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El evisceramiento en vivo y en directo

En el corazón todo vale, porque es la guerra (según el célebre aforismo, en el amor y en la guerra vale incluso el simulacro), la guerra de las vísceras, el evisceramiento (en vivo y en directo, con el corazón aún latiendo, que palpitará siempre, pues no le dejarán reposo ni descanso): en la guerra está en juego la vida y, para protegerla, vale incluso la muerte (sin vida no hay libertad ni esclavitud, fuerza ni debilidad, riqueza ni pobreza). Pero en la guerra, al que le descubren -por ejemplo, en un acto de espionaje-, le matan, literalmente (le matan o mata él: tales son los términos, calientes, de la batalla): en cambio aquí, que no es la guerra, acude a la ley (más allá de la costumbre) a defender, de la airada reacción de sus víctimas, el derecho a la información que según él le asiste (en nuestro nombre: él no es más que el intermediario entre nosotros y ellos, en los que está para nosotros la noticia, el acontecimiento, la diversión: nosotros los curiosos, tantas veces aburridos, y mórbidos). Y la ley que juzga los actos de la supuesta e indecible guerra (actos que sin embargo no tienen el status de bélicos) no le condena por supuesto a la última pena (ni siquiera a la primera, que puede ser tan definitiva como la otra), mientras su ejército le felicita personalmente por el éxito a que ha conducido su acción (de guerra encubierta, es decir, de descubrimiento de la información): ha llegado al corazón del enemigo, que guardaba en secreto sus planes de actuación. El más audaz y atrevido de los de por sí ya muchas veces enmascarados ha atravesado el territorio de la ley, pero ha vuelto a él con el botín prohibido en sus manos: la cortina rasgada, la intimidad desvelada, es lo suyo (lo suyo es lo más privativo de los demás, este cadáver que nos servirá en bandeja). E invocando ante quien le quiera oír la realidad primera de la guerra, la explosiva existencia de la lucha de todos contra todos, e incluso, si es preciso, las prácticas habituales del reino del poder, el funcionamiento corriente del imperio del dinero (dinero es poder o no es nada), donde la moral proclamada es cero (otra cortina rasgada, otro velo desgarrado) y la hipocresía revelada menos cien. Pero ¿cero? El poder no sería nada sin el reino que lo somete todo a su influencia -ni el dinero sin el imperio-, pero la guerra no puede regir el mundo (el espionaje es información, quizá no legal, pero al menos impune): las fieras han de contar al menos con la presencia del domador (he ahí el simulacro, el todo que es la parte, la parte que es el todo), incluso en la guerra más encarnizada y salvaje lo hay (o lo parece) más tarde o más temprano (Marte es el dios de la guerra, Jehová es el señor de los ejércitos). Afortunadamente para él, el agresor -el espía- no puede morir y sus víctimas -quizá afortunadamente para todos- no pueden matar: sin botín (una noticia cada vez más potente, chocante e impactante) uno está muerto, pero el otro -privado de su última propiedad- debe acostumbrarse a vivir sin estar muerto del todo (o ser más vivo, en fin: en el fondo es la guerra y manda el botín, la violación, el saqueo, la sangre y la muerte). Todos los negocios pierden con la guerra, todos los gobiernos también: la partida continúa en cerrado. Prohibido el campo abierto a la guerra total, donde la pérdida de la vida no es una simulación (llegará el día en que alguien la pierda realmente).

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