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El otro, el otro, el otro: ¿nos suena el otro?

En el sexo lo decisivo es el amor o, cuando menos, el aprecio al otro: todo vale, todas las prácticas sexuales son legítimas, pero es el trato al otro el que marca la diferencia incluso en la pornografía. El desprecio del otro roza la muerte incluso en una actividad, como la del sexo, estrechamente vinculada al placer y la vida: el dolor o el sufrimiento querido en la práctica sexual no es, por cierto, una falta de respeto. Tampoco la esclavitud. La cosa es más sencilla: lo único que no vale, lo que no es amor pero tampoco en cierto modo es sexo, es la muerte del otro, la espitritual y la física, la simbólica y la corporal, tan reales y mortíferas una y otra, la del comienzo y la del final. O sea, cuando el otro es un muñeco que no quiere. Porque también es cierto que, en el paroxismo sexual, el otro puede desearlo todo: al menos teóricamente es posible situarse más allá del dolor y la muerte y hallar en este más allá el puro goce. La diferencia no es entre el sexo y el amor, ni siquiera entre el sexo y la pornografía: el respeto al otro decide en los dos campos, y por supuesto el amor lo rubrica. La práctica sexual es superior al comercio, al regalo y al robo: lo que ocurre es que no es pura y dura, existe férreamente ligada, entrevarada, a fuerzas más difíciles de percibir y sobre todo de definir, y que la animan. No hay duda de que el sexo es una actividad muy animada, a veces incluso demasiado: pero en sí misma no es nada, ni buena ni mala ni regular. 

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hernando -

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hernando -

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