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La palabra pollita

Allí no comen pollo -ni mucho menos su pareja-, los hombres no se desvían de una dieta estricta y rigurosa que los conserva gallos y, además, sin pluma -allí solamente quieren pelo-, amos del abarrotado gallinero en el que las mujeres, qué remedio, se atienen a lo que nadie más desea en la mesa, el plato prohibido y peligroso que a hombres de otras latitudes los convierte sin duda en gallinas, pero a féminas de gallos tan tiesos y peludos no menos que en gallas de pelea, dignas de la poderosa sexualidad y el espartano régimen -nada de pollo, quizá de vez en cuando un trozo de pollino aun si en vez de macho en realidad es hembra- de sus sacrificados compañeros de altos vuelos, incluso cuando aún son jovencitas -la palabra pollita cayó en desuso bajo las garras de la cruel y benéfica censura-, porque allí donde no hay pollo no hay gallina y donde no se come el único peligro que corremos es el hambre, no la desviación de la gran mamacita, pachamama de toda clase de animales menos de los gallináceos, raza dañina y populosa que sacia el apetito de unos afeminados europeos que no saben lo que comen, ni el precio que pagan en sus carnes por hacerlo, y luego se satisfacen sin gallardía -dicho sea en honor de los gallos que allí aún quedan-, con una hombría mal entendida y peor alimentada que deja a sus mujeres sin un triste bocado que llevarse a la boca, pues se las tienen que arreglar las desdichadas con un menú a base de conejo o, en el menos malo de los casos, pescado disfrazado de carne que no puede, por mucho que se esfuerce, disimular un sospechoso sabor a pollo -y el acusador e inoportuno gatillazo: tú has comido pollo, ¿no es verdad, papito?- al delicado pero sabio paladar femenino, allí en cambio el varón no come lo que no cría y es por esta razón que no pide pollo ni muchísimo menos su hermanita, porque se cuida mucho de no salirse de los límites de una dieta respetuosa con sus congéneres más tiernos y volátiles, se nace gallo -y quizá galla, porque la pareja del pollo está mal vista- sin pasar por la etapa del pollito, allí ya de pequeños algunos son gallitos y de adultos conocen algún que otro gallazo que prefiere morirse de hambre a desviarse, recubierto de pluma aunque quizá sin paja alimenticia de una sesera tantas veces en cueros, de la  ortodoxa sexualidad que un día empollara la madre naturaleza, no sólo por una cuestión de salud y belleza, pues ciertamente al que come pollo -no digamos ya si degusta la hembra de tan traidor animalito- se le cae el pelo y, lo que es tan grave como esta caída por lo demás fácilmente evitable con un poco de austeridad y entereza -amén de información correcta y adecuada y una voluntad a prueba de las oscuras y nunca del todo superadas tentaciones de la carne-, se le tuerce el que ya no será nunca más en su vida su enhiesto y más que notable pajarote, también conocido entre nosotros como la dulce galla o la  fiel gallina  siempre a mano a la que ya no oirá cacarear, desde el centro mismo de su entraña, allí donde comienza el gallinero donde la bicha reina sobre su recto propietario, arriba gallos de la tierra, en pie la desnutrida legión.

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