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Un juego falseado e impedido

Probablemente, el fútbol es un juego de hombres que prolongan su adolescencia, su eterna minoría de edad, y, aunque vivos y corriendo siempre bajo la inocencia que les comunica el juego, participan de las trampas de los dirigentes y los políticos en general, hombres mayores más que grandes, que aman más el poder que el juego al que sin duda aman casi tanto como controlan y manejan: en otras palabras, el azar sometido al poder, la vida encadenada a la política, el acontecimiento atado al gobierno. O un juego falseado, desvirtuado, impedido -pues no puede mandar sobre sí, no puede-, en el que hay que saber perder y ganar, pero cuya más alta sabiduría consiste en reconocer, admitir e incluso a veces celebrar que el poder unas veces nos quita lo que es nuestro y otras nos da lo que no lo es, y que el poder, este poder, es el mejor, tanto en cantidad como en calidad, y sabe siempre lo que hace pues responde a una razón superior en cuyo conocimiento no pueden estar ni los que juegan ni los que simplemente viven. Los futbolistas son estos jugadores que, por medio de la traición que no protagonizan pero secundan, han dejado de ser unos niños y aprendido por fin a vivir como lo hacen los actuales señores del mundo: es decir, parecido o igual pero sin serlo. Precisamente como los que manipulan el azar, la vida y el acontecimiento

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