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El conflicto y su ismo

La fatalidad sobre la que uno camina

La gran virtud o fuerza de lo que podríamos llamar ya el conflictivismo, más allá de lo que ya habríamos denominado el problematismo, es que gracias a él uno puede ofrecer a un conflicto la solución que quiera: basta con definir como conflicto una situación cualquiera, crearlo, identificarlo y reconocerlo como tal, y uno ya está en condiciones de hacer de una vez por todas su real gana. Con la precaución, habitualmente (pues todo son aquí reservas y cautelas), de adoptar una buena causa por si acaso ha de defender con más decisión que nunca su voluntad frente a los imprevistos y acasos: no es la libertad de uno la que actúa con total desparpajo y desenvoltura, sino el ideal que todos pueden abrazar para mayor seguridad de la libertad de uno. El conflicto que hay en una situación recibirá una solución, el que hay en otra recibirá otra o la misma: todo depende de lo que uno prefiera. El margen de maniobra es amplio, uno no tiene más que sopesar qué es lo que más le conviene. Una actuación que había que combatir, derrotar y someter, ya no es tal: por medio del conflictivismo ha pasado a ser un problema que ha de solucionarse de la mejor manera posible. Esta mejor manera es naturalmente la que uno quiera, pero uno ha de tener poder: si no lo tiene, ¿qué puede hacer? Nadie desespere, sin embargo: lo que uno puede hacer cuando no es poderoso es provocar un conflicto, es decir, proporcionarle al que puede una situación hasta ver si le interesa convertirla en un conflicto para emplearlo como palanca de su voluntad. Si lo logra, si consigue implicarle en esta operación, uno ya tiene poder y ya está en el juego que tienen en sus manos los poderosos. Todo problema precisa una solución, todo conflicto un arreglo: gracias al conflictivismo el poder hace lo que quiere con la particularidad añadida de que a través de este procedimiento obtiene una causa (la de la bella paz si quiere paz, la de la justa guerra si guerra quiere) que le ha de vestir como si no estuviera desnudo. Por ejemplo, matar no es sin más una acción que haya de ser perseguida, sino un problema que ha de ser resuelto: si los muertos son muchos, es un conflicto que ha de arreglarse. En estos arreglos está la clave de poder de uno: la misma ley, que por supuesto uno defiende y hasta representa, es la hija del poder que a veces el mismo poder descuida y desatiende o incluso violenta y trasgrede. También, por supuesto, puede hacer una u otra cosa legalmente, con la vieja cautela y el antiguo espíritu del poderoso: por encima de uno, uno mismo. Y es que uno, por la causa que sea, la que más le convenga, es el padre, el hijo y el espíritu santo, y, si fuerza a su hija, es por un bien superior que solamente él entiende: pues, en realidad, no es una violencia, sino el medio de solucionar un problema, un asunto de adultos especialmente juiciosos y responsables. La actuación de uno no es conflictiva, sino todo lo contrario: benéfica y provechosa (para uno, claro). En cambio hay una acción que siempre responde a un problema irresoluble: y esta acción no tiene remedio. Es la que muestra la irresolubilidad del conflicto, su presencia absoluta, su poder sobre el poder mismo: la fatalidad sobre la que uno camina, a la que ha de enfrentarse como quizá no quisiera. He ahí lo trágico del asunto.