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El cuerpo: un ser que duerme, come y fornica

Todo el fenómeno del alma remite a un cuerpo sin juego o sin espíritu -porque el espíritu no es más que el juego que da el cuerpo, solo y acompañado, en el mundo que es su terreno de juego- y una vida sin energía, tristona, mortecina, aburrida y monótona, que monta sobre estas bases su identidad terrible y fascinante, su valor trasnscendente y su jerarquía suprema, y pretende además ser única, natural, inmutable y eterna. El alma humilde, pacífica, altruista, doméstica y humanísima, en guerra hasta la muerte contra la vida, en la que todos los cuerpos enérgicos son salvajes, malvados e incluso criminales, seguramente porque la sacan de sí y la arrojan de nuevo al mundo en el que arde como si fuera paja, cuando el alma es efectivamente un órgano que, recién incorporado al cuerpo con todo el juego que le ha vetado, toda la energía que le ha arrebatado y todo el espíritu que le ha descorporizado, vive en sí, por sí y para nadie, después de haber hecho del cuerpo un fantasma y de la vida la manifestación inequívoca de sus actos. Nuestra cultura de muertos y de los muertos es una memoria deseable e imposible de los vivos, de los más pero también de los menos vivos: alguien le debe al mundo un cuerpo reducido a un ser que duerme, come, defeca, fornica y muere (y puede descansar en paz cuando su hora, aunque en la tierra continúe una guerra en la que afortunadamente para él ya no tenga que trabajar y luchar por la paz, pues la descorporización de la materia o la desmaterialización de los cuerpos parece incansable. ¿Cómo no enfadarse, cómo no estar continuamente enfadado ante semejante fastidio? Es un engorro tener que abandonar esta apatía llamada contemplación -con la que no acaba sin embargo más que la muerte- para entrar en guerra).

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