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Sobre el discurso

Ama demasiado el poder

El problema de la mentira es que exista un poder que la quiera convertir en la verdad (y la vileza en nobleza, la bajeza en altura, la pequeñez en grandeza, la sumisión en libertad, la esclavitud en independencia, la cobardía en valor, el error en certeza, el prejuicio en razón): el poder es precisamente el de forzar las cosas, abusando de su suerte (una posición sobre la vida debida en gran parte al azar, aunque dependiente en cierto modo de su talento), ordenándolas según su voluntad, haciendo que las lenguas reproduzcan su palabra porque dependen de su boca, la que alimenta los cuerpos de los que salen sin olvidar las cabezas por las que entran. El discurso no es más que esta creación del poder sobre la vida que ha de ser suya para que él pueda ser él: un jugador de ventaja, un tramposo, un falso jugador que no ama más que el poder y, sin embargo, es muy distinto a este amante que bien pudiera ser si fuera neutro o como nada: en realidad es el flojo, el desgraciado, el impotente que ha de valerse de los demás y en cuanto un jugador de verdad le da la cara, habla su lengua, alimenta su cuerpo y recuerda su cabeza (que piensa por sí misma), el poder cae por sí solo bajo su peso muerto. Pero esta caída no la puede permitir porque de las palabras pasamos a los hechos, del discurso a la acción, y es bien sabido que el poder (como el pez) muere por la boca: si pierde el poder de imponer su discurso a la vida (forzándola y convirtiendo la mentira en verdad, la parte en todo, la nada en existencia, la ficción en realidad, la muerte en vida), simplemente pierde, debe cambiar, reconocer sus problemas, identificar sus rasgos (cara, boca, lengua, cabeza, cuerpo), y obrar en consecuencia. Dejar de ser quien es (cosa que muchos le agradecerían, pero ninguno lo habría de hacer tanto como él), independizar las bocas que no son suyas, independizarse de hacerlas depender de él, de donde todo iría seguido: es decir, ya no ser más el débil, el desdichado, el incapaz. Y más tarde, con un poco de fortuna, pero cuidándola mucho, empezar a jugar en serio y, quizá, llegar a ser un jugador auténtico y sincero: el que tiene una posición debida al azar y dependiente de su talento, pero no sobre la vida sino a su misma altura, en un mismo plano. El impotente para la vida (y la vida son siempre los demás) ama demasiado el poder, porque sin el poder sería, no nada, sino otra cosa: es decir, quien es. Demasiado positivo aún.