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La culpa en Wasingthon y en Madrid

Uno no está hecho de la materia de los sueños

Hacerse la víctima, el mártir: hacerse el inocente, blanco y puro, es -incluso inconscientemente- dar el poder a otro, echarle el poder a él como una carga, pero también como una fuerza: como un mal, pero también como una potencia de la que uno, por las razones que fuera -y quizá como si no fuera también un hombre, sino que hubiera otros que, a diferencia de él, son un dios o un demonio, en cualquier caso un sobrehumano-, carece. Abandono, renuncia, dejación, olvido, desposesión, rendición, conquista, entrega, fallo, descuido, todo es lo mismo: siempre es decirle a otro: tú eres el poderoso, bueno y malo, bueno si me das y malo si me quitas, pero uno es el impotente, a veces la víctima, a veces ni siquiera -pues por una vez no es víctima del conflicto-, pero uno es el que no ha hecho nada, porque el inocente es el que no hace, el que no dice, el que no puede, incluso el que no es. A fin de cuentas uno no es nada, el otro es el que es, el que lo es todo: señor de la vida y la muerte, de la libertad y la esclavitud, de la salud y la enfermedad, uno tampoco le dice nada, porque no siempre posee el poder de la palabra, ligado al de la conciencia. Uno no sabe, uno no es consciente, uno no percibe y, si llega el día en que lo hace, probablemente descubra que la víctima es él, él es el inocente, e ignore todavía y como para siempre que él es su propia obra, su primera y última construcción, quizá la única que hay en su vida: porque el poder lo tiene otro y difícilmente lo ejerce a favor de uno, ya que uno es la inocencia que simboliza y el otro es la culpa y el mal y el crimen sin castigo. Habría que moverse de la acusación al castigo, pero ¿quién puede? Dar el poder a otro, incluso bajo la forma de echarle una condena tan dura, ofrece estas paradojas: uno es aún un niño. ¿Cuándo llegará a ser un hombre y admitirá sus hechos, su verdad y su mentira, sus errores y sus aciertos? ¿Cuándo reconocerá su palabra y dominará incluso su silencio? Uno ha de confesar que el poder -bueno, malo o regular- no lo tiene otro, sino él mismo: el poder no es una entidad abstracta y fabulosa que no le pertenece a uno, sino que es lo mismo que uno, incluso en su fabulosidad y abstracción. La más pura inconsciencia es la que le queda a una conciencia después de haberse enfrentado -y haberse como limpiado- a lo abstracto y fabuloso que hay en cada cual. Uno no está hecho de la materia de los sueños, sino de la esencia del poder: es poder, incluso negado y actuante como el bien que desea acabar con el mal y provocar una matanza. La de todos aquellos que le obligan a simular una identidad que ha de imponerse a sí mismo y al resto a base de violentar la realidad, y muchas veces sin ni siquiera adivinarlo. Uno es el que pasa por tonto, porque evidentemente uno no es tonto jamás: tan sólo el que no sabe ser un hombre -y afirmarse a sí mismo-, sino el villano -y el idiota- con más motivos para llorar que para sufrir, y más para pedir perdón que para reclamar justicia, otorgada la cual debería pedir perdón dos veces. A veces el poder juega malas pasadas a quien lo tiene -uno y todos-, quizá porque nadie es capaz de dominar su ejercicio como algunos creen que lo hace el que lo posee.