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La señora no está en casa

Ya no hay que matar al hombre porque ya está muerto, ya es otra cosa: un cura, más exactamente un cura de paisano con mujer e hijos, pero sin hombre o con un muerto en el lugar en que una vez lo hubo. En efecto, había que matar al hombre, y todavía en algunos lugares hay que rematarlo de vez en cuando para que nadie olvide la lección y el cuento, en tanto en cuanto el hombre es -supuestamente- el que manda, el que domina, el que puede, y este singular personaje es en la imaginación de quien le ha servido como a la fuerza y sin beneficio el equivalente al dios que lo ha reducido a la subordinación, la impotencia y la nada, impidiéndole desarrollarse: porque el hombre no es un hombre, nadie lo dude, sino este curioso personaje de la representación que acontece en la cabeza del hijo del cura -todavía sin la madurez suficiente para engendrar-, por la cual el hombre es el señor y el señor es el malo bajo el cual es imposible establecer el reino de la igualdad entre los seres: estas identificaciones tan groseras como faltas de realidad han edificado el mundo desde el rincón más oscuro del cerebro. Todo es fingido: hay que creer que el señor es como un dios en la tierra, que la esclavitud no es voluntaria y bien aprovechada, y que la envidia -¡quién fuera el señor!- no es la dueña y señora en esta función: el hombre es el último señor, pero ya no queda. Lo que hay en su lugar es el padre de todos, pero sin él mismo, y vestido de calle: claro que ignora lo que le pasa, y lo que le espera, a un tipo tal que no vale ni para amo ni muchísimo menos para criado. Vale, aunque él no lo sepa, pues todo es fingido, para impotente y para muerto: muerto para el poder e impotente para la vida, su más extraordinario éxito. ¿Acaso el poder no es malo? Pues he ahí la impotencia, que es buena. Pero ¿no existe una lucha entre el que manda y el que obedece, tanto más violenta cuanto más soterrada? ¿Y no es uno el que mata y otro el que muere? Pues ahí está el muerto: un ser sin vida propia. Matar al hombre es tan sencillo y fácil como matar al señor: no hay que hacer otra cosa que distinguir quién es quién y actuar en consecuencia, atacar al hombre con una carga continua y prolongada de peticiones, exigencias y quejas aplastantes, y aguardar a que él haga el resto, es decir, muera por desfallecimiento en el intento de dar respuesta a todo lo que le viene encima sin prisa perso sin pausa. Al fin y al cabo no ha sido tan malo el pobre: simplemente ha sido un necio. Ya estamos en condiciones de afirmar solemnemente que hubo una vez un hombre que valió la pena, porque era aún un hombre: capaz de dar cuenta de sí, naturalmente hasta cierto punto, pues más allá de él habita siempre la muerte. Un lugar que ya conoce la mujer, pero una mujer que no es sino una cura con marido e hijos, pero sin vida, desaparecida bajo el peso reciente y conjunto de la casa y la familia, ocupante de un lugar fantasma, un lugar punto muerte, que nunca perteneció a quien en él aparecía como su soberano. Ya no hay tiempo que perder, para la mujer ya no hay tiempo, no hay tiempo ya para la vida. La mujer ha tomado el lugar del hombre -al que sacaba de quicio y gracias a este desquiciamiento a veces gracioso y ocurrente arrastraba a vivir por una vez siquiera-, en el que no hay aire para nadie: el objetivo ha sido alcanzado. Nadie puede, nadie vive, nadie canta: en lugar de la mujer, como en lugar del hombre, hay un cura, por supuesto laico (movimiento feminista igual a movimiento socialista y movimiento socialista igual a movimiento cristiano: y todo igual a impotencia y muerte, pero en el lugar del macho, del maldito, que es el único capital que existe). La señora no está en casa, pero tampoco en la oficina: ni una sola mujer, ni una, tiene ya vida de sí y para sí misma. Todo ha sido cumplido, quizás un nuevo universo pueda nacer ahora, pero la historia ha terminado. 

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