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Adiós a la sociedad doctrinaria y el Estado doctrinal

Educación para la ciudadanía es educación para la democracia, pero educación para la democracia es educación para la libertad, y educación para la libertad es educación para la pluralidad o no es nada: es obvio que son demasiadas educaciones (además de que hay que enseñárselas a los profesores) para ser aprobadas por los estudiantes, y todos los que no están en edad de estudiar (y, por tanto, de suspender) las van a tener como una asignatura alarmantemente pendiente (sirva de atenuante el que no la reciben de nadie) para cualquier mes de septiembre. Los políticos, los periodistas, los sacerdotes, los escritores y tantos otros adultos más pueden hallar aquí una disminución aún mayor de su responsabilidad o poner manos a la obra, claro que sin desbordar las áulas y por su cuenta (pero ¿de qué vivirían los pobres? Las clases privadas no son baratas, y las públicas, que son gratuitas, hay que abonárselas a quien las imparte). La realidad que hay detrás de la educación para la ciudadanía puede formularse más o menos de este modo: no hay unidad política ni cultural ni religiosa ni de ningún tipo, y cualquier atentado, incluso el más pequeño, contra la multiplicidad es un atentado contra la democracia y la libertad (por supuesto, no hay unidad en una sola parte de la pluralidad: no hay unidad fuera de la pluralidad). La misma idea de la existencia de una unidad (de ideas, de valores, de costumbres, de objetivos, de afectos) es una manifestación más de esta multiplicidad que ha de ser respetada hasta en lo más leve: por ejemplo, la sexualidad, la heterosexualidad, la homosexualidad, la bisexualidad, la transexualidad, e incluso la asexualidad, pero sin que la afirmación del valor de una represente la negación del valor de otra. O sea, la asexualidad ha de renunciar a establecer una sexualidad natural, sana y positiva en la heterosexualidad, y otra negativa, enferma y antinatural en la homosexualidad. Simplemente, ha de admitir su asexualidad (o algún otro tipo de sexualidad más o menos encubierta)  y su extrañeza e incompetencia en estos asuntos (aquí hay que proceder siguiendo el ejemplo de la dimisión o el cese): en otras palabras, no hay doctrina que impartir. Podría parecer, sin embargo, que la multiplicidad es un monstruo que lo va a devorar todo, pero sería tan sólo la percepción de una unidad aún resistente a entenderse a sí misma y abrirse a los demás, lo que le supondría (efecto paradójico y hasta chocante) encontrar su genuina identidad (sin poder pero con autenticidad) por medio de la alteración (o por la alteridad a la mismidad, qué cosas). Porque, si por una parte existe el justificado temor a poner todo el poder en manos del Estado, por la otra existe (y confirmado) el temor de ciertas instituciones no tan particulares (es decir, neutras) como pudiera parecer a perder el poder ya depositado en sus manos: desde luego, no todos los padres de los escolares son padres de la Iglesia (creemos, para tranquilidad de unos u otros, que más bien ninguno). Pero, en efecto, el Estado doctrinal y la sociedad doctrinaria deben correr el mismo destino: ser educados y desistir (es al fantasma de la doctrina al que todos tenemos miedo, un miedo razonable pues no en vano es una cuestión de espíritus). ¿La educación para la ciudadanía esconderá en su interior un muerto? En el muy improbable caso de que lo hiciera, sería (ella) un féretro y no le aguardaría sino la tumba (ella misma).

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