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De una historia religiosa del mundo

El Dios que ama a los hombres debía de estar un poco loco o tal vez ciego, pues resulta evidente que no los conocía a todos por más que creara al parecer la humanidad como objeto de su amor, de sus cuidados y sus desvelos; pero los hombres lo odian y lo matan, lo clavan en la cruz por la que el Hijo de Dios salvará a todos los mortales. Los hombres son culpables, pero el más inocente de todos les salvará incluso de la muerte que ya mancha hasta su solo nacimiento, dará su vida por estos condenados que no tienen ningún poder sobre Él, pues su sacrificio no es más que el efecto de su absoluta entrega y sumisión a la voluntad del Padre que está en los cielos. En la tierra Él puede obrar maravillas como sanar a los enfermos y resucitar a los muertos, pero quizá la más sorprendente de todas ellas es este deseo de rendición a lo que Dios mande, incluso si lo que manda es el sufrimiento, la pasión y la muerte en que al fin y al cabo lo quieren los hombres, quizá no todos pero sin duda el número suficiente para que no quepa ninguna duda sobre la personalidad de la humanidad entera: unos asesinos que el crucificado pueden llevar con Él al paraíso, pero de momento están junto a la cruz clavándole al madero sin sospechar siquiera que elevan a su dios al cielo y sin saber ni por lo más remoto que el sufrimiento es quizá la prueba por la que ha de pasar el hombre para demostrar si es verdaderamente bueno o en cambio lo revela malo quizás hasta para la alegría de vivir y el entusiasmo por la vida. Porque el Hijo de Dios no tiene más voluntad que la del Padre, pero si le ordenara gozar sin duda lo haría con la misma decisión y coraje con que sufre y desea el sufrimiento, pues apurará el cáliz hasta la última gota de su sangre e incluso la buscará hasta caer extenuado y no poder más, pues Dios ha establecido para Él todo un ejercicio de impotencia y al parecer de humanización y enmascaramiento como si no pudiera servirse de todo su divino poder cuando quizá más lo necesita: Él quiere en efecto morir, pero no tanto porque la muerte reine en su voluntad como porque el Padre le envía a morir y Él, el Hijo del Hombre, no desea más que lo que desea el Padre, que si le mandase vivir le obedecería con idéntica determinación, aunque quizá sin rogarle tan angustiosa y desesperadamente que le proteja y salve, pues en la vida en este mundo parece desenvolverse con más desparpajo, autoridad y soltura que en la muerte que entre horribles penas y tormentos le dispone para ascender al otro en cuerpo glorioso. En la prueba de la extrema humildad por la que pasa, Él sufre sin quejarse porque es noble, en cambio nosotros hemos de soportar a quienes son capaces de quejarse incluso sin sufrir, pero no importa, tampoco nosotros hemos de quejarnos sino únicamente soportarlo todo y sufrir, sufrir como Dios manda y el Hijo de Dios nos enseña: Él padece infinitamente más que todos nosotros juntos y ninguno de nosotros es vil ni quiere ni puede serlo. Pero ¿llegará el día en que los hombres dejarán de ser malvados y admitirán sin sentirse forzados que son hijos de Dios y Dios les ama? Dios sufre por toda la humanidad e incluso muere por cada uno de sus miembros, le preocupa más la suerte de los hombres que la suya propia y el poco o nulo interés que los mortales muestran por su vida y por su muerte y por el gran amor que Dios les tiene. Los hombres no pueden amar a quien ni siquiera respetan ya que lo confunden y lo tratan unos como un bobo o como un loco y otros como un criminal o como un farsante, y el temor a Dios no es un sentimiento que le baste al hijo del Hombre. Si Dios no hay más que uno, todo el mercado es para Él, pues ha acabado con la competencia en estos enconados asuntos religiosos: alguien dijo una vez que los dioses sufrieron un mortal ataque de risa cuando oyeron semejante ridiculez del dios solo, pero el caso es que desaparecieron y, con su desaparición, también lo hizo el mundo en el que vivían entre peleas, querellas y juegos; las perspectivas del negocio parecieron inmejorables, pues la divinidad iba a actuar por fin sin rivales y a tiempo completo, y, sin embargo, el mundo le ha resultado tan extraño como ruinoso: los hombres no son demasiado aficionados a practicar la oración, pero aún lo son menos a rezar al dictado y, si todos han de rezar al mismo dios en vez de hacerlo cada cual al que ha elegido, puede ocurrir un sin Dios, pues de los viejos dioses al nuevo hay un salto que da directamente al vacío y en cierto modo el monoteísmo es el principio del fin de la rica y variada religiosidad humana: si no hay más que seguidores del Mesías, no hay mucho donde elegir y no cabe desechar una alta proporción de interesados falsos, infinitamente más falsos que el pobre Judas, en la insólita nueva fe que implica necesariamente una falta de fe evidente y palmaria, no un amor al Cristo sino un aherrojamiento al culto y las leyes. Pero Dios no quiere esclavos sino amantes, pues ha venido al mundo a liberar a los hombres de las tinieblas que les impiden ver la luz, conocer la verdad, encontrar el camino y descubrir la vida.  ¿Cuándo querrán los hombres sin embargo reconocer que son seres creados a imagen y semejanza del que es idéntico a sí mismo y que es en este ser igual a sí en el que pueden hallar el único espejo en el que reflejarse sin error y sin engaño? Pero, los hombres, ¿dónde están ahora los hombres? En verdad los hombres han sido suplantados por los creyentes, luego lo son también por los ateos, de modo que no reaparecerán bajo su propio rostro sino más allá de los dioses, pero incluso más allá de Dios y de sin Dios desde luego. No adelantemos acontecimientos sumamente improbables que por supuesto no van a llegar ni como caídos del cielo, porque mientras tanto el Hijo del Hombre aún tiene una pregunta que hacer a Dios como si no comprendiera del todo la voluntad del Padre, que lo ha hecho todo, lo ha iniciado y terminado, decidido y cumplido: no queda ya más que poner el espíritu en manos de quien siempre ha estado. El buen Hijo de Dios y de una mujer de la que ha sido un hijo obediente, cariñoso, trabajador y honrado, sin duda un poco excéntrico pero en absoluto malo, ha muerto y resucitado, mientras frente a Él el demonio, el ángel caído del Señor de cuya madre no hay ni sospecha, chilla desesperado y casi peor que muerto, pues su esperanza descansaba sobre la voluntad del hombre, en la rebeldía frente a Dios, junto a la soledad e incomunicación entre uno y otro. Pero el Hijo de Dios no tiene más voluntad que la afirmación, la reafirmación del poder del Padre, y en cambio el demonio no es más que la negación del poder que viene de lo alto. ¿Qué puede hacer un hombre entre ambos?  Adán y Eva, Abel y Caín, José y María, Juan el Bautista, Jesús de Nazaret, Pedro y Pablo, todos estos personajes y muchos más de la historia religiosa, maravillosa y terrible del mundo que parece indicar, y no por no ser tan humanista como parece ser hoy, que ya es demasiado creer en un Dios ni más ni menos que como símbolo científico, el demonio como otro moral y los milagros como otro más quizá tecnológico y moderno, que para entonces los hombres ya habían desaparecido y no volverán tan fácil a poblar la Tierra.

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