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Acoso a los hombres y las mujeres libres

Uno de los primeros actos de los poderosos es establecer sobre la población quién manda, promover el temor a la ley y relanzar el amor a la prohibición, la censura y la sanción que parecían decaer sin remedio: en nombre del bien, ayer espiritual y hoy físico, antes moral y ahora material -todavía equiparan a los locos con los malos-, y siempre político, social y económico, crean y producen con hombres y mujeres cualesquiera a los esclavos que han de integrar los pueblos libres que componen la gran república existente, nación de naciones y gobierno de gobiernos aunque sin el autogobierno de cada uno de los nacidos bajo su reinado. Los nuevos poderosos revenidos -envejecen muy pronto- han vuelto a encontrar a los suyos entre los miedosos y los acobardados cuyas conductas son perfectamente imaginables: la persecución y la delación de los diferentes, tachados una vez más de peligrosos incluso para sí mismos. Los viejos poderosos renovados -hace muy poco jóvenes y frescos- están de nuevo en guerra, aunque no son tan buenos como para entrar en una guerra abierta y declarada por el poder, pero a pesar de todo quizá sean capaces de provocar la rebelión que siempre está acechando, pues los hombres y las mujeres libres nunca mueren del todo ya que saben que lo que está en juego es una cosa mucho más importante que la vida y muchísimo más que el poder: lo que tienen en juego es el ser, o sea. Quienes mandan -los poderosos son siempre los mismos: una juventud prematuramente envejecida y una vejez rejuvenecida a título póstumo-, y los que sobrevivan, también han de saber que lo hacen en medio de suicidas y homicidas con tiempo para ejecutar sus planes -eliminar de un modo u otro a locos, irresponsables, insensatos, viciosos, enfermos, inconscientes e inmorales: una poderosa descalificación de los otros, que, solamente por ser quienes son y a pesar de haberse vuelto humanos, desviaciones que el sistema ha de corregir, pues ya no son ni salvajes ni demonios ni animales, sin haber llegado nunca a ser divinos o sobrehumanos, atemorizan y acobardan, según parece, a quienes no deberían ser víctimas del miedo a lo diferente-, porque la lucha contra el mal es poderosa pero el castigo a los malos con el que comienza no es tan fulminante: entiendan, pues, que han retomado una lucha eterna cuya más práctica virtud es que el castigo diario y continuado salva, redime y, si no resucita a los muertos, al menos recupera a los degenerados. La demasiado equívocamente mencionada cultura de la violencia no es una cultura, es la vieja moral del bien contra el mal recuperada bajo otras formas: hay que forzar al bien a uno que en sí mismo ni es bueno ni es malo, al que no conocemos y sobre el que no pensamos, el cual ha de desistir de mantener incluso la voz y la palabra, acatar el discurso y respetar la garganta de quien ni entiende ni quiere entender nada. Hay que declarar el estado general de guerra abierta, de acoso del poder a las libertades y de rebelión de la población contra las autoridades: atravesada la habitual e inevitable cortina de humo, la misma emergencia de la situación obliga a actuar. El empleo de la violencia de unos y otros entre sí es la guerra, pero la de unos sobre otros es un empleo político -he ahí el nuevo revestimento de la moral- de esta violencia de naturaleza bien distinta: un empleo de poder, la palabra con la que designamos el uso y la herramienta con la que unos pretenden la captura, el dominio y el sometimiento de los otros que si hacen lo que los unos quieren reciben un premio porque son buenos, y si no lo hacen un castigo porque son malos. Pues los malos son los que le dañan a uno, los que dañan al poder, al niño: al niño avejentado y al viejo aniñado, poder puro y duro, al que por supuesto le importa el otro, para el cual es absolutamente necesario e incluso querido: sin el otro uno no puede vivir, aún más, no puede poder, ejercer el poder que le hace uno, el uno. 

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