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La guerra oscura

El gran enemigo de la guerra es la verdad, porque en la guerra la verdad es la muerte que produce el enemigo y la vida que producimos nosotros y, por este motivo, la censura hinca aquí sus dientes: no es bueno alentar al enemigo mostrando la verdad que produce -su verdad es nuestra muerte-, pero es bueno en cambio animarnos a nosotros mismos enseñando una vida que producimos que no siempre es verdad, aunque nuestra verdad sea siempre la que debe, o sea, la muerte de nuestro enemigo. Y no es que en la guerra reine la mentira, lo que ocurre es que no reina la verdad, como tampoco lo hace la luz, aunque en rigor no pueda hablarse de un reino de las tinieblas: el asunto es más sutil y complejo. En el fondo reina una realidad engañosa -que, sin embargo, no engaña a nadie que no quiera ser engañado-, unas tinieblas que pueden iluminarse desde dentro porque llevan consigo su propia luz, y una luz que puede oscurecerse porque trae en su interior sus propias tinieblas. O un secreto público y transparente que todos conocen y nadie revela y una transparencia opaca y muy particular en la que todos secretean y nadie cuestiona: tan absurdo sería cuestionar una como revelar otro. El caso es que la guerra oscura ha venido y nadie sabe cómo ha sido: ¿quién sabe tan siquiera que esta recién llegada protagoniza su vida hasta la muerte? La guerra que ha venido produce una paz relativa, insegura e incierta -cree en el engaño, y hace creer en él, quien lo necesita- en la que nada es lo que parece, y lo que parece no es lo que es, precisamente porque estamos en guerra y en la guerra hay que cegar al enemigo e iluminar al amigo, con la iluminación y la ceguera que hay en cada proceso, pero tanto uno como otro están en el secreto, pues son también hombres ocultos delante de las narices de todos a cuyo respeto no falta nadie, y cuya noticia es como si la llevasen escrita en la nuca: da lo mismo, nadie va a decir nada a pesar de tan evidente.

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