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El chador

Un documento en carne viva

¡Qué tendrá la mujer, que está desnuda, libre y obligatoriamente descubierta! La mujer es la vida privada, y la vida privada es secreta: todo el poder de atracción, de fascinación y también de terror que ha ejercido a lo largo de los años procede de este sencillo hecho. El hombre, el hombre público, no ha sido nunca más que el servidor de la mujer, de este secreto que ella compartía de puertas adentro con el hombre: porque de puertas afuera el hombre era otro o, por lo menos, lo parecía. Era, oficialmente, el rey de la casa en la que reinaba un secreto: pero lo era, y lo debía ser hasta con violencia, en la calle destinada a los hombres que, como él, habían de carecer de secretos. Si el hombre poseyera una intimidad, estaría perdido: en este sentido no es infrecuente encontrarlo en manos de la mujer como un chiquillo (el hombre es el espejo público, el rostro transparente de este cuerpo oscuro y opaco, perfectamente cerrado en su mundo lejano y misterioso, que es la mujer: con la salvedad de que este mundo ha sido volado de los pies a la cabeza. La mujer es la mujer pública, el cuerpo es el cuerpo desnudo, la privacidad es la privacidad abierta: si la vida vela y la muerte descarna, la libertad no ha podido funcionar aquí sin la parca). Pero la mujer, la mujer tan pública como el hombre, ni un poco más ni un poco menos, es transparente como un espejo detrás del cual no hay nada, pues todo depende de lo que coloquemos enfrente: generalmente ella misma, una mujer sin secretos, una secretaria sin privacidad, una particular sin nada dentro --el ser en carne viva que surge de un papel, de un texto, de un discurso, de un documento emitido por quien tiene el poder para hacerlo cumplir. O, quién sabe, tal vez un misterio dentro de un enigma dentro de un secreto. El caso es que la mujer ya no causa asombro ni extrañeza, misterio ni espanto, curiosidad ni arraigo, y el hombre puede dormir tranquilo, claro que después de acceder al acto más desnudo, faltaría más, la libertad lo es por fin todo. La mujer es uno de los nuestros, nuestra intimidad es ya la misma que la suya: el sexo entre uno y otro y poco más, o sea, lo que quede, si es que queda, de hacer un nuevo y anteúltimo descubrimiento (la mujer es la nueva cara pública del viejo sistema de representación en el que el hombre era único y el único en ponerle el rostro, pero es un sistema tan fino y delgado como una imagen cargada de significados que ya no registra sino el vacío, tras el cual no está ya la mujer y todo este mundo familiar y extraño, íntimo y remoto, doméstico y dudoso, que le acompañaba no siempre subordinado: ve, vence y vuelve a casa, cariño, con el botín imprescindible para la vida. Lógicamente, ya todo es para nada, es decir: el poder es única y exclusivamente para sí mismo, para su propio principio y su propio fin. No sin cierta razón la mujer puede decir, exactamente igual que hizo antes el hombre, que es para sí sola, que ni pertenece a nadie ni nadie le pertenece. Que es libre, libre como el poder).