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Los pobres de lujo

La gente quiere, y tiene poder --algún poder: ¿el suyo? Tiene menos poder que querer, pero incluso de este modo quiere, desea: el deseo no es suyo, le viene de fuera y va tan adentro como puede --no procede al revés, es más bien el revés de la trama lo que está en juego: la propiedad no es suya, es una apropiación de un objeto ajeno y externo: la tierra en la que cae el que será su deseo no le pertenece, o le pertenece tanto como el deseo que nunca brota de su suelo, porque es el producto de otra cultura o la cultura de otro mundo, el que llena de deseo a los vecinos sin tierra y sin máquinas con que conducirla a la producción (porque persisten los sin tierra, y son esenciales para el sistema de cultivo: la única peculiaridad actual es que, a pesar de ser unos desposeídos como siempre, tienen poder... para que el poder lo extraiga, obtenga de nuevo lo que a fin de cuentas él mismo ha creado e introducido en el poderoso querer de la gente). Pero, si el deseo no es suyo, la satisfacción de él tampoco lo es --lo único que es propiedad de la gente es la frustración. ¿Quién lo puede colmar y, en cierto modo, eliminar, ya que vivir junto a un deseo insatisfecho, en un vacío cada vez más pleno de amargura y de conciencia (son lo mismo), no es vivir, sobre todo si la satisfacción o la plenitud que lo haría desaparecer surgen como al alcance de la mano? La mano, sin embargo, ha de extenderse y abrirse, ha de saber pedir --y más adelante dar o ser tomada: una ayuda interesada saldrá en socorro de los necesitados (que también persisten: pero ya son necesitados como voluntarios, de un atavismo inconsciente aunque quizás inevitable, unos pobres de lujo, de altura), interesada y por lo tanto libre de toda sospecha, aunque en el fondo el interés resulte colosalmente extraño: el préstamo infinito, la deuda eterna, el cobro inacabable, la dependencia irresoluble, la independencia hipotecada. La gente, cuyo deseo es impropio, la satisfacción del cual también lo es, puede perder (y es la amenaza constante, el temor permanente, la angustia continua) el objeto que satisface el deseo, que por lo demás no es otra cosa que él (deseo igual a objeto), una vez que ya perdió la máquina de desear y el territorio en el que esta máquina funciona (máquina de desear igual al deseo como máquina en el territorio de todos los deseos como agentes). La gente, en vez de poder lo que quiere (¿la revolución?), quiere lo que no puede, y puede este querer gracias a la banca: otro querer le resulta inconcebible, y otro poder no le resulta nada (el querer y el poder propios, surgidos de sí, de dentro a fuera, realizables en sí mismos y en ninguna otra cosa). Hay otros deseos, incluso otra manera de hacer el mismo deseo, pero mientras vuelve este tiempo, sin duda intempestivo y peligroso, la gente vacía que abarrota de bultos sus agujeros (y su sujección de objetos) quizá no debe cesar de desear, desear y desear, hasta que no haya interés satisfacible ni deseable ayuda (que todo puede ser, no es imposible). Porque puede perder sus objetos queridos, sus vacíos atestados, pero sobre todo puede perder el poder que no tiene, el querer que tampoco posee, y volver a ser lo que nunca dejó de ser en el fondo: unos pobres de solemnidad, unos sin tierra sin más deseo que otra tierra y otra máquina de desear y cultivar el campo.

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