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El club de Fukushima

El fin del mundo ni en vivo ni en directo

Se quiera o no se quiera y se entienda por humanidad lo que se entienda, hay que reconocer que existe una energía verdaderamente humana en el mundo; se llama energía nuclear y, quizá como no podía ser de otra manera, se trata de una producción de vida a costa del precio en alza de la muerte: la civilización es lo que tiene, se añade muerte a la muerte como en la antiguedad no se conociera. La tierra se mueve, porque la divinidad ya no la sujeta, y los planes de emergencia nuclear se activan: los pueblos se evacúan, un país se encierra en casa, mientras el mundo contiene la respiración, pues no se ve tan afectado por la nube tóxica. El cielo, aunque vacío, es todavía demasiado grande y tampoco se le conoce al dedillo: en esta ignorancia y desmesura se sustenta aún la loca confianza de los hombres, lo que en el pasado se denominaba fe ante la vida. El día que le toque la radiación se pierde en el aire y el que se la encuentre no notará al principio nada, se hallará tan inconsciente como es norma y hasta podrá vivir con pasión y alegría lo que le quede: ¡qué riesgos no se asumen cuando de prosperar se trata! El hombre no controla su propia energía, la que se ha dado a sí mismo para progresar sin depender por completo de la del sol, la tierra y el agua, de la que es hijo; pero en el mismo hueco abierto a la naturaleza que se tragó a Dios en su día se ha introducido como el rey que reina pero no gobierna, porque en el fondo se trata de conservar la organización del reino o iniciar la aventura de plantearse la misma posibilidad de un nuevo gobierno terráqueo: la tradición de autonomía e independencia humana se ha revelado como una ilusión tan bella como peligrosa y es posible que quien no obstante se empleó con tanta energía a lo largo del tiempo se vaya al final al infierno hundido en el agujero del que se apoderó tras hallarlo vacío y en el que por una vez se sintió soberano y hasta cierto punto seguro. Pero el agujero se asentaba sobre todo un mundo, la tierra se mueve y el mar se levanta como si se tratara de un conjunto que opera extrañamente unido; ahí afuera se encuentra este pequeño rincón del universo y en él el agujero no es más que una figura del tamaño y la forma de una tumba al efecto, una interioridad que se complace en su propio sueño y no se despierta tras la fisión de la construcción en que aún se adormece: la humanidad es una sombra de la divinidad que entre los hombres se le llegó a imponer incluso al sol, y en esta historia quizá se viaje ya a la deriva sobre una balsa maravillosamente azul y cálida que en su incensante y continuo fluir se mantiene imperturbable y tan indiferente como acogedora. Las fugas y, en general, la libertad con que se comporta esta energía verdaderamente humana a poco que pueda es especialmente catastrófica, pero ¿se podrá olvidar que la tierra no es particularmente humana y que quizá la humanidad no se halla en posesión de sus más orgullosas creaciones pues está en su naturaleza que se escapen al control de sus dueños? El fin del mundo se producirá mucho antes de que se convierta en una bola silenciosa y fría, porque el tiempo difiere entre el momento en que se produce el acontecimiento y el que se consuma: es el ejemplo que nos proporciona a diario la muerte y también la vida, pues se ama un día y otro se crea como un día se enferma y se muere otro. La destrucción es, como todo, un suceso que se produce en diferido; casi se podría decir que no ocurre jamás ni en vivo ni en directo.