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En la semana santa

La vida en el sufrimiento

La idea del que sufre es que lo hace porque alguien le hiere ya que es bueno: sufro, luego soy bueno, porque el otro es malo. Pero el que sufre es porque es malo: no hay nadie fuera de uno que le dañe a uno. El bueno no es el inocente víctima de otro que troca la alegría en dolor, la felicidad en desgracia y la risa en llanto --la vida misma en una larga e inacabable agonía: no hay nadie dichoso que buscar bajo las piedras, no hay nadie malvado que sepulte al que un día renacerá debajo de un túmulo de piedras renovado como el primer día --como un niño. No hay un culpable fuera, fuera no hay nadie: y en uno, dentro de uno, hay lo mismo. Uno sufre porque es malo, pero no es nada de lo que culpar a nadie, ni siquiera a uno mismo. Si uno es tan bueno como es uno, que es el uno, todos, absolutamente todos, son culpables: es decir, los otros. Pero en absoluto es cierto, aunque uno, gracias a su naturaleza y a causa del rango de la culpa -debido a que ha aprendido a justificar la vida por el sufrimiento-, perdone a todos. Hay alguien malo, son los demás, son todos, pero uno los salva, los redime incluso, porque ha logrado ser y vivir en sí, por sí y para sí: hay alguien ahí fuera, pero no importa. La vida, la vida toda, está en uno, aunque uno ya no vuelva a reír --esta vez sería reír como un loco: mejor, quizás, llorar como un santo, porque las lágrimas de uno son ya, por fin, lágrimas de vida que lo comprenden, lo aceptan y lo salvan todo. Sed como yo, seguidme: al fin lloraremos de la más pura alegría.