Blogia
http://FelipeValleZubicaray.blogia.com

Relatos

Uno no es hijo de sus padres, sino de sí mismo o de los demás: si lo es de estos últimos resulta irremediablemente mediocre, ya que incluso ignora que no es él o, mejor dicho, es él en tanto en cuanto es obra de los demás, y no saberlo resulta increíble y fantástico, quizá la más perfecta forma de identidad, es decir, de identificación con el nombre que le han impuesto y la historia que le acompaña como su correlato: uno es en este caso uno mismo con lo dado y ya puede tener suerte con el lote, aunque la fuerza de la identidad es superior incluso a no recibir nada por herencia y pudiera decirse que la suerte está echada y bien echada. ¿Inconsciencia tal vez? Tal vez costumbre, destino, seguridad: en cualquier caso feliz mediocridad de todos --uno de los demás, uno mismo, uno que no parece tanto él como yo, es el resultado de esta obra tan singular que sin embargo pasa generalmente desapercibida, precisamente porque llega a confundirse como por naturaleza con la generalidad. Uno es sin duda una criatura de la vida, pero ¿cómo crearse otra identidad distinta a la que le llega predeterminada? ¿Con qué medios y a través de qué herramientas? ¿Y gracias a qué procedimientos no ser rechazado sino aceptado y reconocido por los demás como si no fuera hijo de sí mismo sino criatura común, ficción universal como lo somos todos? Otra identidad no es más real que la que a uno le han proporcionado, simplemente es la que uno es capaz de tomar por sí solo, incluso sin renegar de la que le han dado sus mayores sino particularizándola aún más, encerrándola dentro de sí como un secreto, el secreto de todos pero aún más especialmente el de uno mismo, pues remover la tierra está prohibido y el que atenta contra sus padres es condenado, y volviéndola por tanto absolutamente insignificante e intranscendente, mediocre puro, cero integral, como el anonimato de un nombre más, de un hombre más, de un hijo más: la historia familiar en la que el individuo no es sino el hijo de sus padres, vecino de su pueblo, natural de su país, siente y piensa como todos, y ni en su país ni en su pueblo ni siquiera en su familia sobresale y destaca sobre el resto, de modo que su biografía apenas abarcaría un par de líneas en el relato de la colectividad formada y unida por lazos de sangre y de vecindad. ¿Quién soy yo? ¿Un rebelde como lo fueron tantos?  Pero la política es el instrumento de conservación del poder y en su empleo y administración no cabe esperar la revolución sin engañarse: uno puede jugar indirectamente en este campo, pero habrá de ingeniarse otras armas más adecuadas, porque uno, aun conociendo y reconociendo a sus ancestros, desea por encima de todo ser él. ¿Cómo construir otra historia, la de un yo distinto, como más deseado, más dueño de sí mismo, y hacerla respetar e incluso admirar por los demás sin que nadie recele de su veracidad? El arte es una mentira admitida y prestigiada que puede conducir a su usuario a elaborarse otro nombre, otro futuro y, literalmente, otra vida que la que todo al parecer le deparaba: si lo maneja bien puede salir de la mediocridad general y alcanzar el éxito, la notoriedad, la fama e incluso una relativa riqueza. Pero el manejo de esta maña no es simplemente el de una habilidad especial, porque el relato es radicalmente diferente al de una obra realizada con maestría: uno es, gracias a las singulares palabras que elige y utiliza, el hijo de sí mismo que por medio de lo que a fin de cuentas serían otros oficios no llegaría a ser. Esta verdadera revolución, a la que en todo caso la política habría de enfrentarse para reconducirla por el buen camino, es el efecto más extraordinario del arte en su cruce con la vida y sus irreductibles necesidades de singularidad: la más honda y genuina genialidad de nuestro hombre es que, gracias a su arte específico, deja de ser obra de sus desconocidos padres para elevarse a la condición de padre oculto y encubierto de sí mismo, hijo del deseo que habita en él y lo lanza a una creación que va más allá de la literaria para abrazar el arte de la creación del individuo en medio de la sociedad. Al fin y al cabo los premios y las medallas que él acepta no son sino los intentos no siempre fructíferos de los políticos por devolver al artista al seno de la paternidad natural, como si el hijo de sí mismo necesitara de la sanción social que legitimaría su única y relevante obra: él mismo --esta cultura. De este modo él, que es indudablemente uno menos, aparece como uno más, uno de tantos, uno cuyo yo es como el de los demás, redondo y pleno y perfectamente reconocible e identificable, pues no en vano lo ha reconocido e identificado el poder, que es por definición el de los padres, un círculo que no siempre es tan poco artificial como parece: en efecto, también uno es padre, pero qué criatura tan única e irrepetible, pues esta clase de paternidad es infinitamente repetible pero nunca nacen dos hijos iguales, y qué creador tan secreto y, a pesar de todo, solitario. Ya puede decirse uno que, allá en el centro, todos hablan de él y de su última obra con una naturalidad asombrosa, incluso involuntariamente cómica, mientras él en su casa, en la periferia, agoniza con el sol de la tarde y ya en la alta noche muere con las palabras en los labios que le han hecho otro y, sin embargo, con nombre y apellido como otro cualquiera, la auténtica obra de la que él puede responder y extrañamente nadie le pide cuentas. Un revolucionario antisocial, pues la sociedad no lo ha podido someter a él ni ha podido liberarse a sí misma como quizás un día pretendiera, ha muerto en el mismo misterio en que nació, murió y resucitó para siempre en la escritura y a través de la escritura: larga vida al muerto cuyo relato artístico es quizá más honesto que el del poder contándose a sí mismo, su interminable trabajo genealógico, su ardua e infinita tarea.  

0 comentarios