Blogia
http://FelipeValleZubicaray.blogia.com

La moral

Alguien moral

Los buenos son los que dan pena, lástima, compasión; los malos, los que dan asco, rabia, odio (por este motivo son dos veces malos): pero los buenos y los malos lo son para alguien. ¿Para quién? Alguien los siente como los siente: alguien que es todo corazón, buen corazón, y nada cabeza, mala cabeza (por supuesto, lo bueno es tener corazón; lo malo, tener cabeza: una opción descabellada, porque es descorazonadora). Pero un poco de lógica no le vendría del todo mal al problema antes de que el desaliento y la desilusión diesen paso por fin al nihilismo: en el fondo de todo está la guerra, delante de nuestros ojos su frío y oscuro resultado: los triunfadores y los perdedores. ¿Es que unos han luchado mejor, han sido más valerosos, o simplemente han tenido más suerte que los otros? Es tan sólo un resultado, feliz para unos y desgraciado para otros, y la causa no es ni la justicia, ni la libertad, ni nada por el estilo: la causa es sencillamente la guerra, razón por la cual quizá pudiera pensarse que el resultado sugiere al menos cierta superioridad de unos sobre otros en el arte propio de la cuestión. Pero sería demasiado aventurado asegurarlo: habría que haber participado de alguna manera en los hechos y quizá tampoco adelantasemos gran cosa. La razón de la victoria de unos y la derrota de otros, o las razones, podría ser cualquier simpleza, es decir, una intrascendencia o una insustancialidad como otra cualquiera. Pero, además, ¿qué cambiaría respecto a la moral? Hay los que hay y son los que son y alguien siente dolor ante la visión de unos y más que dolor ante la de otros: remediaría la desgracia de unos y la felicidad de otros, a cada cual más inhumana, si pudiera, pero para poder necesita a la moral como el aire que respira. Los hombres son fruto de la guerra, y guerra no hay más que una, que tiene tanto que ver con la moral como sus hijos: los hombres no son por naturaleza buenos, aunque tampoco malos por supuesto: son naturalmente poderosos. Buscan poder, producen poder, contrastan poder; luchan por el poder de unos sobre otros, porque unos para otros son puro poder. Y lo trágico del asunto es que el poder no es necesariamente malo: quizás es tan sólo el principio de la evolución, el dios de la humanidad, el origen de la especie, el final de la vida y el mundo del simio. Sin embargo, los hombres roban, matan y violan: pero ¿a quién? Alguien daría vida a unos y muerte a otros, y aquí es donde radica la clave, porque en esta vida sin duda hay que ser alguien. ¿Quién? Por lo visto, alguien que es supuestamente pura receptividad, sensibilidad en estado bruto, quizás enfermedad neta: todo lo coge, lo contrae, como una herida abierta, una llaga sin curar, una cicatriz infecta por la que alguien (¿quién?) respira. ¿Cómo acabar con este indecible sufrimiento? Hay en efecto quien en la moral tiene puesta en juego su vida, su supervivencia, e incluso la mera posibilidad de vivir en paz consigo mismo algún día. El padecimiento del que es pasto le torna un matador de los malos y un salvador de los buenos (momento en el que ya descansa, aunque todavía con un ojo abierto) y, sin embargo, este gran desconocedor de sí mismo en verdad ignora a los pobres y no conoce a los ricos: quizá la moral no es más que la venganza del perdedor en la guerra. Porque lo que en realidad desea este alguien moral como ninguno es dejar de sentir, que en todo caso es dolerse, y con este fin ha de protagonizar un particular rodeo: eliminar a una parte de sus desconocidos y cuidar de la otra parte son las dos operaciones que componen este atajo bastante más largo de lo habitual. Padre y patrón de unos, mientras les beneficie, es y será el justiciero que les proporcione a los otros el tratamiento que según él merecen, derrota o muerte, asimilación o aniquilamiento. Y de este modo hasta el infinito, es decir, hasta que (desapareciendo los que ganan a los que pierden) ya nadie dé pena ni rabia y, con el cierre de su herida, pueda cerrar también su alma: fin de toda señal, pantalla en blanco, espectador dormido. Hondo silencio (sin palabras).