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Dale palabras...

El poder del lenguaje radica en que el lenguaje es como el aceite: siempre queda arriba --pero no sacia la sed, al contrario: la aumenta e intensifica la necesidad de encontrar el agua que bebemos (y que somos), el agua que no nos sacia sin abrirnos de nuevo el apetito, en otras palabras, sin eliminarnos. Por tanto, hay que atravesar la espesa capa del lenguaje para hacer que vuelva a fluir el ser que somos, a la vez que para que volvamos a fluir nosotros en el ser que corre, el agua que sacia y la sed que fluye y nos dice quiénes somos, aunque nos lo dice en silencio y sin las palabras que hemos de buscar en un lenguaje al que también hemos de transformar de nuevo de mar en río, de capa en flujo, de aceite en agua. Porque el poder del lenguaje es impotente, pero el sujeto que lo eleva a su máxima potencia habla y silencia, habla y enmudece, habla y acalla: en este poder es único y supremo e impera sobre la vida como sobre la nada o sobre nadie. Literalmente, el lenguaje mata de sed, sacia al sediento con palabras y más palabras, le da aceite en vez de agua, pero ¿para qué quiere agua? El agua siempre queda debajo, encerrada y sin flujo, bajo otro flujo que tampoco fluye, pues todo es boca, texto, círculo, e incluso arte. El lenguaje es el mar muerto, lleno de tempestades y corrientes subterráneas, de una vida cuyo valor ha desaparecido bajo el nihilismo. La conclusión no varía: qué importa. Dale palabras... 

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