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El gobierno de los mejores amos

Ellos se lo guisan y nosotros nos lo tragamos, porque todavía hay un nosotros y un ellos que si se eligen de abajo hacia arriba se comunican de arriba hacia abajo. La democracia es un sistema que ha de servir a que se cumpla el moderno designio de que el pueblo elija a sus amos que, por este solo hecho, se creen los amos del mundo: a veces también se lo cree el pueblo y los vuelve a elegir sin parar a pensárselo, pero si entre una elección y otra se produce una percepción distinta acerca de su excelencia se lo piensa sin detenerse en nada y los cambia por otros, porque en la democracia hay amos de sobra y se elige siempre a los mejores. La democracia es el gobierno de los amos más grandes, porque el pueblo no se merece menos: nosotros los elegimos y ellos se lo montan. ¿Quién se puede quejar de los tragos que ellos nos hacen pasar de vez en cuando? La sumisión voluntaria es la postura más coherente y menos problemática entre el electorado, porque si se pierde la fe en que nos gobernamos a nosotros mismos a través de las excelencias de que nos hemos dotado se pierde la virtud de la república: si hemos elegido a quienes hemos elegido, no nos queda otra que fastidiarnos, porque si elegimos a otros nos habremos de fastidiar igualmente. Nosotros hemos elegido, elegimos y sin duda elegiremos: el sistema se basa en nuestra elección, nosotros somos la base de una pirámide en cuyo vértice se halla el faraón que nosotros colocamos. Nosotros, los que siempre elevamos a un faraón, el único que se encuentra a nuestra altura, porque él es el nuestro como nosotros somos los suyos, realidad que a veces se olvida quizá porque entre unos y otros se levanta una montaña de arena y piedra. El verdadero pueblo elegido no es el elegido por dios sino el que elige a sus dioses, porque en el gran espectáculo de la democracia es como se dan a su divina voluntad los candidatos a ejercer el verdadero poder del pueblo, la suprema cracia.

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