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Madres de alquiler

La fábrica de reproducir

Legalizar el comercio de ciertos elementos que antes no eran mercancias -o lo eran de otro modo- es quizá la mejor manera de atajar los robos que en determinados momentos asolan las propiedades: por ejemplo, una larga y vieja tradición, muy mal vista por todos los poderes, es la del robo de las muchachas de manos de sus propietarios los padres a los que pertenecen por derecho de nacimiento y no siempre las dan en matrimonio con la aprobación y el consentimiento de la hija. El robo protagonizado por su enamorado es una acción inspirada o al menos refrendada por el deseo de la muchacha -obedece a él y solamente a él este extraño acto de fuerza- y no lo sufre la que es raptada sino la familia en cuyo seno tiene lugar el rapto: la víctima es el padre, que padece en sus propiedades y sus negocios, y habrá de ser él el que adopte las medidas necesarias para primero reparar y después reponer su estado. Naturalmente, la muchacha tiene la última palabra, tanto en el robo como en el regalo -la última palabra... y la obra entera-, y la familia la respeta salvo en casos excepcionales: el afecto no está necesariamente prohibido entre padres e hijos, no siempre el comercio prima sobre todo. Pero existir, existe y ha existido siempre: era un comercio no muy bien visto ni siquiera en la casa, pero muy eficiente. La venta de la hija tanto como esposa como madre a cambio de un precio cuyo abono engrosaba las arcas de la familia que realizaba la compraventa sin contar con la voluntad de la muchacha -compraventa por este insólito descuento del deseo femenino, por esta transformación de la mujer en mercancia- responde a un sistema económico y productivo puro y duro en el que prácticamente el robo y el regalo están excluidos o deberían estarlo, pues él combate mejor que cualquier otro todo tipo de pérdidas: tanto la más evidente que supone el robo como la más evidente aún, si cabe, que representa el regalo, símbolo de las pérdidas y menoscabos más estúpidos que pueda sufrir un patrimonio. Pero este comercio que opera con todo y aún estaba amenazado por otro sistema al menos todavía entendido que lo relativizaba, no era aún autónomo, el sujeto y el objeto -humanos- no coincidían, la mercancia y el comerciante -demasiado humanos- diferían en sus personas físicas y jurídicas: el propietario de la cosa era el padre, la familia, y la cosa en sí la hija, la mujer. ¿Con qué derecho comerciaba uno con otra? ¿Quién era él -por más mercado que hubiese- para vender nada? Sin embargo, el comercio ha sufrido afortunadamente -ha disfrutado, pues- una profunda mutación: el vientre es mío, puede afirmar su propietaria, ya no está separado de mí -cosa curiosa- como lo estuvo mientras mi padre me dominó a mí como cualquier otra propiedad y, conmigo, a todas mis hermanas y mis hermanos -los cuales no poseían, como en el fondo yo tampoco, nada similar que sacar a la venta: quizás, en cambio, alguna otra cosa disímil, aunque tan cosa como la mía-, pero ya soy dueña de mí misma, yo misma soy el amo y el criado, el objeto y el sujeto, la persona y la cosa, el mercader y la mercancia, el vendedor y la venta, el vientre -que es como una bolsa- y la bolsa misma. Y puedo defenderme yo sola: mi familia -pues provengo de donde provengo, soy hija de quien soy- combatió siempre como el primero otras posibilidades y alternativas, en realidad somos ellos y yo los paladines de este sistema de producción que ha acabado imperando. De modo que estoy en alquier o acaso en venta, como siempre, pero ahora yo, yo sola y por mí misma. ¿Quién me quiere? La fábrica de reproducir es mía, quien me creó lo sabe: los hijos nos hemos emancipado de los padres y sus raros derechos de autor sobre las criaturas --soy una cosa, me dijeron un día, ahora vais a ver la cosa que soy y lo que valgo.