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Los inmigrantes

Ellos en nuestro lugar

La revuelta de unos pocos franceses no es nada en comparación con el rechazo que sienten los europeos en general hacia los otros, que no sólo son los extranjeros o los inmigrantes, sino todos los diferentes: las mujeres, los niños, los ancianos, los artistas, los homosexuales, las lesbianas, los borrachos, los locos --aquellos franceses no son sino los nominalmente igualados, pero realmente diferentes y, como tales, ciudadanos del suburbio, habitantes del extrarradio, naturales del margen: porque el centro pervive, y no puede ser ocupado por los excéntricos que no han de salir de la periferia, pues están dentro del círculo pero fuera del núcleo cuya integridad y mera supervivenvia no pueden amenazar bajo ningún concepto --el centro lo pueden visitar de vez en cuando los otros, faltaría más, todos somos iguales y nosotros los primeros, pero no instalarse en él: los unos han de vivir con los unos y los otros con los otros, iguales pero distintos, unos en el interior de la célula y otros casi en el exterior, y sin quemarlo. Pero tener un lugar en el centro, que es un punto no sólo geográfico, está prohibido, fácticamente prohibido. Los otros son iguales a los nuestros, y con esta igualdad ya basta: más medidas de este tipo resultarían peligrosas para todos, tanto para los diferentes como para los idénticos --ya les hemos identificado con nosotros, qué más quieren... Porque los unos no han muerto y están tan enfadados como siempre, aunque quizás un poco más enfermos que nunca: evidentemente, esta revuelta será no sólo francesa. Más bien repondrá el orden, devolverá el miedo y restaurará la tranquilidad. Ya es viejo que el hombre ha muerto, no hay por qué ocultar las cartas, pero no es nuevo que el cementerio del asesino no ha desaparecido --y a él acuden cada vez más y más restos. Los inmigrantes, tan diversos como los eternos extranjeros o los jóvenes naturales, realidad y ficción al mismo tiempo, nombre y carne, hueso y palabra, son nuestros nuevos esclavos, no siempre bien tratados por sus amos y jefes, y viven en medio de un clima en el mejor de los casos de indiferencia y en el peor de rechazo y exclusión: sin embargo, están en condiciones idóneas para ocupar el lugar que siempre han ocupado los diferentes, y ocuparlo en exclusiva, como en el lugar de todos los males --el lugar del otro, un espacio que hay que empujar de nuevo a un lado. Las mujeres, los niños, los ancianos, los artistas, los homosexuales, las lesbianas, los borrachos y los locos debemos estarles especialmente agradecidos: nos sirven por partida doble, ¿no es cierto? Nosotros no podemos de ningún modo ser iguales a los adultos, los moralistas, los heterosexuales, los abstemios y los cuerdos, aunque quizá lo pudiéramos llegar a ser legalmente, incluso forzosamente, es decir, por fuera y no por dentro, en esta revolución de los planos, pero nuestro lema es el siguiente: no somos iguales, pero la diferencia es indiferente. Ellos, si no lo remediamos, pueden ser peores de lo que son, porque lo que quieren, en todo caso lo que son capaces de lograr sin proponérselo, es convertirnos en su hampa y su lumpen. Los inmigrantes, nuevos criados, nuevos mal tratados, desde la primera mentira del paraíso a la última verdad del infierno, deben ser los nuevos delincuentes de una honradez ya vieja y caduca: los anteúltimos malos de oficio de los últimos buenos de profesión.