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Libertad o muerte

El precio a abonar por el ejercicio del derecho de autodeterminación es la dejación de la última y quizá más grande de las libertades: la libertad de matar --pero también a la inversa. Porque matar es también eliminar, destruir, aniquilar: es decir, lograr la unidad y la identidad, concluir la lucha del uno, bueno y verdadero, contra el otro, malo y falso: culminar el Ser, imponer el Uno, realizar de una vez por todas el Mismo --despertar de una vieja y terrible pesadilla. Acabar con el otro, pero por vías pacíficas y democráticas, es decir, mayoritarias: asimilarlo, integrarlo, incluirlo, tanto que ni siquiera pueda diferir, no ya multiplicarse --someterlo de buena manera a uno, cuando por fin vea por sí solo que no le queda más remedio que dejar de ser quien es para llegar a ser extrañamente otro, o sea, el semejante a uno, incluso idéntico y, quién sabe, quizás alguna vez uno mismo: tal es el último cebo, quizás el primero --pero el que desea picar, pica: muerde hasta el acero. El negro puede ser presidente de la república de los blancos, le basta con ennoblecerse --aunque el cosmos sea oscuro y el día no tan claro como algunos lo pintan: porque el secreto no está en el día, ni siquiera en la noche, sino precisamente en la pintura. ¿Continuará la lucha y, con la lucha, alguna forma de muerte? Y, sobre todo, ¿cómo renunciar a la santa y bendita lucha contra la multiplicidad y la diferencia? Hay una manera de matar por vías políticas, relativamente pacíficas y democráticas, que avalen todos, los más o los muchos: es además la manera de ganar para siempre, por lo menos hasta que vuelva la vida y, con la vida, la libertad. Porque lo que hay en la dictadura no es vida: es la victoria del ser uno e idéntico sobre la derrota de lo múltiple y diferente que lógicamente no es. Pero vida no es: mejor dicho, tampoco. Quizá tan sólo es poder, un poco de poder al menos.

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