o la barbarie disfrazada. Las playas de la libertad o las playas de la ignominia.

La cacería humana

El responsable es el que aprieta el gatillo, no el que convierte al baleado en blanco: blanco no precisamente de feria, pero sin duda baleado como mero monigote de feriante. Pim, pam, pum: bang, bang, bang. ¡Qué diferencia hay, desde luego, entre unos sonidos y otros! Un arma de disparo espiritual no mata realmente, pero si encuentra en su camino un creyente en vez de un cínico ya puede el espiritualmente disparado encomendarse a la protección de los hombres, pues de los dioses no puede esperar ni el amparo del último y definitivo: hay incluso quien cree hasta el punto de sentirse atacado con palabras, aunque aún no vea en este ataque simbólico el prólogo de una guerra demasiado poco figurada contra él y los suyos. ¿Los suyos? Los suyos, o sea, los descendientes de los monos: ¿qué puede esperar un simio de las criaturas diseñadas inteligentemente? Pan y misa si saben comportarse, pero leña al mono, que es lo que siempre hemos dicho, si olvida quién es y además pretende que todos pertenezcamos a su gran familia, pongo por caso. Entendamos, pues, que hay una violencia pacífica y otra violenta, tan pacífica la una que solamente alguien demasiado sensible puede calificarla de violencia: una palabra salida de la boca: tú eres un salvaje, es a pesar de todo una palabra, incluso una palabra inspirada por el espíritu, porque únicamente el espíritu puede realizar tales manifestaciones. Lo que en cambio no dirá nunca, la oración que nunca pronunciará es: yo soy un mono, pero ¿qué hacer ante tales manifestaciones? ¿Quién es su auténtico responsable? Seguramente un tipo que al menos ha de oír la verdad de nuestros labios: tú no tienes alma, eres un verdadero desalmado, quizá la única verdad que tú conozcas. ¿Ha comenzado por fin la cacería? Mono o salvaje no importa tanto, porque el baleado bien poco vale: pero empezó a cobrar este valor de pura boquilla. Una de las características más acusadas de nuestros buenos de oficio es lo malos que son con nuestros malos de convención: malos de palabra por supuesto, porque de los de obra y acción ya no quieren saber nada. Es una violencia pacífica, doméstica, oral, que no tiene que ver con salir de casa a cazar hombres, mujeres y niños.