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Y el imponderable de la esclavitud

La vivienda no es un espacio para vivir, ni siquiera para habitar, sino el ejemplo de un tiempo político, económico y social nuevo: la vivienda es el elemento central y capital que sirve a nuestro sistema la vieja función de hacer a unos ricos y a otros pobres, a unos acreedores y a otros deudores, a unos libres y a otros esclavos, en la guerra que es tradición incluso negada establece quién es quién en la vida. Es una operación sistemática que abusa del deseo de propiedad y el instinto de territorialidad de una población sumida en el temor a vivir en una intemperie que ni siquiera es suya, pues cree que hasta de la calle puede ser privada y sabe que no le pertenece ni la nada en la que ya no está seguro nadie: el espacio es frío y siempre nos sitúa demasiado fuera, de modo que hay que agenciarse un lugar hasta cierto punto cálido dentro de un espacio que dirigen los mismos de siempre, aunque quizá como nunca antes: hay que librarse del casero, pero sin pensar demasiado en lo que implica la nueva casa. Es decir, quién es el pobre, el deudor y el esclavo: quién es en verdad el amo que reparte la propiedad y distribuye el territorio para su mayor poder pero también para su mejor nombre. El sistema es bueno, construye viviendas para el pueblo, las pone al alcance de todos y ayuda a que cualquiera pueda abonar el precio que vale una vivienda que en otro caso no sería suya incluso si tuviera el mismo valor que tiene: los despropiados ya no existen, ya no hay más despropiado que el que quiere (y ni siquiera sería un despropiado, sino más bien un necio, un tipo incomprensible, un vagabundo que debería ir saltando de un lugar a otro como un fugitivo sin cabeza). El país fue una vez el profundo y solitario desierto al que venían a vivir todos los muertos de hambre de espacio y movimiento de la tierra,  pero ya no es sino la urbe extensa y atiborrada en la que todo el mundo tiene donde caerse muerto tras volver de un trabajo de negros que una vez estuvieron sedientos, pero ya están cada vez más saciados de su nuevo status de propietarios libres y adinerados que no necesitan ni mucho aire que respirar ni muchos pasos que dar por el camino, pues todo es automático: el pago de la pobreza, el cobro de la deuda y el imponderable de la esclavitud. Dinero y libertad ya son sinónimos, la vivienda en la que morir e ir malviviendo rodeado de lo inimaginable, pues no hay alternativa ni para el pensamiento (y, sin embargo, tan sólo nos queda lo impensable). 

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