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La soledad es física e intempestiva

La cotidianidad que, bien mirada, no sólo es una evidencia de lo que hay sino una señal de lo que pasa, de los movimientos que acontecen en el seno de lo real y lo muestran como una especie rara en peligro de extinción pero siempre en marcha: un miedo, una atracción, un rechazo, un apego, enigmáticas fuerzas de todos los días, blancos y grises y azules y rojizos, la cotidianidad, es decir, la vida, vista con otros ojos, contada con una luz extraña y prodigiosa que lo baña todo como un mar de energía que unificase el mundo confundiéndolo y haciendo que brille y estalle y ciegue, porque no hay retina capaz de soportarlo si además el ojo recibe las imágenes de un todo partido y a la contra, doblado y asimétrico, de escenas múltiples y que difieren, con un personaje: la voz anónima y silenciosa, pues no remite a una persona reconocible e identificable, voz sola, reina e independiente, personaje sonoro, y otro: la ausencia de figuras de cargo y miramiento, el vacío de sujetos o dueños de los hilos o maestros del cordaje, la escasez o carencia de señas de identidad y sustancia, positivos personajes comunes que destacan y, sin embargo, no es tan extraño como parece, porque siempre habrá alguien que los destaque de entre todos, e incluso que destaque a todos del resto, y quizá en el fondo son por este y otros motivos singulares y su singularidad es al fin y al cabo la de todos: no caber en su propio molde, no amoldarse a tener la cabida en que encajan y sobresalir a pesar de todo de las leyes que les regulan, las instituciones que les adaptan y las identidades que les conforman: la familia, la pareja, el trabajo en los que están como de sobra, ociosos, dispares, extranjeros, personas comunes vueltas personajes dignos de atención por sí mismos, sin títulos ni puestos ni honores, que incluso desnudan a las dignidades y las enseñan dignas, o indignas, de por sí, en los lugares desiertos, los tiempos demorados, las vidas muertas -ver la realidad un día, filmar el aire al mismo tiempo: una impersonalidad activa y manifiesta-, sin decidir ni todo lo contrario, todas ellas colgadas, pendientes de un hilo, deshiladas pero siempre por hilar y afanosas en sus telas, cada una en su soledad pero todas juntas en la de todas, conectadas por un hilo que las atraviesa sin atarlas, uniéndolas ligeramente, cosiéndolas como flotando, relacionándolas levemente en la atmósfera de gravedad casi cero que ellas mismas generan, porque cada una sigue invariablemente su curso y no hay nada que hacer, nada más pero tampoco menos, salvo la nada que no existe sino un espacio que sufre el vaciado y el relleno de un modo contemporáneo y constante, ley de la renovación de la caja hermética de la vida, muy parecida a la de la caja tonta, porque no asimila unas a otras, no las reduce según una ley de la identidad general sino que las mantiene a cada una en su inflexible singularidad, su maravillosa y terrible diferencia, su soledad, su física -la soledad es física y no va más allá, no juega en otro campo-, su parte de la imagen, su todo apenas imaginable, entero e imperfecto, único y variado, destinado y libre, íntegro e incompleto, excesivo y deficitario, autosuficiente y superlimitado, soberano y esclavo, íntimo y comunísimo, diferente y sin embargo neutro, personal e infinitamente repetible, social y verdaderamente inverosímil o de animales sociales que no pueden reducir la separación que les acerca ni la proximidad que les une sin traspasar los límites que les protegen y también les impiden, medida tan sólo de la humanidad, la identificación y el reconocimiento, liviana piel inaccesible, muro delicadísimo pero infranqueable, stop, prohibido el paso, jardín y abismo, oasis y agujero, cogida por finos hilos irrompibles, cuanto más delgados y frágiles más indestructibles, con la cual ni la muerte, ni el destrozo de la enfermedad o el crimen, puede acabar de ningún modo, pues el terror es inútil, impotente e incapaz, o incompetente, absurdo y necio, una válvula de escape que lo vuelve a comprimir todo una vez más, aún más y todavía de nuevo, y quizá tan sólo por la salud y una plenitud de las potencias y las facultades que no viene a cuento pudiera abrirse una vía de ensayo de lo nunca o muy pocas veces visto, de la conquista de la afirmación de unos en otros, de un enamoramiento y una propagación que no consisten tan sólo en prendarse de uno mismo, juegos de pareja, juegos de familia, juegos en los que uno está tan solo consigo mismo como en los demás, ninguno dice lo que piensa y uno no sabe lo que pasa, el otro tiene que adivinarle y uno detenerse a pensar lo que acontece en él y en todo, y en medio la amenaza de la muerte individual y colectiva, venida de dentro y de fuera, que, si cae de golpe, hiere y hasta mata, pero no modifica los parámetros, si acaso un poco más de lo mismo, que también puede ser de lo otro, pues lo que está determinado de una vez por todas es sin embargo incierto, trabajos abandonados, tareas suspendidas, voces en el vacío, palabras en otra parte, y no hay compañía, el destino está sellado, sellado sobre todo por quienes pretenden librarse de su peso y lo que hacen es cargarse el poco de libertad y de afecto en el desierto lleno de luces y sombras, de pasos y voces, de encuentros y pérdidas, donde el cuerpo desnudo está más investido que nunca de dolor, silencio y pena, desnudez extrema y última ajena por completo al erotismo, el desnudo más vestido del mundo, el más opaco, más oculto, más cargado de ropa invisible y gruesa como una costra, todo recortado de nuevo, escenario moviente en paralelo, ni verticalidad ni totalidad sino otra vez la parcialidad horizontal y múltiple que apenas tiene a nadie que la escriba, frente al espectador cuando debiera ser cara a cara entre los personajes y de espaldas a nosotros cuando los actores deberían mirarnos a la cara, en un ángulo, un rincón de la pantalla, de la doble imagen, de la partida realidad, de la conciencia rota, de los acontecimientos inocentes que no dejan la partida y, por lo tanto, hay que atribuirles una causa, una culpa de que ocurrieran, una personalidad a la que achacárselos, una magia que les conceda un sentido, una posibilidad de no ser y de que todo hubiera cambiado, ser lo que no fue, no ser lo que ha sido, si yo hubiera hecho, si tú hubieras hecho -quizá moral o moraleja de la trama tejida al vacío como ciertos productos de cocina, porque aún ocurren cosas demasiado evidentes: solamente los aún inocentes, los a pesar de todo inocentes, son buenos, no culpan, no hieren, no matan, aunque quizá no debieran morir de sí mismos, en la única obra que sin ser suya los hombres toman en sus manos sin demasiada conciencia, muy de verdad ordinarios: la muerte, directa e indirecta, la que ocasionan de golpe y la que lentamente van provocando, de unos y otros-, una ilusión para no sucumbir, un engaño incluso en las imágenes pegadas y sin embargo plurales divergentes, que tan sólo concuerdan en la similitud engañosa y en que permiten descubrirlo, pues no hay mentira en el texto, el politexto, solamente distancia y, acaso, una sospecha: que debajo de lo que discurre ante los ojos fluye una corriente subterránea que quizá explicase sin mayor necesidad lo que arriba sucede y, en cualquier caso, no altera significativamente este ruido de fondo la profundidad de la tierra, una propiedad que es quizá un sueño pero no puede con la naturaleza de las cosas, con una soledad aún más honda, complicada y suma, que rasga y cuestiona de alguna manera los lazos habidos entre solitarios juntos y unidos por los pelos sobre una tierra firme que, apenas agitada por los acontecimientos que no protagoniza pero ante los que hila a los por el acontecer deshilachados, aún resiste en pie, pero desea moverse, cambiar e incluso liberarse de todo lo que sustenta en sus sólidas y gastadas raíces, pues también ella tiene derecho a salir del territorio de siempre –desterritorializarse, dicen- y disfrutar de lo único que quizás es en ella libremente deseado y querido: la soledad, esta paradoja de las madres abuelas que ya han cumplido con su deber y sienten que es ya la hora del día de desembarazarse y quizá, poco a poco, morir como nacieron y acaso no vivieron tanto como deseaban: solos, pero de otra soledad despreocupada y ociosa y placentera, como vaciada, uf, qué alivio, respiramos, carmín en los labios y en la sonrisa, de una tierra distante y por fin móvil y como aérea, de una libertad distinta y desconocida y otra vez nueva descargada, sin volumen ni peso ni materia, que siempre está ahí al alcance de la mano y da un miedo que necesita un empujón para abrazarla, porque espanta, y ya no hay tiempo más porque la inmortalidad no espera, dura lo que alargar el brazo o lo que encogerlo, pero cesa al instante, en cualquier momento esta seguridad desconcertante e insólita de todos los días desaparece y vuelve la soledad de los que quedan, esta cosa pesada y sombría que esta vez nadie corteja, la pérdida de lo raramente encontrado, el vacío de lo singularmente pleno, la soledad de lo nunca completamente acompañado, el silencio, el suspenso de todo, el vaso desbordante, lo que siempre rebosa de la vida y no hay manera de afrontarlo, conjurarlo ni filmarlo, porque en todo hay un inexplicable exceso para el cual la falta de cabida es infinita, cuando ya no hay palabras porque ya no sirven ni tapan el desmoronamiento de todo lo que está siendo construido en la ciudad en obras, sobre el aire que queda en el vuelo pegado a la piel como un ser colgado, con pinzas, de un hilo. Y del viento. Del viento que, como la película, hila suave, lento, pausado, tranquilo, especialmente fluido, físico e intempestivo, rosales y espinas de por medio.

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