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Los reyes son los padres

El enunciado de la moral pública española, demócrata y progresista, es más o menos el siguiente: fumar es malo, la guerra es horrorosa, los reyes son los padres. La minoría de edad ha vuelto a los españoles, una edad que nunca les ha abandonado del todo. El artífice de este intento, que es una niñería y además difícilmente superará nunca la edad infantil en que crece y seguramente muere, de remolarización de la vida pública española es un alma bella, un espíritu puro, que, por el fanatismo o el espiritualismo materialista inherente a su cultura, aún no ha pasado afortunadamente del cuerpo y de sus esfuerzos por conservarlo o más bien resucitarlo, ya que actuamos como si hubiéramos nacido para vivir mucho y morir jóvenes -viejos juguetones incluidos-: los dioses no quieran o, en su caso, el bullicio que rebosa el vacío no permita que pretenda también la sanación del alma, la otra posibilidad siempre abierta de la españolidad, sobre el fondo pseudocultural que divide y separa a los enfermos y los sanos, los sensatos y los locos, los normales y los otros. Qué importa que la concepción de la causa y el efecto esté debido a su simpleza por lo menos en entredicho, qué importa que también lo esté por idéntica razón un ejercicio tan infantil del poder: es precisamente el poder el que, en la situación tan crítica por la que atraviesa, ha de imponerse, ha de probarse, ha de ser: y lo será una vez más a través de sus aparatos de sanción, prohibición y persecución de los malos que lo son en tanto en cuanto entregados al mal, la única libertad que les queda a sus vidas. La causa de la lucha contra el mal, esta vez el que afecta a la salud, mal privado y bien público, es la causa del poder: no simplemente una cuestión económica -el capitalismo es una salvajada, pero cometida con todas las de la ley, que no hace crack porque es un crack, sobre todo si la ley que rige la economía es la de la selva-, sino la cuestión política fundamental. El poder ha de reapropiarse de un país demasiado libre, sometido al juego de muy diversos poderes, para ser el país de un poder e, incluso, de un poder uno y entero. En cualquier caso la guerra contra el poder está servida, porque el poder ha adoptado el combate de la moral contra los particulares: hemos nacido para vivir poco y morir ya muertos, como los jóvenes agónicos que ya somos. Y todo por el conato del poder de relanzarse sobre los ciudadanos cada vez más solitarios y los territorios cada vez más fragmentarios a los que cada vez llega menos, en donde contempla su peligro y su amenaza: la moral del poder es el poder -la del estado es la política- pero en una muy precisa forma y sentido: captar y dominar a hombres, tierras y pueblos -que no son sino agrupaciones de hombres-, de modo que su fracaso no sea en cierto modo el éxito de la libertad de unos y otros, con la salvedad de que a la libertad le aguarda y acecha la aparición de otros poderes de la misma índole, no por más pequeños menos graves, que no serían la manifestación de los de la tierra o el pueblo sino la mera reproducción de los del modelo o el patrón universal. 

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