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Que continúe la fiesta

El amor no es el sexo, qué le vamos a hacer, ni siquiera el sexo: por esta terrible y maravillosa razón unos son amorosos y otros odiosos, lo mejor de unos son ellos y lo de otros el sexo. Para ser lo mejor no les sobra nada, pero les falta un poco: ellos, nada más, y nada menos. Mientras tanto, el sexo es el amor pequeño y falso de los odiosos, estos desdichados aún con suerte de tener el sexo y la desgracia de ser aún ellos.

El mundo está lleno, no de mujeres, sino de mujeres y hombres que, aun siendo libres, no son independientes porque no pueden, no son capaces por las más diversas razones y, por lo tanto, dependen de otros más fuertes, quizá más inconscientes pero sin duda más capaces de valerse por sí mismos, de tomar decisiones al filo, de afrontar las dificultades que les salen al paso, de soportar la soledad, de arriesgarse: y hay que quererlos, no hay por qué verles como una carga de la que habría que librarse de un modo u otro cuanto antes, porque son hombres, mujeres, niños y ancianos, tienen que vivir y les amenaza quizá un poco más que al resto la muerte, la tiranía y la esclavitud.

El verdadero viaje es aquél en el que vuelve uno que no es nunca el mismo, porque lo cierto es que uno vuelve: lo demás es una vacación que no cambia nada, el permiso de fin de semana de un preso condenado a no salir nunca del todo de la cárcel de sus días. 

Lo importante en casa es quizá lo mismo que en la calle: el control, pero sin la dictadura. No el control de la libertad, sino más bien el que evita que las cosas le hagan esclavo al niño y que el niño haga esclavos a los demás. Un hijo virtuoso, dueño de sí mismo y respetuoso del dominio que sobre sí ha de ejercer cada cual.

El morbo no es más que el triunfo de la enfermedad sobre la salud e incluso sobre la propia enfermedad: en otras palabras, la enfermedad hecha espíritu.

La depresión es un lujo que solamente los que son como Dios pueden permitirse: los que son corrientes y molientes han de seguir corriendo sin detenerse a fundar un pequeño estado propio en el fondo de ellos mismos.

Cuando hay poco o nada que elegir, resulta muy cómodo decretar la libertad: sexual, política, económica, lingüística, religiosa, social, periodística, televisiva, artística, filosófica, doméstica… En fin, que cada cual haga lo que quiera, pues apenas va a poder hacer otra cosa.

Los buenos tienen espinas, rosas tienen también los malos: pero este hecho cierto e indudable no cambia en nada las cosas.

Realmente, el otro no es raro: simplemente, es que no es uno. ¿Y por qué preferimos habitualmente la identidad a la diferencia, un doble de uno mismo a otro realmente distinto, tanto como en realidad lo es uno?

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