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Los árbitros

Unos deportistas desnaturalizados e impotentes

La falta de deportividad de los jugadores -su inconsciencia, en un sentido que le es completamente desconocido al juego- es la causa de que el deporte esté en manos de los árbitros (comités, jurados, directivas): la naturaleza e incluso la potencia propia del juego están de este modo vendidas (unos deportistas desnaturalizados e impotentes), pero nadie tiene la culpa, mucho menos los árbitros, que hacen su trabajo; es tan sólo la falta de conocimiento, un poco menos de inocencia, un poco menos de espíritu de equipo, un poco menos de sentido del juego. Porque quienes deben arbitrar sus conflictos son los propios deportistas: todos juntos, unos y otros, pero en caso de duda, de nuevo conflicto sobre el modo de solucionarlos todos, la última palabra la debe tener el que afirme más y mejor, el que juegue por encima de todo. Ha sido falta, la jugada es mía: yo arbitro el juego, porque soy un jugador de veras, tanto como lo puedas hacer tú, pero de momento eres tú el que ha de volver a jugar de nuevo (evidentemente, el lugar del árbitro está entre los no jugadores, porque en el juego no hace absolutamente nada e incluso sobra: además de no jugar representa otra cosa que el juego, quizá la necesidad de protegerlo de los que en realidad no juegan pero también la oportunidad de controlar a los que efectivamente lo hacen. Es un trabajo lo que él realiza, la ingente tarea que le proporcionan los tramposos y los falsarios que desean el resultado del juego sin detenerse a jugar desde el principio: en el no juego, en fin, radica el origen y la posibilidad de actuación del árbitro. Pero, sin jugadores, ¿quién tendría el valor de arbitrar una lucha? La guerra no es desde luego un juego ni siquiera para generales: la guerra es quizá el medio contra el juego maldito o de niños).