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Con José Bono

A forrarse, que ya enfría

Los más listos lo hacen legalmente y los más tontos no, pero la democracia no puede con el caciquismo y el amiguismo de épocas que parecían superadas: el que puede, puede, parece ser aún la regla no escrita, y si puede de verdad hasta consigue el reconocimiento público como un prócer --¿por qué? Porque es listo, o sea, es amigo del que puede o familiar del cacique: dicho con otras palabras, es mucho más que un demócrata. Pues hay valores superiores a los de la democracia y no son exactamente los del poder: son más bien los de la seguridad, la estabilidad y la gobernabilidad del sistema --son el sistema mismo, el servicio de guardia o, quién sabe, la dirección de empresa. Hay, en fin, tipos que son los responsables de la marcha de las cosas y es precisamente esta responsabilidad la que les libra de otras sin duda más ordinarias y pedestres, como por ejemplo la de tener que caminar por sí solos, un pie delante de otro, que no es poco. El poder, el gobierno sea del tipo que sea, crea ricos y pobres, altos y bajos, incluso buenos y malos: ¿y qué recibe a cambio? Las relaciones entre el hombre público y el privado son complejas, quizás en el ámbito de su actividad el uno es menos libre que el otro, pero también es al fin y al cabo un particular que, salvo el rey, no ocupa siempre un lugar en la república, pues el titular del poder cambia, el gobierno es una obra abierta, y puede terminar en la calle y a veces no tan abrigado como quisiera. ¿O es que debe ser un hombre tan fuerte y saludable que no necesite nada y austeridad y sobriedad sean sus únicas galas? Forrarse no es malo, sobre todo porque cada vez hace más frío fuera de casa y hay que prever el futuro: pero los abrigos de piel, el dinero sin marca, incluso los trajes de diseño no hay necesidad de adquirirlos a lo tonto --para qué comprarlos si puedes recibirlos legalmente, es decir, con el poder mediante, pues al final la necedad no es otra cosa que no tener poder bastante. El enriquecimiento mejor por lo legal, que el político no es un cura, pero tampoco un salteador de caminos. Es un hombre en cuya actividad ya desde la lejana época de los romanos quizá lo más esencial o al menos permanente es hacer favores, conseguir influencias, lograr contactos, acumular clientes, tener deudores. Y, acaso, dar miedo.