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La libertad de expresión

Qué pasa aún hoy

El resentimiento es como la peste eterna o casi eterna: una epidemia con tal poder de contagio, que puede desbordar e incluso eliminar a los médicos que la tratan, después de acumular bajo su fuerza a más y más sanos como por su propio pie --tal es su fiebre, la baja pasión que provoca, que llega a convertirse y ocupar el lugar del poder que no le corresponde y al que inunda de una ilusión enfermiza y mortal: todas las injusticias, las esclavitudes y hasta los crímenes tienen lugar en este instante ya demasiado conocido y, sin embargo, no siempre previsto, de consecuencias nunca atajadas del todo, en el que el poder parece que va a superar por fin y de una vez por todas todos los males, los sufrimientos e incluso la muerte (la opresión, la desigualdad, la explotación). Es el resentimiento del hombre contra la mujer, de la mujer contra el hombre, del uno contra el otro, del otro contra el uno, y de todos contra todos o casi: la víctima es el inocente transformado en culpable de herir e incluso matar tan sólo con una palabra, y el verdugo es el culpable de esta transformación incluso del lenguaje en delito que no sólo no pide perdón sino además hace que pidan perdón los inocentes. Nadie debe matar por supuesto, pero es que los inocentes ni siquiera deben vivir, o deben hacerlo como si no lo hicieran: es decir, deben dejar de afirmarse a sí mismos en su propio ser para comenzar a negarse a sí como los demás en el ser de todos. Un buen ejercicio de humildad, mansedumbre y modestia no les vendría mal para empezar: quizá lograran ahorrarnos a todos muchos problemas. Pero quizá no baste, porque cuando el ser es una culpa, no sólo hay que disculparse por principio, ya que incluso hay quien respira y daña al prójimo. Es la vieja moral que vuelve cuando no acaba de irse: su sino es morir matando.