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Un discurso evidentemente falso

Quizá la única explicación que se le pueda hallar a lo políticamente correcto es que se trate de una política con una orientación absolutamente práctica: por ejemplo, si gracias a esta política se mantiene que existe un islamismo dialogante y otro fanático, o un cristianismo progresista y otro reaccionario, o un judaísmo democrático y otro totalitario, no se mantendría este discurso sin contar con la finalidad exclusivamente política de lograr que la fuerza de lo religioso se redujera en el mundo. Se trataría de un discurso evidentemente falso para una política concebida como pura y dura acción a la que no se la podría justificar por sus principios ni siquiera por sus fines, sino únicamente por sus resultados: y sus resultados, sus logros, no se alcanzarían sin contar con los islamistas, o los cristianos, o los judíos, que se quisieran librar de las ataduras de lo religioso en nombre de lo bueno de la religión y con el objetivo de potenciar lo mundano. Quizás haya que contemplar lo políticamente correcto, esta fabulosa y agradabilísima mentira, desde una perspectiva única y singular: la de una política autónoma e independiente, quizá por primera vez liberada de cualquier otra ciencia que no fuera la que ella misma engendra y reclama: su propia moral, su propia historia, su propia filosofía, incluso su propia economía. La política habría nacido a los ojos de todo el mundo, sin embargo se trataría de hallarse en el secreto de la nueva situación: y no se podría decretar su muerte, tanto por parte de los conocidos como de los desconocidos, salvo en el caso de que no obtuviera el éxito. Surgida en la muerte, tras la muerte y para la muerte de todo lo demás, no se encontraría tan lejos de ella como en medio de un mundo en el que la misma política no podría sobrevivir sin rematar lo mortífero y enterrar lo muerto: su conservación sería tan sólo el triunfo, su derrota la desaparición. Y el fin de la política, los moribundos muriendo y matando en nombre de la pureza, la identidad y la integridad de la vida. Porque, en cualquier caso, se entendería la política como el espacio de lo impuro, mezclado y corrupto: aquello contra lo que se levanta precisamente la religión.

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