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Él hubiera hecho lo mismo

A pesar de todo, exteriormente, todo está igual, siempre es lo mismo: rutina, normalidad. La cosa es la que es y no cambia, no varía: ahí fuera no hay nada que nos pueda alterar, porque, aún más, el afuera no existe o, si lo hace por casualidad, es incapaz de modificar nuestra sustancia, no sólo nuestra apariencia sino también nuestra entidad. Veinte en copas, no hay quien nos mueva de aquí, que no es un lugar físico sino metafísico, una filosofía de vida, un ser y un estar, o lo intemporal --pero entiéndase: no lo inhumano, sino lo próximo a lo divino, lo apegado y tendente a lo esencial, lo que es y no puede dejar de ser por más que al lado diluvie o arda el sol y reviente la tierra, ay Dios. La muerte es un accidente que no trastoca nuestro caminar, mejor dicho, nuestra quietud, nuestra firmeza, nuestro relax, o sea, nuestro plan invariable y fundamental. Inmovilidad, amigos, y el que no aguante, un valium. Somos un árbol al que no parte el rayo y, si lo parte, es igual: seguimos en pie como si nada, sabemos incluso que en realidad nuestras hojas y ramas son verdes y frondosas como de chavales, cuando aún jóvenes éramos recios y estábamos bien formados gracias a la naturaleza y la religión, la moral y la genética, y nuestras raíces dan la vuelta a la tierra para arraigar más allá, quizá en el más allá mismo. Un muerto en la calle ya no es una prueba más para nuestra sensibilidad, pues no es el primero ni será el último: que la fiesta, quizá sombría, tal vez luctuosa, continúe. Una fiesta de las nuestras, moderada, formal, incluso circunspecta, pues nuestras emociones las guardamos en el alma, para nosotros, no para los demás. ¿Qué saben ellos de nuestra sobriedad, nuestra entereza y nuestra austeridad? Los de fuera existen, bien lo sabemos, pero tampoco son capaces de entender nada, es decir, de afectar nuestra mente y nuestro corazón: la humildad y la modestia viajan con nosotros y no alardeamos de ellas ni de servirles de vehículo de una idea de la santidad que nosotros por supuesto no alcanzamos. Somos para sí, pero sin molestar y aunque nos molesten, quizá sin querer, sin duda sin comprender, los otros, vivos y muertos, sujetos y objetos de nuestra piedad y nuestra compasión. El difunto hubiera hecho lo mismo que nosotros, pues era uno de los nuestros: hubiera rezado, incluso mientras jugaba la partida de siempre -pues el único que aquí no juega a las cartas es Dios-, y seguido igual. Igual. Él mismo era un firme y decidido partidario de la continuidad, la estabilidad y la regularidad: no hay entre nosotros dos días distintos ni siquiera en el juego, al que una muy precisa ley gobierna y regula hasta la más pequeña nimiedad. Nada de sorpresas, rey y caballo de lo que pinta son las cuarenta, rey y caballo de lo despintado las veinte hasta las sesenta y ni una más: todo está contado, previsto, valorado, resuelto, y hasta las matemáticas nos asisten. Las cuarenta, en fin. La suerte ha caído de nuestro lado, pero es porque nos ha cogido, si no trabajando, al menos practicando una sana diversión, un ocio decente y honrado, un juego quizá de villanos que en nuestras manos no está sin embargo sometido al azar. Todo depende de nosotros, de ser fieles a nuestra identidad y no dejarnos arrastrar por los acontecimientos, caprichos de signo distinto pero igualmente incapaces de mellar nuestro ser y nuestro obrar, no salir corriendo a la calle a ver qué ha pasado y gritar acaso que no vuelva a pasar. Pues siempre pasa lo mismo, pero nosotros como si nada, tal cual: ni una mueca, ni un gesto, ni una lágrima -otros ni una sonrisa-, sino imperturbables como una lección dada a la misma fatalidad en homenaje póstumo y señero al que ya no está. Estamos sobre el destino, pase lo que pase somos los que son, ni reaccionar, actuar como siempre, casi ni hablar: sí, no, tal vez no. Rotundidad, nada de acasos, incertidumbres y dudas. Determinación, autodeterminación. Dirán que interiormente estamos vacíos -nosotros que somos pura interioridad-, cuando no consumidos y secos, pero es que el mundo no puede con nosotros y este hecho es el único capital. Con nosotros no puede la muerte, ni siquiera la vida, esta distracción de aquí al lado que incluso para bien es para mal, para movernos y hacer con nosotros lo que otros quieran, ir unas veces por aquí y otras por allí, como veletas dominadas por el viento. Ahí radica la clave de esta historia antigua: dominados, sojuzgados, oprimidos, no por Dios sino por los hombres. A contar --¿de quién son las diez de últimas? Vivimos, trabajamos y jugamos con el alma en carne viva llenos de dolor, sufrimiento y pasión y, mientras nos decimos muy adentro que qué cristo, señor, y que hemos de soportar esta pesada cruz quizá de salvación hasta en lo más grato y placentero de la vida, nos hacemos la pregunta que no debemos evitar: ¿la revancha, tal vez, o nos vamos a casa a almorzar?

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