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La estatua con alma o personalidad

Tanto los suyos como los ajenos se lo dicen incluso en silencio o con otras palabras: ¿por qué no te callas? La reina debe ser muda, sorda y ciega, pero además de que no se deba saber qué ve, oye y dice, lo que se debe conocer de ella entre el pueblo es que no hace nada de lo que ni siquiera se debiera suponer: ¿por qué? Porque la reina ni existe ni debe existir más que en su casa: en palacio se puede entregar con entera libertad y absoluta franqueza a criticar la homosexualidad, el aborto y la eutanasia, pero en la calle debe ser una esfinge sin vida y, por tanto, sin pasiones. Mejor dicho, dominada por la única y poderosísima pasión de hacerse la ciega, muda y sorda, porque a diferencia de lo que quizá sucede con su figura se cree que en el fondo la reina es humana y esta sospecha no se puede erradicar del todo: debajo de un personaje público debe de haber una persona privada que a veces no se conduce como quisiera el autor de la obra ni tampoco como quisiera el público que asiste al espectáculo --es como si de pronto la materia se animara y le creciese un alma prohibida o cuando menos desaconsejada: la reina debería actuar al dictado del maestro de ceremonias de la representación, porque si se libera del papel que le toca jugar la función corre el gravísimo riesgo de desmoronarse, o sea, de mostrar su carácter teatral y su condición ficticia, como una mentira bien organizada de la que se levantara súbitamente algún viento de vida de consecuencias imprevisibles pero en cualquier caso caóticas y destructivas. La estatua se halla viva, oh maravilla, y es de carne y hueso como cualquiera, el arte al que obedece no es desde luego moderno ni mucho menos revolucionario, pero hay una larga tradición en la que se inserta: uno en público y otro en privado que, cuando coinciden a la hora de manifestarse cada cual a su modo y manera, se produce la divergencia y el descoyuntamiento porque la imagen es opaca y la realidad transparente, la máscara oculta el rostro y hasta lo desfigura, lo trasciende según el modelo aún vigente de la inexpresividad y la representación y hasta lo falsea a través del procedimiento del hueco y vaciado, pero el rostro en el fondo se niega a morir porque él también sigue la ley según la cual todo ser quiere persistir en sí mismo y no se puede dudar de ningún modo que el cuerpo es a pesar de todo un ser de capital importancia para cada uno: vestido, incluso disfrazado, pero con tendencia casi irresistible a desnudarse y exhibir su piel, su máscara natural y la base de su identidad política y, en cuanto tal, artística y vital: no el espureo vacío al que le fuerzan los demás, sino el inconfundible gesto propio. El caso es que la reina tiene nombre y apellidos y fuera de esta materialidad no existe, no hay reina por ninguna parte por la que se mire: ella se llama Sofía, es católica, apostólica y romana, y a menudo parece que no es es la que es o que no es siquiera, o sea, que es una estatua en un pedestal y en el fondo su existencia la de un agradecido material en el que se puede moldear lo que se quiera, generalmente el símbolo por medio del cual no se dijera ni sí ni no sino todo lo contrario --leve arcilla, blanda arena, oscura cal. Pero el personaje se ha rebelado contra la obra o al menos contra los ambiguos derroteros actuales que ha ido adquiriendo la vieja teatralidad para situarse a la cabeza de los mismos de siempre y ni siquiera en la cola de los otros de nunca jamás y enseñar, a la vez, su persona para desvelar que en esta caduca farsa que aún nos traemos entre manos el conjunto de intimidad y generalidad es por lo menos una estatua con alma o, como si dijéramos, con personalidad. Pero en realidad la reina es una privilegiada a la que el conocimiento de su vida no le importa realmente a nadie: el ser humano, pues, se halla a salvo. Larga vida al Medioevo revestido de ultramodernidad y esquizofrenia.

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