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El conflicto vasco

Qué politiqueo

Lo que reina en el país no es en absoluto la política -que algunos quieren que sea otra vez nuestra noble señora- y, sin embargo, tampoco es por supuesto la revolución -una vieja prostituta olvidada-: lo que manda en el país es el politiqueo, en la versión que podríamos denominar el conflicteo, el cual, a pesar de su nombre, no es el conflicto que siempre tenemos abierto por el poder, sino el que no acabamos de cerrar por la libertad, la independencia y la soberanía de la tierra -terrícolas aparte, vascos fuera-. Desde luego no es fácil cerrarlo, a pesar de que ya hayamos pasado de amar a la Iglesia a amar el Estado -el nuestro, naturalmente, el natural y orgánico-: no ha sido un gran salto en efecto, sino un paso modesto aunque ciertamente importante, un pisar sobre pisado, que es la mejor manera de cambiar sin moverse y andar sin desplazarse. Al fin y al cabo la Iglesia y el Estado no son organizaciones tan distintas, no en vano el amor que exigen de los hombres es el mismo o parecido: un sentimiento altruista y desinteresado, incluso sacrificado y doloroso, sufriente y esforzado. En cualquier caso, con un conflicto tapamos otro -no conocemos otra causa, aunque también ignoremos todavía nuestras ganas de pelea-, porque el verdadero y auténtico, el que no tenemos ni abierto ni cerrado, es el que tendríamos si amáramos meramente el poder y lo declarásemos: un conflicto eterno, terrenal y desdichado, que una vez planteado no podríamos resolver sin suicidarnos porque, entre otras cosas, causa adición y, además, sin terapia de deshabituamiento: ni siquiera la Iglesia, no digamos ya el Estado, por más democrático y libre que resulte -el nuestro-, ha renunciado ni probablemente renunciará al ejercicio del poder, sea cual sea el fin que proclame -incluso el de la eliminación de toda forma de poder, es decir, de dominio de unos sobre otros... para que mande uno solo-. Es difícil, decimos, e incluso peligroso, arriesgado y contraproducente no cerrarlo en falso, porque el fin del conflicto podría ser un proceso que nos sirviera para aprender a amar el poder sin tener que continuar mortificándonos como en la mejor tradición española, quizá la única -la que la Iglesia ha edificado a lo largo de los siglos sobre toda la patria-: negar a los demás mientras a la vez nos negamos a nosotros mismos, transformándonos en pura negación del otro y por el uno, que -en identidad y a diferencia de él-, es el bueno, único y verdadero -frente al otro malo, múltiple y equivocado-: ¿acaso no podemos empezar a amar el poder sin disimulos, es decir, sin trascender lo que nos avergüenza porque nos proporciona placer, y el placer es un ídolo de los paganos, de los sin Dios y los sin Caudillo? Los que aman la religión y la política, la Iglesia y el Estado, conocen recompensas más elevadas que el vulgar gozo: al fin y al cabo lo que nos jugamos no es tan sólo el final del conflicto, sino el de una forma de vida basada en el temor, la mentira y la nada. y que no es nuestra.