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Las drogas

Tenemos unas sustancias

Tenemos unas sustancias (para el sin sustancia todas son peligrosas, luego hay que prohibirlas -eliminarlas, si fuera posible- en razón de su peligrosidad), unas han de ser buenas -si fuera posible, tan sólo el agua: y con mucho cuidado- y otras malas: unas han de ser autorizadas por la bondad con que las representamos, y otras han de ser prohibidas por la maldad con que las pintamos -la paleta es invisible o como si lo fuera: el color lo llevan las sustancias en el alma (la que les hemos dibujado: el agua es pura)-: casi podríamos decir las sustancias blancas y las negras (una solución extrema, pero dentro aún del problema, consistiría en blanquear a las malas... sin ennegrecer a las buenas). Porque también tenemos un sistema con idénticos o similares parámetros: los blancos y los negros, perdón, los buenos (de oficio) y los malos (de profesión): por tanto, hemos de crear a unos y producir a otros, unos han de ser respetados y otros perseguidos, unos legalizados y otros ilegalizados: hay que llenar las cárceles sin vaciar las calles, hay que abastecer los gobiernos (ministros, legisladores, jueces) sin desabastecer el caos. El orden no puede ser sin su enemigo, el bien no puede existir sin que exista el mal que debe ser como su sombra. Yo, Miedoso, lo he inventado todo. No, no has sido tú, sino yo, Perverso, quien lo ha hecho. Quien quiera legalizar las sustancias prohibidas ha de aniquilar el sistema o, en su defecto, proporcionarnos nuevas funciones a quienes lo componemos e integramos. ¿Contra quién lucharían los policías si no existieran los ladrones? La ilegalización del tráfico de sustancias crea a los traficantes que coadyuban al sostenimiento de la ley y al mantenimiento del orden (no hablamos en ningún momento de la corrupción, que es un fenómeno que quizá sucede cuando el bien comprende, porque ha visto la imposibilidad de su victoria, que ha de pactar con el mal en vista de un bien que no podría subsistir de otra manera). Efectivamente, el problema no son las sustancias, sino el sistema: y las consecuencias las pagamos todos. Para cuando queramos dejar de pagarlas, ahí tenemos la solución: abolir las cárceles. Mientras tanto, nuestros hijos e hijas -nosotros mismos- abonaremos el precio acostumbrado de la ruina y la muerte: que el poder nos merezca la pena.