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Las prohibiciones

La cosa de sus males

Hoy y en general los que pueden y sufren de algún mal prohíben todo lo que les apetece, es decir, cuanto más sufren más prohíben, pues la esencia de su poder es el dolor y su ejercicio la prohibición de la cosa que según dicen les agrede e incluso de su uso a quienes no les daña en absoluto, como si no pudieran soportar la existencia de la cosa de sus males y su sola presencia les causara un sufrimiento indecible tan sólo con pensar que sigue ahí a la vista y dañase incluso a quienes jurarían que les agrada y estimula: en otras palabras, reaparecen los viejos inquisidores de siempre que renuevan la eterna lucha contra el mal, inventan males nuevos y los combaten en nombre de un bien que creen representar y según el cual tener el derecho e incluso el deber de imponer a todos prohibiendo a quien sea lo que sea con tal de que coincida con su mal y enfermedad: ¿que para otros es un bien y una alegría, incluso una felicidad? Somos sin duda unos malvados, unos insensatos, unos desdichados, tal vez los de toda la vida, porque aquí nos las estamos viendo una vez más con categorías eternas y universales ante las cuales hay muy poco o nada que decir: cualquier objeción es una prueba más de hallarnos al menos en el lado equivocado. No resulta fácil entender que nos resistamos a combatir el mal y, sin embargo, los que apenas lo entienden nos desean el bien, es decir, la prohibición: de hecho nos lo prohibirán todo, pues todo lo que nos gusta es malo y nos perjudica y lo que nos disgusta es bueno y nos beneficia, y lo harán por nosotros a los que la virtud salvará del vicio que nos consume --la última prohibición a estudiar: prohibido respirar demasiado en público. El viejo reino moral, aún en mitad de una tierra que tiembla bajo sus pies y que con cada sacudida amenaza con hundirlo en la desmesura y el caos, en la pérdida de sentido y la desesperación, hace ímprobos esfuerzos por agarrarse a los huesos y la carne de la humanidad, su último escudo y su primera lanza contra hombres y mujeres. Y lo comprendemos, cómo no lo habríamos de comprender: ¿qué nos pasa que donde hay dolor no lo vemos, vemos placer o no vemos nada, y somos ciegos incluso al horror? ¿Por qué no sufrimos con el sufrimiento? ¿Por qué no nos duele el dolor? ¿Por qué no nos hieren las heridas y la muerte? Falta de sensibilidad quizá o tal vez extravío de la inteligencia, lo cierto es que la moral no es lo nuestro: lo nuestro debe ser agachar la cabeza y callar. La moral, para los que sufren con los que -animales u hombres- sufren: que los demás dejemos de reírnos y gozar como canallas que ni somos hombres ni somos animales --pero qué poco conocen nuestros espontáneos bienhechores a las plantas, estas máquinas inteligentes y sensitivas perfectamente capaces de sufrir. Pero -silencio- también, ay, de disfrutar.