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Otra de cine

La noche de los girasoles

El violador parece uno, pero es otro: porque ¿quién es en realidad el violador? Sabemos que no es un tipo que viole y huya -como si le dominase la pasión que le asalta pero aún respetase la vida de quien le atrae tan irresistible e incontroladamente-, sino que golpea y mata incluso sexualmente -antes de hacerlo literalmente para librarse él de la justicia, pues él de sobra sabe quién es-, pues no le excita sino la muerte, la violencia que ejerce sobre su víctima -y, acaso, devolver la humillación que quizá siente a diario en el interior de su vida matrimonial y doméstica-: ciertamente, cualquiera puede ser el violador, pues no necesariamente va por la vida amando a unas mujeres y otras --más bien al contrario, pues las odia y, sin odio, no puede desearlas, que es matarlas: convertirlas en nada después de transformarlas en nadie (posiblemente él es el don nadie de su doña todo). De modo que ya sabemos un poco más sobre este punto: el violador que contemplamos es el asesino de mujeres que le excitan no sin rechazarlas hasta la muerte, y en este segundo término de la definición no sería tan difícil buscar casi universalmente a los hombres, pues el amor a las mujeres tiene sus límites (¿la violación es una violencia sexual que no implica necesariamente la muerte o una muerte que supone inevitablemente la violencia sexual?). Pero no es por este motivo que pueda confundírsele con cualquiera (amarás a una mujer sobre todas las demás, a las que rechazarás en caso necesario), sino porque es un tipo corriente y moliente, incluso anodino, muy distinto de cuantos riñen como todo el mundo con su pareja (¿cuál es la idea que podemos hacernos sobre el violador? En realidad no hay un perfil, no hay un modelo que aplicarle: tan sólo hablamos de un tipo cualquiera al hilo del pensamiento -y que hay que pensar destruyendo previamente cualquier idea sobre el particular como condición indispensable de partida para el pensamiento-: porque la idea no es más que la celda en la que encerrar una realidad que sin embargo escapa de todo aquello que la encasilla. De hecho el violador sigue siendo un desconocido, constituyendo un enigma y planteando un problema) --y, sin embargo, el hombre del motel parece el hombre del camino: el azar ha colocado al caminante en el peor lugar y en el peor momento, mientras el resto es obra humana o, mejor dicho, trastorno de la identidad -la diferencia entre el peatón y el automovilista no viene al caso, pues tanto uno como otro están en movimiento (de estar parados, de quedarse quietos, aunque no como girasoles en la noche, quizá no hubiera ocurrido nada: esta solución es la que adoptará esta vez la historia y tantas veces la vida: la ocultación de los acontecimientos, incluso su negación y falsificación)- de consecuencias trágicas para todos, pues la violencia obedece a sus leyes, domina a quien sirve y devora a quien nutre: de fácil desencadenamiento, es de muy difícil captura, pues ¿quién encierra de nuevo a la fiera a la que el miedo y la ira sacan de su cueva en la que ya sabemos reina un aislamento absoluto y una soledad perfecta? Ya nadie será el mismo, aunque no sabemos hasta qué punto diferirá, pero todo o casi todo comenzó con un error de juicio: una percepción gravemente afectada, fuertemente dañada por los golpes físicos y psíquicos recibidos, no distingue quién es quién y confunde a uno con otro, pues no ha obtenido la diferencia y en cambio realiza una identificación errónea basada sin duda en la semejanza. El resultado es absurdo e incluso estúpido, pero cruel: un falso violador muere, mientras el verdadero marcha de vuelta a casa, y de una violación frustrada pasamos a un asesinato cometido con menos éxito que en el fondo frustración (matar al inocente no es consuelo) sin que el cambio de episodio responda a otra cosa que a un accidente de la identificación que, cuando más clara debía ser, más confusa resulta: sin embargo hay que comprenderlo, los parecidos son evidentes y, además, ¿quién andaría por aquellos parajes si no el que no lo parece porque en verdad es el que es? ¿Cómo encontrar a un semejante a este que lo es y por tanto da identidad a todo en aquellas soledades en que el mundo es tan extraño y tan distinto? En definitiva, no ha pasado nada, tal es lo que la autoridad que reconoce e identifica los hechos y acontecimientos decide en una humorada última y suprema: el falso culpable es a la vez un falso muerto que no descansa en paz sin saber cómo ni porqué en un agüjero de más valor criminológico que arqueológico, tan indeseable el uno como deseado e imposible el otro --pero ¿qué importa? Quien decide lo que pasa y lo que no pasa, lo que debe y no debe ocurrir, no quiere saber nada por más que lo sospeche, y tiene poder para acallar al que lo sabe, y quien sabe lo que ocurre no puede decidir nada, ni siquiera decirlo pues el que puede no le quiere ni oír: en este sentido todos, menos el poder, somos unos pobres locos sin palabra que, por más que habláramos, no convertiríamos nuestra voz en fuerza, nuestro lenguaje en poder, pues -además de averigüar si nos interesa: una duda que ya nos revela- tenemos por encima de nosotros un poder que dictamina si conviene o no conviene la verdad, tantas veces silenciada por los afectos, las pasiones y los deseos (la política no es más que el cálculo de la conveniencia o inconveniencia de la revolución): el poder impone el silencio como impone el discurso. Vivir de manera diferente, por una vía u otra, ya no es posible y, sin embargo, ha triunfado la mentira gracias al valor predominante de conservar la vida, una que quizá no merece mucho la pena pero por el momento es la única que hay, pues la otra es la del asesino y ciertamente no es vida: en cualquier caso la muerte decidirá sobre lo que aún hay dudas. Pues aquí todo está destrozado --la misma acción -la película- es un entero que está hecho en pedazos, mientras los personajes -la película- son unos pedazos que están deshechos y sin embargo parecen de una pieza: es lo que pasa en la vida, bajo la representación todo está roto, pero un instante de ilusión no nos lo quita nadie: el vendedor ambulante de aspiradoras industriales, el huidizo espeleólogo y su inquieta y dubitativa pareja, el honesto guardia que sin duda será un fiel esposo y un amante padre, el distraído cabo que ya es un orgulloso y feliz abuelo, el loco que avisó de la existencia de un cadáver, y el cadáver que existía tanto que desapareció de pronto con su maleta a cuestas ya sabemos a dónde: al fondo de una sima sin interés turístico ninguno en el que la oscuridad es completa. Identidades modélicas, modelos ideales, tan lejos, tan distantes, de lo que hay y lo que ocurre en el fondo: grietas, rupturas, fallas sacudidas por un terremoto que alcanza a una superficie en la que el aire es de piedra y la piedra es de corcho. Vivimos aún -¿por cuánto tiempo?- la noche de los girasoles.