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Pobre gran hombre

Según sus más próximos exegetas, el presidente tiene un conocimiento que los demás no tienen -más bien, no tenemos-: un conocimiento secreto, misterioso, iniciático, sacerdotal --el del que está en posesión de la verdad: una información acorde a su inteligencia, tan distinta de la nuestra. Porque nosotros no sabemos nada -hemos de reconocerlo humildemente-, y quizá no lo debamos saber, pues nuestro verdadero deber como bien nos lo recuerdan es confiar en el presidente -antes decíamos en las autoridades, pero también era sobre todo una de la que dimanaban todas las demás-, que cuando estime oportuno y conveniente nos dará su palabra de ley: mientras tanto, no nos cabe sino interpretar sus silencios, y, si acaso -pero muy respetuosamente-, agarrarnos a su persona, atender a sus gestos, ceñirnos a sus movimientos, pegarnos a sus pasos, y esperar la iluminación que nuestras vidas precisan, sobre todo las de quienes tenemos una fe, quizá por racionalista, más difusa y quebradiza, más problemática en suma: ¡quién pudiera creer lo que no vemos, en este caso justo por no verlo --pues si por causualidad lo viéramos quizá no creeríamos nada! Pero no, nosotros no estamos en el secreto, qué le vamos a hacer, seguramente por nuestra falta de fe: claro que, bien pensado, el mayor secreto es que no hay secreto, que no hay nada. Una nada muy grande, sin embargo, en la que es necesario creer o, en todo caso, hacer como que creemos. Al fin y al cabo, ¿qué es la verdad? La verdad hay que crearla, y no hay mejor manera de hacerlo -quizá no hay otra- que creer en lo que decimos y decirlo de tal modo que sea imposible no creerlo. ¿Es mentira lo que dice el sacerdote? Debe serlo. ¿Es verdad? Lo debería: y por el bien de todos. Esta vez no nos jugamos la inmortalidad del alma, pero la conservación del cuerpo bien lo merece, ¿no? ¿Acaso tenemos otra vida que la que tenemos? Nos ha de ayudar un poco la realidad, es cierto, pero ¿qué es la realidad en comparación con nuestro verbo? El sacerdote de la nueva religión es nuestro presidente: él ha hecho de la política una fe, una creencia, una convicción --el que cree en él está salvado. Nosotros conocemos de oídas, pero un día lo haremos de verdad y veremos al fin la cara oculta y luminosa de las cosas: porque Él existe y sabe lo que hace. Guardemos silencio y dejémoslo a Él, dejémosle solo. En cualquier momento extraerá de su negra chistera el blanco conjejo con que certificará que estamos en presencia por fin del auténtico mago, del único prestidigitador que nos queda. El presidente es tan increíblemente religioso, que ya no hay más religioso que él: él y, por supuesto, sus amigos, sus aliados, y también -cómo no- sus adversarios y enemigos. Curioso éxito de los curas. Cada cual crea su sensación de poder como puede --pobre gran hombre.

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