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El régimen de la izquierda

En Europa no hay izquierda, precisamente por ser la que hay demasiado europea; la izquierda que hay está en Lationamérica: la pasión de Europa es la libertad, pero no la igualdad, que entre nosotros es un fuego apagado, un recuerdo cada vez más antiguo y olvidado, un viejo que incluso en un rincón nos incomoda: ¡quiénes fuisteis ayer y quiénes sois en el presente! Un mar de libertad ha caído sobre lo que hace apenas nada era la antorcha que iluminaba a la humanidad. Pero la prueba de fuego de la izquierda es la igualdad, pues entiende que la libertad es siempre más la de quien tiene más poder que la de quien tiene menos --en este sentido no hay igualdad más completa que la impotencia, la falta de deseo, porque, repetimos, cuando el sistema gira en torno al que hace lo que quiere resulta evidente que el que puede más hace más lo que quiere que el que apenas puede: igualar a uno y otro en un punto medio que no represente ni el hambre ni la saciedad es lo que intenta la izquierda. La izquierda lucha por la igualdad -y contra la desigualdad-, a favor de la pobreza -y contra la riqueza-, y, en general, en contra de toda clase de diferencias políticas, económicas, sociales e incluso individuales, a las que quizás agrupa indistintamente en el marco de la diferencia como clase en vez de la identidad como sociedad y como nación. Los ideales u objetivos de la izquierda son, por este motivo, la unidad, la uniformidad y la homogeneidad, y para realizarlos precisa de toda la fuerza del Estado: nadie, sería su lema, más fuerte que el Estado, nadie con más dinero que él, el dinero es el rey pero el rey del rey es el Estado, el Estado patrón, el modelo de la ciudadanía, el origen y el destino de la revolución. El fin no es por supuesto que las riquezas y los privilegios los tenga el Estado, pero no puede ocurrir de otra manera: él asegura que no los haya entre los ciudadanos, unos más y otros menos con las consiguientes pugnas y rivalidades entre ambos -movimientos negativos de un deseo insatisfecho-, mientras llega la sociedad perfecta en la que ya no haya necesidad de un patrón que vele por la conformidad y concordancia entre trabajadores libres e iguales. Naturalmente, en el fondo más activo de la izquierda hay cierta envidia e inquina por lo que difiere a la gran manera -y lástima y pena por lo que lo hace al modo contratrio: el derecho y el revés de una misma herida-, y son estos mismos sentimientos los que funcionan como motores de su actividad política y de su apuesta por los pobres y contra los ricos: en sus manos, unos no dejan de ser nunca lo que son, y otros dejarán de serlo para siempre. En este sentido no hay piedad, la igualdad es la fe, la pasión, la razón y todo: es, en cierto modo, la cruz de la muerte y la salvación, del tormento y la vida, de la negación y el éxtasis. Los pobres lo saben tan bien como los ricos, los iguales del mismo modo que los diferentes. Tampoco ignora la izquierda que es la izquierda del dinero, no de los cielos azules y los verdes campos, y su modelo es un modelo de control, conservación y manejo del mercado. En Latinoamérica la izquierda ha construido su régimen, porque ha optado por la igualdad -y todo lo que esta opción conlleva- o por dejar de ser lo que es. Y es todavía. Un Estado, una sociedad y una nación: el Estado ya existía, la sociedad también, y la nación no ha tenido que inventarla: Lationoamérica empezó con ellas y quizá con ellas acabe. En su seno, mientras tanto, el individuo es un sujeto estatal, social y nacional al mismo tiempo, que desconoce casi por completo cualquier otra dimensión de su naturaleza, la que podríamos considerar propiamente individual o simplemente propia, tal vez europea si no fuera porque también en Europa hay parte de Latinoamérica --como en Latinoamérica parte de Europa, en fin.

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