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Leyes bélicas

La batalla se libra en torno a la ley, la ley que no se puede cambiar se salta y sobre la que no se quiere seguir se vuela: nadie se salva de intervenir en una guerra que se habría de acabar supuestamente con la ley --pero ¿cómo se va a admitir una derrota? ¿Cómo se va a aceptar un desenlace de la guerra logrado por medio del empleo de las armas de la ley según los generales de semejante estrategia? ¿Estrategia o, mejor dicho, estratagema de soldado? La batalla se plantea con astucia y se gana con valor, inteligencia y coraje: en cambio se pierde con falsas y necias creencias en la neutralidad de la ley, su falta de belicosidad y su superioridad sobre la guerra en medio de la cual se erige por el miedo. ¿Acaso se puede encarcelar a todo un ejército? Más bien se ajusticia a los cabecillas y se escarmienta a la tropa, porque se trata de rendir a los que se ha derrotado pero no se puede apartar de la calle: se utilizan las leyes para conseguir que cada cual se preocupe de conservar su vida en vez de rebelarse junto a los demás contra la victoria por temor a la muerte de la que ya se libró en la guerra. Pero se trata sin duda de leyes bélicas con cuya utilización se pretende extender a la paz la derrota que se sufrió en una guerra perdida porque no se peleó según las condiciones que se precisan para alcanzar la victoria: entre ellas se cuentan la desconfianza hacia las leyes y la fe en el poder sobre todas las cosas, cualidades a las que no se puede enemistar por supuesto con las que no se le supondrían sino al espíritu grande y generoso, porque no se trata de un negativo y un positivo que en un mismo individuo no se podrían hallar sino en una lucha a muerte. En absoluto se trata de la muerte, como tampoco de la ley como una forma que no se deba a la guerra: la ley se relaciona más con el desarme, pero no se desarma igual el vencedor que el vencido. ¿Acaso se podría llegar a algún punto de concordia entre unos y otros que en el fondo no se distinguen apenas en el desprecio a cualquier modo de resentimiento, odio y venganza, y el deseo de vivir y amar la vida? La guerra, que no se para ante la ley, no se confunde con el crimen ni la muerte y solamente se la puede entender como un procedimiento real y simbólico por el que se resuelven las diferencias más en conflicto que en juego, pues no se sabe jugar como hombre cuando ya no se es sin duda un niño. La población se puede dar una ley u otra y atenerse a ella, pues si se gobierna por sí también se somete por sí misma, pero si se pretende la virtud en la república no se puede vivir sujeto al miedo en el que quizá no necesariamente se constituye siempre el sujeto. Quizá se pueda contestar a aquella pregunta traduciéndola a unos términos más actuales: se podría llegar a algún tipo de armonía si no se sobrevaloraran los golpes bajos y se apreciara en su justo valor el juego limpio, o sea, la sana agresividad y la alegre rivalidad en que se produce la vida. En cualquier caso se trata de elegir de nuevo entre el hombre fuerte y poderoso del perdón y el olvido o el débil e impotente de la memoria y el castigo: es decir, entre el horror o el futuro, la vitalidad o la muerte, el poder o la vida. Y, ciertamente, ya se está eligiendo. El malón, al paredón, ¿no es cierto?

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