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Los gaseadores y los gaseados

¿Quién era Hitler? ¿Hitler pensaba, sentía, amaba? Hitler era un hombre, no un animal, y pensaba: pero ¿en qué? Hitler era un creador, su idea era desde luego la creación, no la destrucción, pero su idea creadora obedecía a la realidad de la destrucción que en él era la fuerza dominante: no puede ser efectivamente de otra manera cuando el objeto de la actividad política es el regreso a una vida natural y sana (y un arte realista y saludable), lo que presupone necesariamente la eliminación de todo lo que en la vida es antinatural y enfermo, en esta ocasión la vida misma arruinada por elementos extraños (judíos, gitanos, homosexuales...) que han destruido la vida buena: de modo que para Hitler la destrucción es la destrucción de la destrucción, de lo que daña y pervierte, de lo que corrompe y asola. Las ruinas de los decadentes edificios presentes han de ser dinamitadas para levantar en su lugar los bellos e inmortales edificios del futuro: de la miseria de hoy a la grandeza de mañana por medio de la guerra necesariamente de exterminio y aniquilación de lo diverso y mezclado en nombre de lo íntegro y puro. Según esta metafísica aterrada de la lucha que lo abarca y dirige todo, el más fuerte es el único que posee el derecho a vivir, que es derecho y hasta deber de matar: de hecho el más fuerte en este enfrentamiento global por la supervivencia y la supremacía destruye al más débil, que es el que difiere en grado sumo de uno y no posee el derecho sino más bien el deber de someterse e incluso desaparecer según una lectura particularmente sangrienta de las leyes recién descubiertas de la naturaleza y de la vida. Porque la llamada revolución hitleriana no es más que la reacción más violenta contra la democracia y contra la aristocracia, pero con todos los progresos y aparatos de la ciencia y la técnica: tiene de demócrata lo que la democracia debe tener de antiaristocrática, y de moderna lo que la modernidad de antitradicional. Es el intento por construir un nuevo orden desde el rechazo más virulento al antiguo: un orden nuevo y desde luego popular, pero ni ruso ni mucho menos americano (aunque nadie creyera que su lucha contra el bolchevismo fuera más que retórica tras la cual apenas ocultaba su voluntad de expansión y sus ansias de territorio). En los términos propios del siglo, ni comunismo ni capitalismo, ni cristianismo ni ateísmo (ni Marx ni Jesús: Hitler y nada más, a diferencia de los dos anteriores un gran fracasado post mortem, pues pudo realizar sus sueños en vida y no mostró sino que eran más bien pesadillas): por el nacionalismo hacia la humanidad, el fin de todo conflicto y el principio de una verdadera hermandad. Cada hombre una raza y cada raza una nación: las unas sobre las otras, pero las otras bajo las unas. No todas las razas son iguales, aunque todas subsuman igualmente a los hombres en su seno: porque realmente no hay hombres, ni siquiera hay hombres -y mujeres- alemanes, sino -por ejemplo- individuos racial o nacional judíos inferiores a los individuos nacional alemanes que los dominan como quieren. En el momento de los hechos los hombres carecen de rostro, nombre y vida propios: son masas contra masas (el gran panadero artista y creador frente a los otros pobres panaderos artesanos). La política como una forma -perversa- de la física en su sentido más amplio: los gaseadores y los gaseados. También, por tanto, de la tecnología. 

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