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No se gana la paz con el ejército

La guerra no se gana nunca -pues es el estado en que se vive y se es- si se pelea contra la guerrilla: una banda que se encuentra en la guerra como el pez en el agua, fuera de la cual se ahoga en el estado por el cual se muere y se transforma en partido. El problema al que se enfrenta la guerrilla en este instante es que se mantengan ciertas partidas a causa de las cuales no se abandone la guerra sino que se perpetúe la guerrilla -es decir, el estado de guerra, el ser de la banda-, pero el problema del ejército con el que se la combate es que no se acaba nunca la guerra si no se acude a la política, pues no se puede alcanzar la victoria de la que se sigue la paz y la tranquilidad pública solamente con el uso de las armas: ¿acaso se puede estar peleando eternamente?  Se correría el gravísimo el riesgo de que el ejército se desplomase de repente, porque no se le ha creado para permanecer indefinidamente en guerra: se trata de una organización que no se entiende fuera de la perspectiva de la paz del estado, sin la cual se vuelve a la guerra en la que se halla la banda como en su propio pero transferible estado. La paradoja es, pues, que no se puede exterminar a la guerrilla por medio de las armas, porque el ejército no es una formación que se encuentre preparada para librar la batalla en el campo en que se introduce cada vez más por culpa de la guerrilla: solamente si se la maneja como una fuerza que se comporta como el ejército -es decir, sometida a la política-, se puede esperar el triunfo y la paz general. Pero si la guerrilla se conduce con la suficiente fuerza y determinación como tal, se puede producir la destrucción del estado con sus soldados y sus políticos: en cualquier caso se hallará siempre sometido a la incertidumbre y la inestabilidad, se tratará de un estado débil cuya existencia se halle siempre bajo amenaza. Razón por la cual se ha de dar a la guerrilla un empleo como fuerza auxiliar del estado para su consolidación a través de la eliminación del adversario interior o simplemente para la liquidación del enemigo exterior, pero el estado se juega su ser o no ser en este envite fatal y formidable: si con el ejército no se gana la paz, con la banda se hace la guerra por la que se arriesga a perder su tiempo y su espacio y abandonar la escena. ¿Cómo se para, pues, el movimiento incesante? ¿Cómo se controla el cambio continuo? Se ve cada vez más nítidamente que la guerra es el estado natural de la banda que se desplaza y se transforma constantemente a cuyo epicentro se envía al ejército como una tormenta de fuego dentro de un huracán de llamas: por más rápido que se mueva, por más veloz que se le piense, se tratará siempre de un elefante lento y pesado al que no se le puede mandar a luchar sino contra otros animales de su misma especie. Ni siquiera se asegura con él el corte y empaquetado de los flujos. Hacerle la guerra a la guerrilla es como hacérsela a lo que más se asemeja al vacío: se ha de entender que a veces no se vea a nadie.

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