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El cuento Strauss-Khan

Incendios y quemaduras

Ahora resulta que King-Khan es un ligón, no una bestia, y todo el mérito ha de recaer sobre la bella, el único ser capaz de descubrir en él la sed de amor que arrebata su alma. Pero el mundo no le entiende, el mundo le juzga y le condena, incluso le condena tras juzgarlo inocente: el gorila que abusa de su fuerza con las bellas es tan temible como odioso. Ni siquiera le salva el oculto deseo de la amada, porque el feo es un depredador sexual en toda regla y la bella sexualmente no es nada: puede dejarse desear, sí, puede consentir el amor, pero desear y amar activamente le están prohibidos y en la sexualidad es y ha de ser pasiva a todos los efectos, una vasija que recibe una lluvia de fuego, el objeto de todas las pasiones y el sujeto de ninguna, si acaso tan solo de los incendios y las quemaduras propios y ajenos. Sus labios pueden decir ámame, pero debe callar yo amo: no hay Queen-Kong ni puede haberlo en nuestros cuentos de amor y violencia, de sexo y sangre, que son todo un género, quizás el único, entre nosotros. Y, sin embargo, el cuerpo de la bestia está lleno de amor y el espíritu de la bella no es de piedra sino de carne que comprende el amor de todos los seres y los ama: la sexualidad que comunica a ambos en un abrazo incomparable es un secreto que queda entre ambos, pero al desvelarse afecta a todos aunque ya no es lo que era. Parece ser que había dos ligones y una historia muy particular entre ellos, pero el cuento ha retrocedido a sus primeros párrafos y el público no avanza: el amor es una cosa de la que ha de hablarse profusamente, pero hacerse ya es otra historia, y hablar de él es hablar de todo menos de él mismo, porque él no tiene tanto que decir más allá de la intimidad en que habla no siempre con palabras. King-Khan sigue muerto allá arriba, en la cima del edificio más alto de la ciudad, y de la bella ya nadie supo nunca nada más: la tumba guarda el secreto de la sexualidad y la muerte, en unos tiempos en los que, cuanto menos entendemos, más vociferamos nuestra ignorancia.